domingo, 24 de enero de 2021

Erico Hachasangrienta: Regreso

Los goliaths eran un pueblo seco, directo, inclinados a actuar primero antes que a reaccionar, los perfectos habitantes para las tundras heladas y los picos cubiertos eternamente por nieve. El asentamiento de Pico Nubloso no era una excepción y sus habitantes conocían muy bien los innumerables peligros de su hogar: terrenos deslizantes que dejarían caer hasta su muerte al más hábil escalador, dientes de sable cuyos colmillos podían desgarrar la carne de un adulto antes de que gritase de dolor, vientos tan fríos que eran capaz de volver negra la piel de uno por abrigo que llevase encima y, si eso no era bastante, siempre había un extranjero o ser maligno que quería engañarles y acabar con ellos. Los goliaths debían apoyarse entre sí para sobrevivir y eso hicieron. No llegaban a dos docenas de habitantes en aquel conjunto de tiendas rudimentarias, pero tenían la fuerza y la capacidad de cumplir cosas que ejércitos de mayor tamaño consideraban imposibles. No había nada más fuerte para ellos que sus lazos de sangre y romperlos era un pecado mayor que cualquier mal del mundo. Erico lo sabía bien, había crecido en aquel asentamiento y volver hacía que todo su cuerpo temblase del miedo. - ¡Alto! Vete de aquí ahora que aún tienes oportunidad y no te dispararemos. Dos goliaths vigilaban el gran arco de madera plagado de runas que marcaba la entrada a su antiguo hogar. Eran jóvenes, el viejo guerrero no reconocía sus rostros ni recordaba haberlos visto crecer. Sus manos estaban enguantadas con limpias pieles de zorro blanco y sus armas no tenían dentadas ni manchas de sangre seca. Eran novatos, no habían conocido la batalla ni se habían enfrentado aún a un desafío que les pusiese en su sitio. El viejo goliath se quitó su capucha y bufanda de piel revelando un rostro que hizo retroceder unos pasos a los guardias del miedo. Pocos podían olvidar las cicatrices en la cara de Erico, marcadas sobre su piel gris y negra como arañazos en la madera vieja. Su ojo derecho, blanco y ciego, tenía una gran cicatriz vertical que llegaba hasta el labio tras un enfrentamiento con un Magen. Su cuello tenía una gran laceración de las garras de un viejo troll que había marcado su voz desde el día que la sufrió. Pero lo que más llamaba la atención del goliath era su moflete izquierdo, inexistente, que dejaba ver los dientes de su mandíbula aún con los labios sellados y cuya carne jamás terminaba de curarse. Nunca había explicado cómo se hizo aquella herida, pero todos los asentamientos de las montañas le conocían por ella y le temían por los rumores que se contaban de él. - ¿No venís a por mí directamente? – dijo Erico con su voz desgarrada y carraspera - Baba debe tenerme aún en estima pese a todo. O puede que sepáis quien soy y no os atreváis a hacer nada. - ¡Sabemos quien eres! – dijo el guardia de la derecha, jabalina en mano y con una voz temblorosa – No nos das miedo, mago. ¡La entrada te está prohibida! Vente con tus magias oscuras y… - Estás temblando. – Erico alzó la cabeza y clavó su ojo en los del joven mientras se acercaba lentamente a él. Cada paso movía la nieve que le llegaba hasta las rodillas y quebraba el sonido del viento bailando entre los picos. – No dejes que te vean temblar, será tu ruina. - ¡Atrás, no des un paso más! - dijo el guardia de la derecha mientras se acercaba a su compañero. Erico paró en seco y cambió la dirección de su mirada al otro guardia. Ella no temblaba, pero estaba nerviosa, se notaba la preocupación por su compañero en su grito. - Solo lo diré una vez más. Márchate de aquí. Si no nos haces caso, te las verás conmigo y con mi hermano. - No quisiera mancharme la capa ni tampoco quiero aprovecharme de uno inexpertos. Es cierto que se me prohibió volver al asentamiento, pero necesito hablar con Baba. Dejaré mis armas en la nieve y no tardaré más de una hora, lo juro por la lluvia y el viento. - Tus juramentos no sirven de nada, todo el mundo sabe que nadie puede fiarse de ti. Aunque te encadenásemos con los grilletes más pesados seguirías siendo una amenaza. La mirada de la goliath era segura y certera, no se separaba de los ojos de Erico salvo cuando saltaba momentáneamente para observar su manos y pies, preparada para el ataque inminente. Erico soltó un bufido de cansancio y apretó los labios frustrado por sus intentos por acabar de forma pacífica. - ¿No me dejarás pasar entonces? - Aunque mi alma abandone mi cuerpo, juro que no cruzarás ese umbral. - Entonces no me dejas otra opción. Erico dio un salto hacia atrás como la pantera que esquiva el peligro en la selva y extendió su mano hacia delante con el índice y el corazón apuntando a la goliath. La guardia saltó hacia él, jabalina en mano, preparada para el ataque de su enemigo. Había oído hablar de las hazañas de Erico, del maestro del hacha de mano y espada. Su madre le había contado historias de su época como aventurera, de los viajes que habían recorrido juntos, de los desafíos a los que se había enfrentado. Sabía todas las técnicas de su adversario y cómo defenderse de ellas, pero su rostro se tornó en una expresión de duda cuando vio que Erico no sacó ningún arma. Tan solo hizo un círculo en el aíre y soltó un susurro que no pudo oír. Y entonces todo se volvió oscuro. La goliath había caído sobre la fría nieve. Aún respiraba y no había sufrido daño alguno. Erico guardó su mano bajo la capa mientras se acercaba de nuevo al segundo guardia. El joven temblaba de temor tras haber visto como su hermana caía al suelo sin golpe alguno, le aterraba tener que imaginarse una lucha contra aquel monstruo. EL goliath extendió la jabalina hacia Erico con las manos temblando mientras veía como el anciano se acercaba lentamente a él. Cada pisada sobre la nieve sonaba como el golpe de un tambor de guerra, cada exhalación de vaho caliente le parecía el aliento de fuego de un dragón. Su corazón palpitaba con fuerza y su frente, pese a estar entre las frías montañas, estaba plagada de sudor. Erico se acercó al joven hasta el punto en el que la punta de la jabalina del joven se encontraba sobre su garganta. - Tu compañera está en el suelo. Si la dejas ahí, acabará por congelarse. Llévala hasta vuestra tienda y haz que entre en calor. El joven soltó su arma y fue rápido a ayudar a su hermana llevado por la necesidad de una excusa mientras Erico cruzaba una vez más el viejo arco de madera de su viejo hogar.