sábado, 7 de septiembre de 2019

Lo que yace bajo las ruinas (parte 5 de 5)

          El doctor Cerezo comenzó a temblar por el horror de su propia historia, pero se recompuso tras tomar varias caladas de la pipa humeante. Me preparé para descubrir el final de aquella historia. Mi cabeza especulaba con todo tipo de sorpresas y tramas, intercalando las relaciones y sucesos, construyendo la historia que siempre quise contar. Pero lo que me reveló no era ese final que tanto deseaba para mi epopeya, sino un oscuro secreto que se ha convertido en mi carga durante tantos años, y que dio comienzo al desenlace de lo que es hoy mi lúgubre vida, pues al abrir las puertas encontraron una depresión cuya profundidad debía ser de kilómetros. Los otros arqueólogos no veían nada más que oscuridad en aquel profundo abismo, pero el doctor Cerezo los vio, vio sin necesidad de luz como se arrastraban los habitantes de lo oculto. Eran la destrucción encarnada, la esencia de la carne pútrida, el horror más decadente del ser. Su malicia y nauseabunda naturaleza harían dudar al hombre más fiel de sus votos, y demostrarían por su mera existencia que las ideas platónicas de justicia y bien eran un burda mentira contada a infantes con el fin de esconderles la realidad del final de todo ser humano. A kilómetros de distancia, y rodeados por un aura repugnante, apareció una especie que debía existir desde que la tierra se forjó en los fuegos estelares, con formas que no pudieron describir ni los profetas más esotéricos de tiempos pasados. Los seres, que se asemejaban a gusanos cuya longitud excedía la decena de kilómetros, estaban formados por diferentes secciones anilladas, con un hemisferio en cada sección blando y pútrido y otro que recordaba a los caparazones de los crustáceos. De su piel emergían extraños apéndices alargados, y había esparcidas en todo su cuerpo aberturas de las que emanaba ríos de mercurio que usaban para desplazarse. Sus bocas se dividían en cuatro secciones triangulares forradas con diversas hileras de dientes deformados y gigantescos que continuaban hasta el fondo del esófago, capaces de arrancar de la tierra ciudades enteras con un simple mordisco. No poseían ojos ni aberturas similares a oídos, indicando el doctor Cerezo que, al igual que él, habían dominado artes antiguas y podían ver sin ojos al acceder a los que residen durmientes en el alma.
      Uno de los gusanos alzó su cuerpo decadente y horrible mientras salía de él el mismo ruido profundo y cavernoso que ahora sonaba como la unión de un coro de cuernos tribales. El doctor Soler cayó al suelo con surcos de lágrimas en sus mejillas, probablemente incapaz de imaginar una forma de huir del destino cruel que esperaba en un mundo habitado por aquellos engendros, y el doctor Segura, sin vacilar en sus movimientos lentos pero fluidos, alzó su pistola a la altura de su cabeza y apretó el gatillo sin musitar palabra alguna.
       El fofo ser continuó con su grito nauseabundo, pero el doctor Cerezo, como si de la divina providencia se tratase, comprendía un mensaje alto y claro entre los gemidos y chillidos de los seres. Aquel sonido le había acompañado durante toda su vida. Los gritos que surgían del ser eran iguales a las voces que le habían acompañado desde niño. Las voces indistinguibles que poco a poco habían comenzado a ser descifrables hablaban ahora con total claridad, y le ofrecían algo, un pacto, una oferta irrechazable: “El fin del ciclo se acerca, y esta civilización ha fallado en sus promesas al igual que nos fallaron sus antepasados. No merecen el favor de nuestra estirpe. Pero tú nos entiendes, tu sangre ha sido marcada para comprendernos. Te elegimos al igual que elegimos a aquel que formó parte de tu estirpe. Sírvenos, entréganos la carne de tus hermanos durante los rituales, y te ofreceremos nuestro eterno agradecimiento hasta que un nuevo heraldo ocupe tu lugar”.
         Quise marcharme en aquel instante, horrorizada por las extrañas conexiones entre su historia y mi propia vida, pero algo en mí me hizo continuar hasta el final. El doctor me relató cómo no pronunció palabra alguna; no hacía falta, el instinto de supervivencia al igual que un deseo oscuro recién formado dentro de sí fue más que suficiente para cerrar el trato, incluso si eso llevaba traicionar a su propia especie. El mismo gusano profirió extraños cánticos, y con su kilométrica boca se apoyó en el techo de la sala, produciendo terremotos que movieron hasta la misma realidad, y que sumieron al arqueólogo, viudo en duelo y heraldo de seres infernales en un letargo transcendental, en un letargo que duró mil vidas en un solo segundo. Observó la obra de aquellos seres a lo largo de la historia; desde su llegada a la tierra tras su nacimiento por el apóstol maldito Gul´Talzhahim hasta su destrucción en el lejano futuro, cuando el sacerdote oscuro y primigenio alce su reino de pesadilla desde las profundidades del océano y evapore la concepción de nuestro planeta, tornándolo de nuevo en una nube de polvo cósmico que vagará eternamente por el frío espacio, reminiscente de todo lo que fue y todo lo que será.
        El terror se apoderó de mi mente, y me sentí anclada a mi asiento roído, como sujeta por unas cadenas invisibles de las que no me podía deshacer. Me sentía sucia al escuchar esas palabras de tan horrenda naturaleza, no podía concebir que tal mal existiese en la tierra. No podía aceptarlo. Tomé por un loco al ciego e intenté salir corriendo del maldito salón en cuanto tuviese la oportunidad. Mi relato ya no tenía importancia para mí, tan solo quería escapar; y no hubo mejor oportunidad de intentarlo que cuando aquel hombre que ahora me producía una repugnancia indescriptible volvía a estar ocupado en rellenar su pipa con la plasta verde y apestosa. Mientras sus dedos apretaban el contenido de la cazoleta, me levanté con un impuso felino y corrí por mi vida hacia las escaleras, pero no pude alcanzarla. Mi cuerpo cayó paralizado mientras las voces de mi cabeza entonaban extraños sonetos en su lengua muerta y distintiva. El profesor debió entretenerse con mi invalidez, pues se acercó y me narró al oído lo que sucedió tras aquella noche en un tono burlón. Me contó cómo se había hecho pasar por loco para engañar a la policía, como había secuestrado a dementes para ofrecerlos en sacrificio a sus maléficos patrones cuando los seis meses se habían cumplido. Me contó los horrores que habitaban la tierra, el mar y el cielo. Me habló del ser esbelto y perfecto que reina en su ciudad abandonada más allá del firmamento, me describió a las razas menores que habían servido a los hijos de Gul´Talzhahim antes de la aparición del ser humano. Me recitó la localización de los templos olvidados, las canciones perdidas, los secretos prohibidos y los lugares donde se podía realizar el rito oscuro. Me confesó que la única razón por la que había venido a este pueblo era que, bajo la misma sala donde nos encontrábamos, había un pasadizo secreto que desembocaba en unas ruinas muy similares a las de su historia, donde unos colonos pertenecientes a la raza de sus señores aguardan pacientemente hasta que se cumplen los ciclos con el fin de devorar por toda la eternidad las almas de los sacrificados.
         Mis ojos se cubrieron de lágrimas al imaginar el sino de nuestra especie, simple e impío ganado de algo tan asqueroso, un sino que seguramente yo también tendría que sufrir. Mis llantos se deshicieron en súplicas al cielo, primero por la salvación de todos nosotros, pero al final se convirtieron en ruegos por mi propia vida. El doctor Cerezo soltó una risa burlona y con un dedo calloso me limpió las lágrimas de los ojos antes de acercar sus labios a mi oído y recitar unas palabras cuyo significado me fue vetado en aquel instante. “Eel mught ohr th´barht. Palackb Uul´Thugguht nilj tibn laur Gul´Talzhahim. Fial´tyonmbj palackb jorv sim´fhutarl”. Aquellas palabras me cambiaron y me transmitieron una fuerza cuya existencia desconocía. Era un poder extraño, un poder que me maravillaba y me hacía sentir capaz de conseguir lo que desease, daba igual ley, arma o ente que se presentase en mi camino; pero que cuya prístina esencia era deleznable para mi entendimiento. Los sentimientos de miedo y terror desaparecieron, y los extraños versos de las voces dejaron de hacerme efecto. Me levanté y observé el cadáver del doctor Cerezo junto a mí, quien había muerto con una expresión calmado por acabar con su pesada carga.
        Podía ver sin ojos, y la verdad del mundo se presentó ante mí, horrorizándome y marcándome por el resto de mi vida con el trauma de los saberes prohibidos. Todos los regalos que me ofrecían no podían tapar la pútrida realidad ni las voces que ahora, más claras que nunca, exigían su parte del trato, y el ciclo se cerraría pronto.
         Salí huyendo de aquella casa sin importar los misterios que faltaban por descubrir, pues al igual que el extraño contenedor metálico, sólo escondía los restos de actos profanos. Volví lo antes posible a mi mansión en Madrid, donde me encerré e intenté huir de la realidad sin éxito. Ahora las voces aparecían claras en mi mente al igual que para el doctor Cerezo, y su constante presencia no hacía más que degenerar mi mente. Días enteros pasaron sin que comiese o descansase en mi cama, pues estaba demasiado ocupada escuchando los relatos de aquellos nefastos seres. Me revelaron la verdad de mi antepasado y el del doctor Cerezo, el Hijo del Diablo, el cual tuvo un nombre muy distinto antes de llegar a Valencia para confundir a sus perseguidores y que así buscasen al hombre equivocado, me relataron las historias de aquellos que vinieron antes de mí y cómo su marca y su estirpe estaba preparada para tomar el manto de heraldo. Me confesaron el significado de las palabras que el buen doctor recitó mientras estaba inmóvil en el suelo: “Tu deseo es nuestro placer. Sirve a Uul´Thugguht y a los hijos malditos del profeta Gul´Talzhahim. Sírvelos y te daremos cuanto necesites para saciar tu alma”.
        No supe qué hacer hasta que las voces pasaron de seductores relatos que intentaban anexionarme a su causa a amenazas claras y perturbadoras, en las cuales me mostraban en pocos segundos cómo habían destruido todas aquellas culturas ancestrales y poderosas que se habían negado a cumplir el rito sacrílego. Ya no era yo misma, sino una esclava que debía obedecer a mis amos pese a la horrible repugnancia que sentía al pensar en cometer tales actos.
      Seguí sus mandatos y trabajé como su marioneta durante los años venideros. Vendí mi vieja mansión y me mudé a la zona sur, donde compré una casa cerca de unos terrenos montañosos que habían tomado mala fama por su nauseabundo olor a mercurio. Me enseñaron a realizar los rituales y la localización de los altares en los que debía realizarlos. Aprendí los santos versículos, tomé las herramientas para mi labor y cumplí las expectativas que tenían de mí como su heraldo. Cada vez que una noticia del aumento de nuestras ventas llegaba a mis oídos o nuevos y cada vez más extasiosos placeres llegaban a mis puertas, lo asimilaba como los favores que me concedían mis nuevos señores y sentía cómo se clavaba más profundamente en mí el puñal de la culpa por la traición a los míos, y no hizo más que aumentar durante los años venideros hasta que cedí a mi nueva naturaleza.
       Solo tuve tiempo a realizar un rito antes de que me encerrasen en este horrible lugar por su maldita culpa, pero no podía dejar de ejercer mis labores. Fueron mis poderosos patrones los que me llevaron a esta nueva residencia la cual está cubierta por el olor a mercurio que sintió mi predecesor. Me otorgaron la misma habitación que él y ocularon entre las baldosas las mismas herramientas con las que alimentaría el hambre por la desesperación de los vástagos de Gul´Talzhahim. Créame cuando le digo que podría salir de este infierno si lo desease, pero no serviría de nada, ya que ellos están bajo el suelo esperando a que cumpla mis oficios, y al menos aquí siento algo de descanso cuando la droga nubla mi mente.
       Espero que ahora comprenda el por qué escribí mi carta. ¿Qué sentido tendría alertar a la población de esa fúnebre amenaza? Ningún poder terrenal podrá hacerles frente, y en el peor de los casos acabarían con todos nosotros y buscarían a la próxima raza consciente para que actuase como sus sirvientes. Se lo diré una vez más: encárguele al señor Padilla cualquier otro trabajo, recoja toda la información referente al demoníaco suceso de Algarrobado Mayor y deshágase de todo, hasta que desaparezca la mínima prueba de su existencia. Hace mucho que siento ganas de acabar con la carga que porto sobre mis hombros al igual que hizo el doctor Cerezo, y tengo entendido por mis poderosos patrones que su hija más pequeña, la que tuvo con una mujer nacida cerca de la localidad maldita, sufre una dolencia similar a la mía y escucha extrañas voces que intentan comunicarse en una lengua extranjera. O quizás podría olvidarme de mis obligaciones para que mis patrones devoren la ciudad en la que vivimos. Sea complaciente ahora que solo poseen el peso de mis palabras, pues soy protegida por fuerzas indeseadas, y hace mucho que no le pido un favor a mis patrones.
Atte. Doña María Rosales Almíbares.


Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.

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