sábado, 21 de agosto de 2021

La Batalla de los Heraldos (2/2)

Tiempos oscuros mancillaron Ban-Tenya, quien una vez fue llamada Ban-Akhor, cuando los ejércitos de luz y sombras se vieron enfrentados en la sombra de la montaña. Cambiantes, veldaken, gigantes y tritones, vestidos con armaduras de plata y acero templado, guiados por la luz de Anga Istyar se enfrentaron a los seres de niebla que se arrastraban por el suelo bajo la tenue brasa de las alas de Lilith y Caeb. La lucha duró días, el fuego y la peste lo cubrieron todo y ni el paso del sol ni el de las estrellas permitió a los guerreros que sus espadas cesasen de cortar la pútrida carne. Innumerables valientes cayeron muertos en el conflicto sin verse en él la posibilidad de victoria, pues por cada bestia que caía cinco de las huestes de Sarenrae lo hacían a su vez. Anga Istyar, furiosa, se enfrentó en combate singular a Caeb. La batalla cesó y ambos ejércitos se abrieron para dejar luchar a los líderes de las filas.

La lluvia comenzó a caer, fría como el hielo, bajo las lágrimas de la propia Selune. Los tambores brotaron en ritmo, la señal para iniciar el duelo. La espada flamígera fue desenvainada por el arcángel mientras que el demonio solo presentó sus colmillos y garras como alma. Golpe tras golpe fuego y trueno volaron por el campo de batalla, en una batalla igualada donde ningún rival cedió terreno, pero Anga Istyar era ducha en la guerra y había ya combatido el mal y aunque los dientes de Caeb alcanzaron sus alas e hicieron que la sangre fluyese del arcángel, Anga Istyar se mantuvo en pie y con su espada atravesó al heraldo de las sombras. De su boca no surgió brea por sangre y de sus ojos despojo en vez de lágrimas. Antes de abandonar este mundo, Caeb lanzó un ataque con sus garras que golpearon los ojos de Anga Istyar como la serpiente que muerde tras cortarle la cabeza, pero fue esquivado con rapidez. El cadáver de la bestia cayó al suelo convertido en niebla y las cuatro razas gritaron de júbilo al ver la victoria de su heraldo. Pero no duró mucho, pues Lilith rápidamente aprovechó el gozo de Anga Istyar para sorprenderla con sus zarpas de sombra que arrancaron los ojos del arcángel y la cegó, llenando los cielos con sus gritos de dolor, y con sus cadenas y ganchos perforó el cuerpo de la heraldo para que no pudiese moverse. Los ejércitos de Sarenrae callaron para que los de Lilith gritasen de fiereza por su líder mientras la lluvia, de agua cristalina, se tornó en sangre fruto de la rabia de Selune. Anga Istyar, incapaz de moverse ni de ver a su enemiga, chilló de dolor, que solo cesó cuando Lilith, aquella que el mundo ha olvidado, con sus manos atravesó el pecho del arcángel.

Los gigantes perdieron en aquel momento la fe pues en su corazón nació la desesperanza, mas no se rindieron pues el rey de todos ellos, el gran Hraesvelger, era sabio y había preparado junto a sus hechiceros su mayor plan. Los gigantes arrojaron sus armas y renunciaron a las enseñanzas de Sarenrae para sobrevivir y usaron para su favor los conocimientos que el propio Asmodeus les había enseñado en secreto de las grandes diosas. Los gigantes abandonaron la luz en sus corazones y de ese vacío surgió magias extrañas formadas por cadenas de sangre que atrayeron a las bestias de la dama oscuras a sus armas y las selló en su interior. En los garrotes de los gigantes de las colinas se guardaron los subalternos, en las hachas de los gigantes de escarcha a los oficiales, en las espadas largas y de joyas incrustadas los generales y en el mandoble del rey, el que una vez guardó el símbolo de Sarenrae, se guardó a Lilith. Las bestias abandonaron así el campo de batalla pero Lilith, viendo que iba a ser tomada y recluida, maldijo a las cuatro razas con una horrible enfermedad y de sus labios negros como la obsidiana una miasma rodeó a los ejércitos de luz y prometió que en su madurez todos y cada uno de ellos verían sus cuerpos cubiertos con pustulas y su vida, al igual que una flor que crece en tierra mancillada, jamás germinaría hasta su plenitud. 

Mas las cuatro razas no sintieron cambios en sí y volvieron a la lucha, ahora sin sus enemigos más poderosos. Ahora las bestias estaban solas, no podían defenderse y su liderazgo había desaparecido. Lo que otrora fue una batalla que parecía interminable se convirtió en una masacre y finalmente, tras años de persecución, las cuatro razas aplacaron el mal que asolaba la tierra de Ban-Tenya. Cuando la batalla cedió, las cuatro razas volvieron a sus antiguas vidas, seguros de que ahora podrían disfrutar del paraíso que habían recuperado, pero no tardó mucho en truncarse su felicidad, pues las palabras de Lilith no fueron en vano y pronto la maldición se tomó la vida de muchos de ellos.

Los cambiantes se ocultaron en el bosque para buscar una cura a su maldición, los veldakens fueron a los valles más profundos para resguardarse de futuras amenazas, el rey de los gigantes de la tormenta, el único superviviente de los grandes reyes de los gigantes, tomó en cuerpo de Anga Istyar, aún viva y en eterno sufrimiento, y lo llevó a Calleb Dhur, donde los gigantes formaron su nuevo hogar bajo un único lider, y los tritones, pese a haber sufrido, volvieron a las costas y a la tierra, con el efímero propósito de curar las cicatrices que ahora existían en el mundo. Las cuatro razas con el tiempo se fueron distanciando, aislándose lentamente hasta olvidarse de las demás mientras la maldición no solo carcomía sus cuerpos sino sus mentes. Muchos abandonaron las enseñanzas de la diosa y en lugar de esperanza solo vacío quedó. 

Cuando acabó la guerra, Selûne y Sarenrae lloraron al ver el estado de su creación y cedieron a los deseos del resto de dioses, Ban-Tenya ya no era un paraíso y permitieron al resto de razas acceder al mundo. Humanos, enanos, elfos y medianos crearon grandes barcos de madera blanca y viajaron a Ban-Tenya por designios de los dioses y tras años de viaje alcanzaron las arenas blancas de la tierra y la llamaron Ban-Oefrilien, la Tierra más allá del océano, y crearon reinos por todo el continente, dando lugar así a la primera edad del mundo como lo conocemos.

sábado, 29 de mayo de 2021

La Batalla de los Heraldos (1/2)

Antes del reinado de los hombres y el consejo de los magos rojos, antes del exilio de los gigantes y la decadencia de su sangre, antes de que la tierra se plagase de cuerpos y el suelo se tiñese de rojo para el deleite de los cuervos, antes de que el mundo fuese mundo y el todo estuviese completo, solo existía el vacío y del vacío surgió Selûne, la dama de la luz plateada, y que muchos rinden culto bajo el nombre de Ihys, el señor de la llama dorada, y Shâr, la dama de la niebla y la oscuridad y que muchos conocen con el nombre del Tejedor de Sombras.

Ambas deidades deseaban un mundo que cubriese el vacío del que habían surgido, un mundo en el que la vida pudiese florecer y crecer acorde a sus deseos. Selûne y Shâr crearon la luz y la oscuridad para llevar a cabo su trabajo, mas Sêlune deseaba un mundo bello y brillante, donde la luz cubriese la tierra y su calor y resplandor llegase a los confines del mundo, y Shar deseaba un mundo frío y oscuro, donde la niebla violeta alcanzara los picos más altos de las montañas y el rocío de la noche acompañase a sus hijos como un abrazo de cuna. Los dos entes discutieron durante evos con el fin de llevar a cabo su visión pero nunca alcanzaban un acuerdo, pues la luz es contraria a la oscuridad y la oscuridad no puede existir si la luz vive. Las palabras y pensamientos llevaron a la lucha y la lucha creó tormentas cósmicas cuya fuerza tergiversó la propia realidad y en golpes que llenaban el vacío de furia y miedo. Nadie sabe cuánto duró aquella batalla ni nadie lo sabrá jamás, pero de su final inconcluso surgieron los dioses menores, dioses de luz y oscuridad a los cuales el mundo reza, y el vacío dejó de ser vacío para convertirse en el universo. Millones de planetas y cuerpos celestes tomaron su legítimo lugar en el mundo y Sêlune y Shar vieron que habían creado el mundo aunque no eran como habían soñado, y ambas decidieron ceder su lucha pues no deseaban la destrucción de su propia creación.

Los dioses menores aplaudieron la decisión de sus creadores y entre todos formaron Abeir-Toril, el mundo antiguo, el equilibrio perfecto entre luz y oscuridad que poblaron con las razas antiguas, los monstruos y las bestias. Las grandes damas habían cesado su lucha y ambas gobernaban sobre su creación, pero Selûne albergaba tristeza en su corazón, pues había deseado un mundo solo para ella y en su ambición creó en secreto la tierra de Ban-Akhor, la Tierra de la Luz Eterna, que estaba separada de Abeir-Toril por el gran océano, y a la guardiana de aquel mundo separado, Sarenrae, la Semperclara, cuyas alas de luz curaban la tristeza y el dolor de aquellos que lo necesitaban y cuya espada flamígera derrotaba a las sombras antes de que pudieran dañar la tierra. Selûne y Sarenrae formaron las montañas, los ríos, los valles y las cavernas de Ban-Akhor y una vez acabaron su labor poblaron su paraíso con las cuatro razas de Ban-Akhor: los veldakens, quienes se asentaron los valles del sur y dedicaron sus vidas al estudio y el deber, los cambiantes, quienes corrían y cantaban libres y felices por los bosques y selvas, los gigantes, nacidos de la piedra, el fuego, el hielo y los cielos, dueños de las montañas y maestros de las artes y cuya artesanía no tenía digno rival entre las demás razas, y los tritones, que vivían en las costas y dividieron su vida entre la tierra y el océano asegurándose que la vida florecía y el mal no los asolaba. El mundo vivió libre y sin conocer la oscuridad, protegidos eternamente por la Sempeclara que los nutrió y les instruyó en sus artes y enseñanzas y les cuidaba con ternura y cariño desde su nacimiento a su muerte.

Ban-Akhor fue un paraíso por generaciones, oculta en secreto del resto de deidades bajo la tutela de Sarenrae. Pero Asmodeus, señor de los infiernos, que había estudiado el cosmos y cuyos ojos alcanzaban toda la creación, vio que la luz de Sarenrae le cegaba e impedía ver más allá de esta y el archidemonio, llevado por la codicia y la curiosidad, se enfrentó a la portadora de la espada flamígera para conocer sus secretos. El fuego blanco y el fuego oscuro chocaron y de aquel conflicto surgieron estruendos y calamidades que retumbaron por todo el universo y Asmodeus, pese a que no fue capaz de abatir a la Sempeclara, consiguió plantar la semilla de la intriga en el resto de dioses, que descubrieron así el secreto que por tanto tiempo habían ocultado.

Los dioses enfurecieron al conocer aquella tierra gobernada por la luz y sin tinieblas, pues era una afrenta contra el resto del cosmos y una violación de la paz que las grandes creadores habían acordado, y Shar, llevada por la ira, maldijo la tierra de Ban-Akhor y de las montañas y valles donde las tinieblas jamás habían tomado forma, surgieron seres de humo oscuro y llamas negras y asolaron así el que una vez fue el paraíso que Sarenrae había jurado proteger y Ban-Akhor dejó de llamarse Ban-Akhor una vez la oscuridad alcanzó la luz y se llamó Ban- Tenya, la Tierra de los Llantos.

Aquellos seres, entes sin forma ni cometido más allá de la destrucción, corrompieron la tierra y plagaron los corazones de sus habitantes de desesperanza. Selûne y Sarenrae fueron obligadas a ver la destrucción de su creación incapaces de actuar bajo el mandato de los otros dioses, ya que si así lo hacían, una nueva guerra nacería en el cosmos y la creación sería destruída. Así fue como Sarenrae, incapaz de actuar por su cuenta, mandó en secreto a Anga Istyar, Heraldo de Hierro, su más fiel sirviente y guerrero a combatir el mal que asolaba el mundo que había amado, y sus alas se tornaron rojas de la sangre de los seres de niebla que arrasó y sus gritos de guerra inspiraron a las cuatro razas que poblaban Ban-Tenya a defenderse de la progenie de Shar, pues sabían que Sarenrae no los había abandonado y seguía cuidando de ellos.

Ban-Tenya dejó de dormir frente a la oscuridad y con su esfuerzo y coraje hicieron retroceder a la sombras y con sus esfuerzos hubieran conseguido extinguirlos, mas Asmodeus vio que Sarenrae había enfrentado en secreto a la oscuridad y, puesto que ninguna deidad o demonio podía actuar en el conflicto, moldeó a partir de miedo y sombras a sus propios heraldos: Lilith, Madre de Sombras, y Caeb, Padre de Tormentos y les dió parte de su propio poder para que pudieran hacer frente a Anga Istyar.

Lilith era hermosa y bella, de piel gris ceniza y labios de obsidiana, vestida con plumas negras y mantos de esencias grisáceas, con una corona de cuernos rojos y seis alas como las de Anga Istyar, marcadas con el fulgor de las profundidades del Infierno. Caeb era un ser monstruoso, cuya cabeza se asemejaba a la de un dragón, con cuerpo cubierto de escamas negras similar al de un león y una larga cola serpentina de fuego azul y de cuya boca surgía saliva de mercurio y aliento de veneno. Las sombras volvían a tener una oportunidad contra la luz y los tambores de guerra volvieron a sonar una vez más, pues ambos ejércitos se habían cansado de una lucha eterna sin vencedor y ambos se reunieron a sus tropas bajo las faldas de Calleb Dhur, la Montaña que alcanza el cielo, a fin de acabar el conflicto y aplastar a su enemigo, sin saber que sería el fin de ambos.

sábado, 20 de marzo de 2021

El Dragón Durmiente

 Mi cabeza es una gran caverna capaz de albergar tesoros y horrores. Está dividida en salones dentro de salones, amplios como las grandes praderas y profundos como el abismo de los hombres, con galerías tan altos como montañas y pasadizos estrechos para que nadie salvo yo pueda pasar por ellos.

En sus salones hay ideas para miles de mundos fantásticos, cuyos dioses y habitantes jamás han pisado nuestro mundo, lores antiguos como el origen de los tiempos y nuevos como una vida que llora por primera vez. En sus galerías, poemas de amor y palabras para un amigo necesitado, en sus cofres, recuerdos pasados y casi olvidados, y tras sus puertas selladas con cadenas y cerrojos de acero templado, peligros y memorias que desearía haber olvidado. Y entre tesoros y reliquias, entre oscuridades y secretos, un dragón durmiente se ha hecho el amo de todos ellos.

Mi dragón no tiene alas, su piel no está cubierta por escamas duras como el acero ni escupe fuego por su boca, pero es más terrorífico que cualquier sierpe de la que haya leído. Mi dragón no secuestra princesas, no atemoriza a los locales ni lucha contra caballeros en brillante armadura, pues no es un dragón que uno vea como un obstáculo a superar, es un muro inescapable.

Mi dragón es un ser amorfo de niebla negra que habita durmiente en mi cabeza a la espera de despertar. Se oculta entre recuerdos y momentos felices, invisible a mi ojo, pero su respiración fuerte como los huracanes marca su presencia y me impide ignorarlo. No respira porque lo necesite, lo hace para hacerse notar, para recordarme que está ahí, para demostrar que no se ha ido, para amenazarme con su mera existencia, para expresarme que jamás se irá y que la caverna que habita será su guarida eterna.

Su hambre es voraz. Come y come hasta acabar con todo lo que encuentra. Su ira es ardiente y efusiva, no distingue aliado de enemigo, y no puedo sino mirar mientras destruye los tesoros que tanto ansía. Pero, por mucha hambre que sienta, por mucho que la ira le consuma, mi dragón no despierta por algo tan trivial. Mi dragón espera paciente al momento perfecto, al momento en el que sabe que su daño es mayor, al momento en el que menos le deseo.

Mi dragón solo despierta cuando soy más vulnerable, cuando todo a mi alrededor se desmorona, cuando el sendero se vuelve oscuro y las paredes de mi caverna tiemblan a punto de caer. Es solo entonces cuando abre sus serpentinos ojos, esos horribles ojos ámbar de color de las llamas. Cuando despierta, sus fofas patas le yerguen e hincha los pulmones para soltar un grito voraz que anuncia su regreso y el inicio de su matanza. Sus colmillos desgarran mis mayores pasiones, sus garras aplastan los recuerdos que más atesoro, su cola destroza mis galerías y columnas para hacer caer el techo de mi caverna y yo, inmóvil, solo puedo contemplar horrorizado mientras acaba con todo a su paso. Solo puedo esperar pacientemente a que acabe con su pérfida cruzadas y no puedo sino llorar cuando vuelve a dormir, preparado para volver a emerger cuando su momento llegue de nuevo.

El techo de mi caverna ha sucumbido muchas veces y siempre lo he reparado. Las paredes de mi caverna se han resquebrajado y yo siempre las he sellado. He cosido mis recuerdos, he tejidos mis memorias con los restos que han quedado, he reparado lo que una vez estuvo roto y he vigilado los salones de mi caverna, vigilante a su llegada, seguro de que volverá a despertar y aterrado de saber si su nuevo despertar es demasiado para mí, si no seré capaz de reparar lo que destruya.

Nunca sé qué le despertará la próxima vez: una pelea, una discusión, un malentendido, un miedo que creí olvidado… Tan solo puedo esperar paciente a que despierte. No sé cuándo ni cómo, solo sé que lo hará.

En mi cabeza hay una caverna donde guardo mis recuerdos y deseos y en ella un dragón gobierna sobre ellos. Mi dragón ve mi cabeza como su reino y mis recuerdos su posesión. Tiempo hace desde que habita en mí y a veces pienso que jamás se marchará, que estoy condenado a este castigo, pero no le dejaré, no mientras luche por evitarlo. Cada día que pasa respiro más tranquilo, cada esfuerzo que hago por mejorar hace más ligeros mis hombros. Lento y difícil avanzo hacia el camino que deseo con cada paso que doy. Cada paso duele como mil agujas en mi piel, cada gota de sudor en mi frente es pesada como una piedra a mi espalda, pero no por ello dejo de caminar.

Mi dragón no tiene alas, su piel no está cubierta por escamas duras como el acero ni escupe fuego por su boca, pero es más terrorífico que cualquier sierpe de la que haya leído. Mi dragón no secuestra princesas, no atemoriza a los locales ni lucha contra caballeros en brillante armadura, pues no es un dragón que uno vea como un obstáculo a superar, es un muro inescapable. Pero quizás no sea un muro tan alto, quizás no sea tan empinado o duro. Quizás algún día pueda acabar con él.

En mi cabeza hay una caverna donde guardo mis recuerdos y deseos y en ella un dragón gobierna sobre ellos. Y algún día, el dragón se irá y, finalmente, podré respirar en paz.

domingo, 28 de febrero de 2021

Hola, Capitán

El capitán Connor no esperaba haber sobrevivido tras la destrucción de la nave auxiliar en la que viajaba. Tampoco esperaba haber caído en ese planeta. Se despertó en una cama de heno, con ropa desfasada y apolillada. Le dolía la cabeza, pero igualmente se incorporó y se puso a investigar.

Buscó en los cajones, pero no encontró tecnología superior al NT5 y eso le preocupaba. Estaba claro que no tendrían vehículos para que volviese a Laguna.

Un hombre reptil abrió la puerta y sonriente, o todo lo sonriente que puede estar un terópodo, le da un apretón de manos.

- Que bueno verle despierto, Capitán, que Dios lo guarde en su gloria.

"Empezamos bien" le salió de forma casi instintiva ese pensamiento. Después se llevó la mano a la chapa que colgaba de su cuello y que lo vinculaba al ejército. Parece que ellos entendían la importancia de su rango, aún habiéndolo desnudado.

El hombre se llamaba Jairo y era el alcalde de aquella comunidad llamada Jamish. Le ofreció además de una cama, su mesa. Junto a su familia, Jairo "bendijo" la comida, sea lo que se sea que signifique eso. Se fijó en la ropa que llevaba su mujer, un vestido largo y cofia sobre la cabeza.

Comió en silencio, mientras la familia hablaba sobre el campo, un inminente festival de la cosecha y los retrasos en el último pedido de suministro.

Al terminar, lo llevaron junto a lo que parecía una patrulla vecinal. Portaban unas armas de fuego rudimentarias, de munición de casquillos, algo de lo que Connor sólo había leído en la Holonet.

- Hola, Capitán -saludó amablemente quien parecía líder de aquel grupo-. Vamos a llevarle a hacer la Ronda, para que vea el pueblo y los instrumentos que emplea el demonio para hacernos dudar del señor.

Definitivamente aquello parecía una secta y lo habían aceptado como parte de ellos y para algún plan que todavía no le explicaran. Interaccionaban con él como si le conocieran de hace mucho, esa cercanía genuina lo ponía nervioso.

En el pueblo una treintena de casas eran habitadas por familias, muchas de ellas haciendo vida en el exterior. Por la celebración que había oído hablar en la comida, la gente se encontraba colgando pancartas y preparando mantos de flores. Tampoco vio entonces rastros de naves o vehículos más allá de carretas de tracción animal.

Connor siguió el paso con los hombres armados y pasaron junto a una casa con una vieja antena. Preguntó con timidez, sintiéndose cohibido por la extraña situación. Por lo que le explicaron, no tenían medicamentos y muchos bienes que también debían traerse de fuera, para lo cual pedían perdón a su dios por tener que caer en el pecado de la tecnología. El capitán tras esta disparatada respuesta, prefirió no realizar ninguna otra pregunta.

La Ronda comenzaba en el exterior del pueblo, en la entrada al bosque. Tenían un sistema precario de alarma compuesto por cuerdas y cerámicos, con la idea de que lo que quiera que viviese en el bosque hiciera mucho ruido y alertase a los pueblerinos.

Tenía muchas cuestiones en su cabeza, pero sabía que no sacaría más que evasivas como que las criaturas del bosque son castigos divinos, así que guardó silencio, aceptó una escopeta y entró con ellos en la espesura.

Empezó a entender a qué se enfrentaban: había útiles en el suelo y rastros de lo que parecía un campamento improvisado. Era evidente que sus enemigos eran civilizados, quizás bandidos.

En cuestión de minutos fueron emboscados. Se trataba de mujeres reptilianas, luchando con sus garras y dientes. Se negó a atacar. Se escondió y se limitó a estudiar a esas bestias. El combate tras un par de bajas, terminó con la huida de las atacantes. Se apartó de sus compañeros y trató de encontrarse con una de esas hembras.

- Hola, Capitán -oyó-. Una vez también lo fui. Pasé mi juventud sirviendo al ejército imperial.

El Imperio de los reptilianos tenía una armada temible y gran tecnología, pareciendo todo lo contrario viendo lo que había en este planeta. La extraña voz continuó, explicando que el alcalde Jairo arrastró a muchas familias y amigos a vivir en esa comuna, bajo las enseñanzas de un libro que se encontró en unas maniobras.

Tratando de huir de aquella vida, Jairo condenó a muerte a sus maridos y ellas fueron condenadas al ostracismo. Tuvieron que dedicarse al saqueo para sobrevivir mientras Jairo engañaba a más extranjeros a unirse al conflicto armado.

Connor accedió, sin que se lo hubieran pedido, a sacarlas de allí y denunciar lo sucedido a las autoridades imperiales. Se escondió con ellas a esperas de que llegara el encargo desde fuera del planeta, la nave de suministro de la que oyó hablar durante su última comida. Fue una información crucial pues independientemente de a quién se aliase al final, esa nave sería su única forma de salir de ese pueblo de majaras.

La tripulación de la Perses no parecía muy cooperadora, pero las reptilianas prometieron mucho dinero e incluso un plus si bombardeaban o disparaban a la Iglesia de la comunidad, algo a lo que se negaron por no causar un incidente internacional.

Connor se sintió mejor cuando la Perses salió de la órbita planetaria. Se prometió que no volvería a pisar un planeta que no tuviera Holonet y que no intercambiaría palabras con ningún pueblo que requiriese la existencia de un dios para sentirse realizado.

domingo, 24 de enero de 2021

Erico Hachasangrienta: Regreso

Los goliaths eran un pueblo seco, directo, inclinados a actuar primero antes que a reaccionar, los perfectos habitantes para las tundras heladas y los picos cubiertos eternamente por nieve. El asentamiento de Pico Nubloso no era una excepción y sus habitantes conocían muy bien los innumerables peligros de su hogar: terrenos deslizantes que dejarían caer hasta su muerte al más hábil escalador, dientes de sable cuyos colmillos podían desgarrar la carne de un adulto antes de que gritase de dolor, vientos tan fríos que eran capaz de volver negra la piel de uno por abrigo que llevase encima y, si eso no era bastante, siempre había un extranjero o ser maligno que quería engañarles y acabar con ellos. Los goliaths debían apoyarse entre sí para sobrevivir y eso hicieron. No llegaban a dos docenas de habitantes en aquel conjunto de tiendas rudimentarias, pero tenían la fuerza y la capacidad de cumplir cosas que ejércitos de mayor tamaño consideraban imposibles. No había nada más fuerte para ellos que sus lazos de sangre y romperlos era un pecado mayor que cualquier mal del mundo. Erico lo sabía bien, había crecido en aquel asentamiento y volver hacía que todo su cuerpo temblase del miedo. - ¡Alto! Vete de aquí ahora que aún tienes oportunidad y no te dispararemos. Dos goliaths vigilaban el gran arco de madera plagado de runas que marcaba la entrada a su antiguo hogar. Eran jóvenes, el viejo guerrero no reconocía sus rostros ni recordaba haberlos visto crecer. Sus manos estaban enguantadas con limpias pieles de zorro blanco y sus armas no tenían dentadas ni manchas de sangre seca. Eran novatos, no habían conocido la batalla ni se habían enfrentado aún a un desafío que les pusiese en su sitio. El viejo goliath se quitó su capucha y bufanda de piel revelando un rostro que hizo retroceder unos pasos a los guardias del miedo. Pocos podían olvidar las cicatrices en la cara de Erico, marcadas sobre su piel gris y negra como arañazos en la madera vieja. Su ojo derecho, blanco y ciego, tenía una gran cicatriz vertical que llegaba hasta el labio tras un enfrentamiento con un Magen. Su cuello tenía una gran laceración de las garras de un viejo troll que había marcado su voz desde el día que la sufrió. Pero lo que más llamaba la atención del goliath era su moflete izquierdo, inexistente, que dejaba ver los dientes de su mandíbula aún con los labios sellados y cuya carne jamás terminaba de curarse. Nunca había explicado cómo se hizo aquella herida, pero todos los asentamientos de las montañas le conocían por ella y le temían por los rumores que se contaban de él. - ¿No venís a por mí directamente? – dijo Erico con su voz desgarrada y carraspera - Baba debe tenerme aún en estima pese a todo. O puede que sepáis quien soy y no os atreváis a hacer nada. - ¡Sabemos quien eres! – dijo el guardia de la derecha, jabalina en mano y con una voz temblorosa – No nos das miedo, mago. ¡La entrada te está prohibida! Vente con tus magias oscuras y… - Estás temblando. – Erico alzó la cabeza y clavó su ojo en los del joven mientras se acercaba lentamente a él. Cada paso movía la nieve que le llegaba hasta las rodillas y quebraba el sonido del viento bailando entre los picos. – No dejes que te vean temblar, será tu ruina. - ¡Atrás, no des un paso más! - dijo el guardia de la derecha mientras se acercaba a su compañero. Erico paró en seco y cambió la dirección de su mirada al otro guardia. Ella no temblaba, pero estaba nerviosa, se notaba la preocupación por su compañero en su grito. - Solo lo diré una vez más. Márchate de aquí. Si no nos haces caso, te las verás conmigo y con mi hermano. - No quisiera mancharme la capa ni tampoco quiero aprovecharme de uno inexpertos. Es cierto que se me prohibió volver al asentamiento, pero necesito hablar con Baba. Dejaré mis armas en la nieve y no tardaré más de una hora, lo juro por la lluvia y el viento. - Tus juramentos no sirven de nada, todo el mundo sabe que nadie puede fiarse de ti. Aunque te encadenásemos con los grilletes más pesados seguirías siendo una amenaza. La mirada de la goliath era segura y certera, no se separaba de los ojos de Erico salvo cuando saltaba momentáneamente para observar su manos y pies, preparada para el ataque inminente. Erico soltó un bufido de cansancio y apretó los labios frustrado por sus intentos por acabar de forma pacífica. - ¿No me dejarás pasar entonces? - Aunque mi alma abandone mi cuerpo, juro que no cruzarás ese umbral. - Entonces no me dejas otra opción. Erico dio un salto hacia atrás como la pantera que esquiva el peligro en la selva y extendió su mano hacia delante con el índice y el corazón apuntando a la goliath. La guardia saltó hacia él, jabalina en mano, preparada para el ataque de su enemigo. Había oído hablar de las hazañas de Erico, del maestro del hacha de mano y espada. Su madre le había contado historias de su época como aventurera, de los viajes que habían recorrido juntos, de los desafíos a los que se había enfrentado. Sabía todas las técnicas de su adversario y cómo defenderse de ellas, pero su rostro se tornó en una expresión de duda cuando vio que Erico no sacó ningún arma. Tan solo hizo un círculo en el aíre y soltó un susurro que no pudo oír. Y entonces todo se volvió oscuro. La goliath había caído sobre la fría nieve. Aún respiraba y no había sufrido daño alguno. Erico guardó su mano bajo la capa mientras se acercaba de nuevo al segundo guardia. El joven temblaba de temor tras haber visto como su hermana caía al suelo sin golpe alguno, le aterraba tener que imaginarse una lucha contra aquel monstruo. EL goliath extendió la jabalina hacia Erico con las manos temblando mientras veía como el anciano se acercaba lentamente a él. Cada pisada sobre la nieve sonaba como el golpe de un tambor de guerra, cada exhalación de vaho caliente le parecía el aliento de fuego de un dragón. Su corazón palpitaba con fuerza y su frente, pese a estar entre las frías montañas, estaba plagada de sudor. Erico se acercó al joven hasta el punto en el que la punta de la jabalina del joven se encontraba sobre su garganta. - Tu compañera está en el suelo. Si la dejas ahí, acabará por congelarse. Llévala hasta vuestra tienda y haz que entre en calor. El joven soltó su arma y fue rápido a ayudar a su hermana llevado por la necesidad de una excusa mientras Erico cruzaba una vez más el viejo arco de madera de su viejo hogar.