sábado, 15 de junio de 2019

Expedición

          Cerró la maleta después de repasar mentalmente que estaba todo lo que iba a necesitar para la próxima expedición. O lo imprescindible, al menos. Miró desanimada la montaña de libros que tenía pendientes y que solo hacía crecer y crecer, a medida que el profesor McCloud los mencionaba como lecturas obligatorias para cualquier interesado en la antropología. De hecho, en ese montón de libros estaba el que había escrito su padre durante aquel viaje en el que lo dieron por muerto.
          Quiso levantar la maleta, pero solamente podía arrastrarla por el suelo. Salió de su habitación, la dejó caer por las escaleras y esperó en el recibidor hasta que la fuesen a recoger. El coche fue puntual y en él esperaba su otra compañera, aquella bajita y rechoncha mujer que hablaba siempre tanto. Suspiró hastiada: no iba a poder dormir durante el viaje.
          Rachel se subía una y otra vez sus gafas. Resbalaban por su nariz sudorosa mientras ametrallaba con datos de la expedición a una cada vez más cansada Amy. Esta optó por ignorarla y pensar en el profesor McCloud, con quien se reunirían. Su ancha mandíbula y su poblado bigote le resultaban irresistibles. Estudiaron juntos en el instituto, pero él fue avanzando de cursos con rapidez y cuando entró en la universidad, Edward McCloud ya era su profesor. Y Rachel su ayudante.
          El coche se paró y el chófer les ayudó a bajar las maletas. La avioneta era más pequeña de lo que pensaba. Amy se sintió decepcionada. Quizás sus expectativas eran demasiado altas, siempre se dejaba camelar por su profesor favorito. Para él todo era emoción, aventura, ruinas extrañas, misterios por resolver y fama inconmensurable. En su primera expedición comieran grillos (¡grillos!), durmieron entre gallinas, casi se mueren de frío en la montaña y fueron perseguidos por un oso.
          Edward estaba allí, acabándose un puro. Sonrió de manera sincera y ayudó a las mujeres a cargar sus maletas. El piloto llegó poco después. No les acompañaría, sino que simplemente los iban a dejar a escasos kilómetros del poblado indígena donde pasarían la primera noche. En ese poblado estaría Joan, una mujer tan grande como un armario. La universidad siempre contaba con ella para que hiciera de guardaespaldas: era fiable, dispuesta a viajar a cualquier parte del mundo y su resistencia a los venenos era conocida.
          El viaje fue pesado y aburrido. Amy estaba agotada. La misma información que Rachel escupió en el coche fue repetida por el profesor, por lo que no pudo pegar ojo. Se quedó dormida cuando ya se avistaba la selva desde las ventanas de la aeronave y cuando por fin sus acompañantes se habían callado.
          Cuando despertó, ya era de día y estaba sobre una cama de hojas y solo con ropa interior. Avergonzada, buscó su ropa, pero en aquella cabaña no había nada más.
          Joan entró en la cabaña y ante la desesperación de Amy, solo sonreía. Le devolvió su ropa y reveló que fue ella quien la cargó y la desnudó. “Hace demasiado calor como para que lleves eso, niña” le espetó. También le entregó su maleta, que permanecería allí hasta el fin de la expedición, porque Joan le dejó claro que no podrían cargar con aquello. “Sólo lo imprescindible” le dijo su querido Edward. “Sólo lo imprescindible” imitaba burlona Amy mientras revisaba qué llevarse con ella en la jungla. Se colocó el machete a la cintura. Se llevó la yesca y el pedernal, la olla para hervir agua, la mochila ya remendada, la cuerda… en la maleta ya solo quedaba sus vestidos y el maquillaje. Joan dio el visto bueno a su elección de objetos y dejó que fuese a desayunar. El desayuno consistía en un extraño té y una extraña tortita hecho con algún cereal (aunque por su mente pasaban imágenes de grillos molidos y guarradas por el estilo).
          La selva es cálida y húmeda. Con lluvias intermitentes e intensas. Era imposible no sentirse como estar enrollado en una sábana mojada. La primera parte del recorrido estaba despejada, pero Joan, al corriente ya de la ruta, tuvo que empezar a abrirse paso a la fuerza entre los matorrales. Amy no soltó su machete: las lianas y las plantas se enredaban en sus piernas, cosa que la incomodaba.
          Al tercer día de viaje ya no tenían nada de qué hablar. Hasta Rachel había enmudecido. Con los ruidos de la jungla tan solo se escuchaba su avance. Así como sus respiraciones pesadas. Amy se llegó a preguntar si era posible que Joan se hubiese equivocado pero la seguridad con la que daba indicaciones, no parecía que sucediese eso.
          Edward les mandó parar. Echó la cabeza entre la vegetación y exclamó “¡Aquí es!”. Y aquí era: un templo hecho de piedra los esperaba, pero debían bajar al menos diez metros. Si avanzaran a ciegas se hubieran precipitado desde aquella altura. Nada bueno.
          Amy ofreció su cuerda y se aseguraron de que los árboles eran lo suficientemente fuertes como para soportar su peso. El nudo lo había hecho ella misma, su padre se los enseñara como pasatiempo, puesto que nadie se imaginaba que la dulce y educada Amy quisiera seguir los pasos del famoso y reputado Andrew Collins. A él le pillara tan de improvisto que su primera reacción fue impedirle que estudiase en la universidad. Se matriculara un año más tarde por esta “pataleta”. La pataleta duró cinco años entre libros de antropología y unas cuantas expediciones. Sabía que en el fondo su padre estaba orgulloso de ella.
          El templo era de una planta. Con un altar con sangre seca en el centro y poco más. No estaba cubierto y parece que jamás lo estuvo. Las plantas habían deteriorado seriamente aquella construcción, pero aun así era sólida.
          Se les hizo de noche en aquel sitio. Tomaron muchísimas notas y Edward habría aprovechado el momento para dar lecciones sobre ritos religiosos y funerarios de las culturas aborígenes. La información en realidad era una sucesión de supuestos y teorías, pero tenían mucho sentido. No para Joan, que estaba allí para asegurar la supervivencia del grupo no para oír “historias”.
          Amy no dudaba de las palabras de su maestro, pero esta construcción parecía más reciente que los templos y estructuras que describía. No parecía que el templo fuese hecho por gente como la que vivía en el pueblo que los recibió. No había tampoco restos de flechas, pinturas o nada más: solo paredes y el altar. Hecho sin la dedicación y esfuerzo que se esperaría de una instalación así.
          Los insectos subían por sus rostros y se metían por su ropa. Ya estaba acostumbrada pero no por ello le daba menos asco. Se sacudía molesta. Al aire libre sin árboles cubriendo el cielo, la luz de las estrellas y la luna no le dejaba pegar ojo. Vio una luz cerca del altar. Pensó que se debería a algún cristal o elemento reflectante que se pasaron por alto.
          Sus párpados se caían debido al sueño, pero ya no podía dormir. El destello se movía. Empezaron los susurros. Se obsesionó con ellos. Voces que se interrumpían y solapaban. Se levantó sobresaltada “¡Callaos ya!” gritó a Edward y al resto. Pero ellos estaban callados. No estaba segura si había llegado a gritar o solamente lo había imaginado. Las voces continuaban.
          Los reflejos hacían que la estancia fuese iluminada de una luz blanca. Entre aquellas paredes se veía con tanta claridad como si fuese de día. Amy miró al cielo: era de noche y sobre ella estaba la luna. Notó como unas manos agarraban sus brazos. Quiso apartarlos. Debían ser imaginaciones suyas.
          Amy contó hasta diez, se tranquilizó, regularizó su respiración y quiso buscar una explicación razonable. Debía ser un sueño. Una pesadilla más bien, porque solo podía sentir miedo y angustia. Se acercó al altar y al otro lado vio a un hombre. Una de las voces que oía era la suya. Repetía lo mismo una y otra vez. Se quiso centrar en esas palabras. Cada vez eran más nítidas y era capaz de separarlas de las demás. Eran palabras en portugués. Eso confirmaba que aquello no era obra de los nativos, sino de portugueses. A su espalda fue formándose más gente a partir de las luces. Las percibió finalmente como si fueran personas de verdad. Todos lusos. Sus oraciones incluían frases cristianas, frase del latín. Recordaba algunas de su niñez en el convento.
          Aquellos portugueses llegaran en expediciones posteriores a la de Colón. En algún momento aquella gente había inventado algún culto o adaptado alguno que vieran durante su estancia. Por fin entendió la relevancia de aquel templo y porqué estaban allí. Cerró los ojos y siguió tomando nota mentalmente, olvidando que hace escasos minutos para ella esto era un sueño.
          Al abrirlos era de día, sus compañeros no estaban y ella no era ella. Su piel era oscura, parda, como la de una nativa. Estaba desnuda y esos pechos descubiertos no eran suyos. Sus manos eran más pequeñas y sus pies anchos.
          El portugués del altar tiró de ella y apoyó su cabeza sobre aquella piedra. La sangre era reciente y no seca como la recordaba. Se sentía como una marioneta en las manos de aquellos hombres. Oía su propio latido en sus oídos. Le inundó la angustia y el terror. Gritó con todas sus fuerzas. Su cuello fue cortado y la sangre brotaba de su garganta.
          Edward se abalanzó sobre Joan, apartándola del altar. Amy se separó de allí agarrándose el cuello. El corte no era profundo, al ser su agresora inmovilizada. Joan parecía confundida, sus ojos se movían, como temblando. Estaba en shock. Lo que consiguió decir eran frases en un perfecto portugués. De los pocos sitios donde Joan jamás había estado era Portugal.
          Era todavía de noche y después del susto Rachel lloraba desconsoladamente, Amy intentaba cubrirse la herida, Edward estaba sentado sobre Joan y esta seguía disculpándose en un idioma que no podía conocer.
          Todos tenían claro que había que buscar una explicación a lo que había sucedido. Amy salió por un momento de la construcción. No podía pensar con el altar a escasos metros de ella.
          Edward soltó a Joan. Estaba ya menos tensa. Esta se sentó en el suelo, sin reaccionar. Miró a Rachel que se limpiaba los mocos con trapos de una muda que tenía guardada para emergencias. La emergencia estaba clara, el que se usase como pañuelo era otro asunto. ¿Amy? ¿Dónde estaba Amy? pensó el profesor alarmado. Gritó su nombre varias veces y dio un par de vueltas por la construcción. Sus gritos empezaron a ser lamentos. La desesperación era evidente. Entonces escuchó un gruñido. Un puma se dejó ver. Salió de entre la vegetación con un trozo de tela en la boca: la ropa de Amy.
          El profesor McCloud retrocedió sin darle la espalda y se metió de nuevo dentro del templo por un hueco entre las erosionadas piedras. Agarró a Rachel y a rastras la llevó al centro de la habitación. La sentó sobre el altar. Húmedo de la sangre de la desaparecida y posiblemente comida Amy. Joan se percató de que algo estaba pasando y empezó a cagar su arma. Un revolver. Edward no sabía si confiar en ella tras casi asesinar a Amy, pero tampoco tenían muchas opciones. Le explicó que era un puma. Dónde está Amy preguntó ella. Se hizo el silencio. 
          El puma era sigiloso, pero no lo era la maleza por la que pasaba. Rodeaba aquel templo con tranquilidad. Como si estuviese disfrutando de cada momento. Entonces los reflejos volvieron a la estancia. Las voces los afectaron de nuevo. Joan le entregó con urgencia su arma al profesor, asustada: no quería dañar a ninguno de los dos, así como no quiso atacar a Amy.
          Ahora que no estaban dormidos, Rachel y Edward intentaban oír algo coherente entre todo lo que le decían. “Abre paso al nuevo mundo” tradujo el profesor. “Las luces del firmamento nos guiarán”.
          Rachel chilló, histérica, al ver al puma. El puma también se asustó, pero no de ellos o del grito de la aterrorizada ayudante. Los reflejos tomaron forma. Eran unos diez hombres más el del altar. El grupo se asustó cuando se materializaron a su lado. Edward quiso dispararle al más cercano, pero le temblaba demasiado el pulso. “Dios nos ha entregado la inmortalidad”.
          Esta frase fue haciendo eco en su cabeza. “Dios nos ha entregado la inmortalidad” le dijo ese extraño ser creado desde la luz de la noche. El eco seguía y seguía. “Dios me ha entregado la inmortalidad” soltó finalmente él.
          Rachel se apartó, al oírlo. Algo no iba bien. Arrastrándose, se agarró con fuerza a una Joan perpleja que se sentía cada vez más pequeña y débil. Edward se tranquilizó. Aquello de repente lo sentía como algo normal, lógico y real. “Dios me ha entregado la inmoralidad” exclamó al cielo. Se llevó el revólver a la cabeza y disparó. Su cuerpo calló al suelo: Dios no le había entregado nada.
          La vista de Joan se nubló por sus propias lágrimas. Abrazó con fuerza a su compañera. Su única compañera. “Tenemos que irnos ya” pensó en alto. Levantó a Rachel con violencia, la empujó para que pasase por el lado del cuerpo del profesor y se llevó el arma. Aún tenía para cinco disparos y tenía consigo más munición. 
          Hizo subir a Rachel por la cuerda. Empujándola para que avanzara con rapidez. Sus nervios, la oscuridad de la noche y su estado físico no le dejaban hacerlo. Empujón tras empujón, llegaron hasta arriba. El templo seguía iluminado por la luna.
          Joan se apoyó contra un árbol, respiró profundamente y en su cabeza, como ejercicio para recuperarse de la locura del momento, empezó a recordar las palabras de sus instructores en el ejército. Rachel se acercó a ella y la abrazó. Confiaba plenamente en ella. Esto la trajo a la realidad y la reconfortó. Tras tomar el aire, volvieron por la ruta que los condujo a aquel lugar maldito. “Los portugueses llegaron a estas tierras y encontraron en los nativos la llave para acercarse a Dios. Hicieron suyos algunos ritos y erigieron su templo, quizás a escondidas de los demás” explicó Rachel. Joan admiró por un momento a su compañera; ella era incapaz de realizar un análisis bajo tanta presión. Aunque ese análisis no explicaba las luces ni cómo fue un títere de los fantasmagóricos lusos, estando a punto de matar a una mujer que en realidad era Amy.
          Quedaban tres días y medio de viaje. Estaban sin comida al haberla dejado en el templo por las prisas, por lo que se alargaría un poco más la travesía. No podían esforzarse como la primera vez. Las luces volvieron y con ellas sus nervios y su desesperación. Sus ojos empezaron a lagrimear del miedo. Las raíces que eran capaces de salvar ahora era un obstáculo contra lo que tropezar. Oían como los portugueses se daban órdenes, como si estuvieran buscando algo. Se repartían por la selva como en una batida. Joan se llevó la mano instintivamente a la funda de su revólver. No estaba. Tampoco la funda, su ropa y útiles. Se veía diferente. También veía diferente a Rachel. Eran ahora mujeres nativas, sin apenas ropa. Eran ahora mujeres nativas corriendo por la selva perseguidas por unos portugueses. “¡Ahí están!”. Corrieron y corrieron, desviándose de su ruta y se escondieron entre la vegetación como pudieron. Empezó a amanecer.
          Con la luz del sol, los portugueses desaparecieron y ellas volvieron a ser Joan y Rachel. Pero una Joan y Rachel agotadas y asustadas como nunca. Perdieron un día en encontrar la ruta por la que vinieron. Y si supieron que era por aquel sitio fue puro milagro: a Edward se le había caído una de sus cantimploras días atrás. Pudieron beber y siguieron. Les costó dormir las siguientes noches, pero los portugueses no volvieron.
          Sus piernas temblaban de la deshidratación y del hambre, pero llegaron al pueblo. Los habitantes las acogieron. El piloto llegó casi una semana después, el tiempo que estimaban emplear para tomar notas de ese templo. Como los pueblerinos, no entendió que Edward se suicidase y que Amy fuese comida por un puma sin dejar rastro. Siendo Joan quien aún mantenía el revólver, dudó de su versión apuntándola a ella como la asesina. El piloto quiso ser prudente y le pidió que vaciara las balas. Rachel corroboró su versión, pero fue ignorada por poder ser cómplice de aquello. 
          El piloto las llevaría a casa, pero informaría a las autoridades. Joan se sentó en la avioneta, llevando consigo la maleta de la desaparecida Amy y Rachel abrazaba con cariño la del profesor McCloud.
          La policía interrogó a ambas mujeres, sin creerse lo ocurrido. 
          Rachel reanudó la actividad en la universidad tras un mes de vacaciones que el rector le obligó a tomar. Nada más allí fue corriendo al despacho del profesor a recoger sus cosas para llevárselas personalmente a su familia. Mientras no encontraran un sustituto ella estaría al cargo de los trabajos de McCloud, a quien seguía amando a pesar de su muerte. Como el obraría, dedicaría el resto del año a conseguir fondos para realizar una nueva expedición al templo: el profesor habría querido saber la verdad.
          En cambio, Joan fue directa a prisión confesando, resignada y derrotada, el asesinato de Edward McCloud y el intento de asesinato de Amy Collins, suicidándose en el aniversario de la muerte de ambos. Día al que esperaría en silencio y entre sollozos, perdiendo peso e intentando mantener la suficiente cordura para no acabar en un sanatorio mental, donde jamás tendría la oportunidad y medios para colgarse, pudiendo aun siendo presa y despojada de libertad la dueña de su muerte.


Este relato escrito por Mariola Juncal se escribió con motivo del Primer Concurso de Relatos Cortos de la página Aventuras Bizarras.

sábado, 1 de junio de 2019

Lo que yace bajo las ruinas (parte 1 de 5)

          A la atenta mirada de don José Gutiérrez Almíbares:

     Mi querido socio, te escribo estas palabras con gran pesar desde las frías paredes de mi claustrofóbica y sucia habitación del manicomio que, desgraciadamente, me he visto forzada a llamar hogar. Las horas del día pasan esperablemente lentas o imperceptibles por su velocidad dependiendo del humor con el que me ha asolado la mañana y, a pesar de que llevo más de media decena de años encerrada, creo que jamás me acostumbraré a estas sensaciones. La psicosis y los pensamientos infaustos han pasado de ser aventuras pasajeras a amantes que calientan mi día a día, tornándose en las noches dantescas en un manto que constriñe mi famélico y débil cuerpo. No sé cuánto tiempo seguiré en el mundo de los vivos, pues las fuerzas que me impulsaban a continuar desaparecieron hace mucho tiempo. Lo único que consigue que evite acabar con las oscuras verdades de las que soy portadora es la droga suministrada a diario como parte de mi tratamiento y de la cual he tenido que prescindir para escribir esta carta, pues lo que para los necios y degenerados es una paz liberadora de sus cadenas mentales, para mí es una tortura cuyos resultados soy capaz de percibir tras haber pasado sus efectos, arrastrando mi alma hasta el vacío y dejándome inerte en el colchón sucio de mi habitación para servir como la  muñeca de trapo de cualquier individuo sin falta de valores.

        Perdóneme por tanta divagación antes de abordar el tema que deseaba tratar, pero no soy capaz de encontrar el valor para escribir las palabras necesarias si no estuviesen apoyadas por la prosa que me dio tantas alegrías durante mi época profesional. Sin más dilación, he de confesarle que la razón de esta carta es que muchos de mis antiguos tutelados, y actuales empleados suyos, me han informado de su gestión reciente en nuestra revista cofundada. Nunca he tenido problemas con su dirección ya que, pese a que sus escritos nunca alcanzaron el mismo nivel prosaico que los míos y era yo la encargada de atraer lectores, siempre tuvo un ojo agudo para los negocios y más de una vez nos salvó de la bancarrota gracias a él; pero me he visto obligada a intervenir tras oír que ha contratado un joven y talentoso escritor para que termine mi novela inacaba, mi infectus magnum opus. He pasado largas noches contemplando el techo de mi celda mientras tejía pensamientos enfermizos con la búsqueda de una forma para desbaratar sus planes, y creo que esta será la más rápida y efectiva, aunque le cueste el no poder volver a dormir plácidamente durante el resto de su vida.

       Ahora mismo debe estar pensando los insultos más denigrantes hacia mi persona, insinuando para sí mismo que le estoy haciendo perder el tiempo con los celos de una escritora loca quien, en su deleznable intento por no ser olvidada, hundiría el trabajo de toda una vida. Ojalá pudiese darle la razón y atribuir esta carta a emociones tan básicas, pero le juro que el egocentrismo o la avaricia no han guiado mi pluma en estas palabras, sino el miedo más puro en su propia esencia, miedo a las verdades oscuras y los secretos ya olvidados del cosmos. Fue este horrible sentimiento el que me llevó, durante la fatídica noche del 15 de junio de 1935 y solo seis meses después de volver de Andalucía, a intentar quemar mi casa al sur de la ciudad, acción que fue interrumpida por un chivatazo al cuerpo de bomberos que siempre he sospechado producto de su mano, ya que fue la excusa perfecta para llevarme a los tribunales y acusarme de todo tipo de comportamientos denigrantes y maléficos con el fin de tacharme de loca, lo cual le dejó el camino libre de obstáculos para obtener el control completo de nuestro negocio común. Pero el pasado es el pasado, y por ello estoy dispuesta a olvidarme de ello, así como de cualquier intento futuro para recuperar lo que fue mío, siempre y cuando lea con intención las palabras aquí escritas.

         Desde que soy joven recuerdo haber sido una niña enfermiza. Mis pulmones, formados con una degeneración similar a la que tuvo mi padre en vida, me prohibían hacer ejercicios físicos exhaustivos, lo cual unido a mis dolencias mentales por las que afirmaba escuchar palabras profundas en una lengua que no reconocía, me hicieron vivir una vida apartada de los demás niños y la sociedad en general. Mi madre, viuda cuando yo tenía algo más de siete años, se encargó de mis cuidados, así como de las obligaciones laborales del negocio familiar, aunque su principal preocupación fue mantener la posición social que ocupaba nuestra familia en las élites madrileñas, desencadenando en un desprecio discreto hacia mí que nunca reconocía en público pero que yo notaba en su carácter distante y pendenciero. Durante largas tardes era encerrada en la biblioteca familiar con el fin de no causar una mala impresión a las visitas y, aunque para ella aquellos polvorientos libros nunca tuvieron valor alguno, yo descubrí mi amor por la literatura gracias a ese acto tan cruel. Los grandes autores del pasado no albergaban ningún misterio para mí antes de cumplir los quince años, y fue alrededor de aquella época cuando encontré una pequeña estantería olvidada por el tiempo. Según mi tío paterno, el cual era el único que recuerdo en conversaciones de mínima importancia, aquella colección de libros eran traducciones traídas a España desde la Península Arábiga por uno de mis antepasados que durante las guerras contra el Imperio Otomano se ganó el apodo de Abn Alshaytan, el Hijo del Diablo, ya que, según las leyendas, realizaba ritos satánicos y paganos antes de cada batalla junto a toda su tripulación, y poseía conocimientos prohibidos que le hicieron volver a casa vivo pese a que se habían testificado diversas heridas que podrían haber matado a cualquier otro soldado. Obvié las advertencias de mi tío y devoré todos los tomos referentes a arcana y a conocimientos prohibidos sabiendo con cada página que pasaba que, si se descubría mi curiosidad por el estudio de escritos tan poco cristianos, podría acabar repudiada por mi familia o incluso en un sino mucho peor. Leí con expectación los testimonios supervivientes del mago Simón, los extractos con ilustraciones del Manuscrito Voynichés, e incluso posé mis manos en una copia antigua y casi convertida en polvo del prohibido Rey de Amarillo... Pero aquel que llevó más horas de estudio y se convirtió en el único libro que mantuve conmigo hasta mi entrada al manicomio fue un libro en árabe antiguo y latín cuyo autor había sido borrado por el tiempo, el cual describía con realistas ilustraciones y textos perturbadores entes anteriores a la misma tierra, que subyugaron a la humanidad en el amanecer de los tiempos y a los que se les atribuyen cataclismos que llevaron al mismo universo a su extinción durante sus guerras cósmicas.

      Todos estos escritos y aquellos que estudié durante mis viajes permitieron que mis relatos tuviesen un encanto propio, un aura depresiva y escalofriante que me llevó a adquirir cierto nivel de famafama tanto a nivel nacional como internacional, en los que seres horrendos sacados de mi imaginario personal y los libros ocultos manipulaban al ser humano con sus poderes y magias impronunciables, llevando a los personajes a la locura y reduciéndolos a servir como la marioneta de poderes que les superaban en los aspectos más ascéticos. Y aunque me sentía orgullosa de mi trabajo y mi salud tenía una posición mejor con mi desarrollo físico y mental, me sentía vacía. Sabía que podía ofrecer algo más, algo que pusiese al mundo a mis pies, y el destino caprichoso tergiversó mis deseos y los devolvió en su forma más grotesca.

        Como recordará, a mediados del reinado de Alfonso XIII la prensa desconcertó al país cuando informó, sin haberse registrado fenómenos naturales ni ataques de los enemigos de nuestra patria, de la desaparición completa de uno de los pueblos de la zona interior de la península. La localidad de Algarrobado Mayor había sido tema de discusión durante más de cincuenta años, ya que las instituciones competentes descubrían, tras un periodo de no menos de dos años, nuevas actividades relacionadas con sectas paganas en la zona o aparecía una ola de crímenes que teñían de sangre las zonas circundantes para el beneplácito de la prensa sensacionalista. Siempre que aparecía una alerta en el lugar, el gobierno central enviaba varias brigadas de la guardia civil a realizar las inspecciones normativas para imponer de nuevo la normalidad en la localidad, las cuales no solían ser fructíferas, Ya fuese por la oposición de la población local o por los generosos donativos que recibían los cuarteles de forma anónima cuando se acercaban a un descubrimiento revelador de estos caso,. Sea como fuese, estas siempre finalizaban conel regreso de las tropas a sus puestos y el arresto como criminales y líderes sectarios al primer débil de mente o extranjero que encontrasen, los cuales, incapaces de defenderse en los tribunales, era sentenciados y condenados a vivir el resto de sus días en una celda fría y solitaria o a una muerte dura y angustiosa en el garrote vil.

         Todo el mundo se preguntaba cómo un pequeño pueblo de no más de mil habitantes podía ser un nido para tales actos pecaminosos, así como cuál era la razón para que esta zona fuese tan propensa a cultivarlos. Médicos, alienistas, historiadores y antropólogos enunciaban sus propias teorías sobre el origen de dicho mal, pero ninguna tuvo tanto peso en la población civil como la opinión de un biólogo charlatanero y codicioso de dinero, que la convenció de que la única y verdadera causa de la condición denigrante de los infames villanos eran las vetas de mercurio, anormales para el registro mineral de la zona, que se habían encontrado cerca del pueblo, el cual se filtraba en el suelo y era absorbido por los alimentos que se cultivaban allí, acelerando el crecimiento de los cultivos y produciendo una esquizofrenia temporal cuyos efectos incluían la paranoia y las tendencias homicidas. Ningún miembro de la comunidad científica en su sano juicio apoyaba la hipótesis, pero debido a la fragilidad del gobierno en aquella época y la búsqueda de una solución rápida por parte de la población civil, se envió a una plantilla de más de veinte geólogos y expertos en explosivos para que examinasen la tierra labrada por los pueblerinos y las minas de mercurio con el fin de callar las voces de turbas conmocionadas.

         El 21 de septiembre de 1922 llegaron mediante transportes escoltados los expertos, los cuales sufrieron diversos ataques e intentos de sabotaje por parte de grupos organizados de la población civil. Durante este trayecto, un miembro de estos grupos se hizo paso entre sus compañeros y descargó su revólver contra militares y estudiosos, asesinando sólo a un geólogo e hiriendo de gravedad a dos de los militares. La guardia civil redujo al hombre, así como al resto de individuos que amenazaban su integridad y prosiguieron su viaje sin altercados mayores. Tras esto, los cuarteles hicieron públicos los donativos que habían recibido durante tantos años y dejaron de realizar un trato de favor para con estos individuos, desencadenando en redadas y arrestos contra aquellos individuos que fuesen sospechosos de asamblea para conspirar contra los estudiosos o los militares.

         El grupo técnico pasó varios días encerrado en sus habitaciones hasta que el coronel Castillo, dirigente de la guardia civil en la zona, aseguró en un comunicado que no había ningún tipo de peligro contra su seguridad. Los avances de los estudios llevados a cabo se publicaban de forma semanal en los diarios en lugar de los boletines científicos, pues los medios de comunicación habían pedido acceder a esa información debido al peso social que tenían aquellas investigaciones. Durante las primeras semanas se dedicaron al estudio de campos de cultivo, obteniendo resultados elevados en el porcentaje de mercurio en aquellos campos más al sur, pero no en cantidades suficientes como para indicar un posible envenenamiento de los cultivos. Pese a estos resultados, el gobierno pidió el cierre de dichos campos hasta nuevo aviso, tras lo cual se llevó a cabo la labor más importante de la investigación, el estudio de los túneles en los que se encontraban las vetas de mercurio. Los resultados obtenidos eran los esperados con un elevado procentaje del metal blando pese a la rareza de este en nuestra península, por lo que se especuló su origen a un meteorito rico en dicho metal que impactó en el lugar. Después de esto los boletines que se publicaban no diferían del original, y por mucho que se adentrasen hasta lo más profundo de los túneles y se desvelasen pequeños pasillos tras las explosiones controladas, no había cambio alguno con respecto al resultado original.

      Todo apuntaba a que los expertos volverían a casa con las manos vacías, sin pruebas que defendiesen la teoría de aquel viejo chiflado, pero, en uno de los últimos días planeados para la investigación, hubo un accidente durante el derrumbamiento de una de las paredes internas. La explosión se había realizado con la intención de unir dos túneles separados por una pared libre, pero el técnico en explosivos debió equivocarse en los cálculos necesarios para la carga, y hubo un estremecimiento que culminó en el derrumbamiento de varias paredes adicionales. Cuando la nube de polvo cesó y los investigadores pudieron encender de nuevo las luces, se conmocionaron por un accidentado e imponente descubrimiento, ya que había revelado una cámara a la cual se accedía por un arco de piedra cuyas muescas indicaban el trabajo humano.

       Pese a que no tenían experiencia profesional en el campo de la arqueología, algunos de los geólogos entraron dentro de la cámara e hicieron un sencillo catalogado de los objetos que se encontraron dentro de las ruinas. Según este, se habían encontrado tejidos con representaciones de ídolos paganos pertenecientes a la cultura celta, lanzas y falcatas cuyo acero mostraba una calidad superior a la moderna, vasijas decoradas con diferentes litografías y grabados, pertenecientes a periodos anteriores a los íberos, y varios cilindros de cerámica que contenían láminas circulares de cobre húmedo que se especularon como rudimentarias pilas eléctricas. Todos aquellos objetos eran de por sí un enorme descubrimiento, pero lo que más sorprendió a los investigadores fueron los gigantescos grabados que cubrían las paredes de la cámaras, cuya pigmentación no había sufrido daños naturales y representaban grandes ciudades con edificios de inmensurable tamaño, donde los humanos aparecían representados en extrañas prácticas y utilizaban tecnologías que los geólogos no eran capaces de explicar.

          El descubrimiento no solo escandalizó a la sociedad española, sino también a los países vecinos y todas las naciones que se consideraban patronas de las ciencias. El movimiento general que se elevó tras ese descubrimiento inspiró la mente de pintores, poetas y escritores, llenando las calles con obras de arte e introduciendo el deseo dentro de los ciudadanos de descubrir qué más albergaban esas ruinas. He de reconocer con un pecado culpable que, pese a que en aquel momento no lo comprendía, me sentía evocada a unirme a ese movimiento, y los relatos que produje en aquella época fueron alabados por críticos y editores, quienes decían que mis palabras eran capaces de llenar huecos en el misterio que ningún otro autor había sido capaz.


Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.