A la atenta mirada de don José Gutiérrez Almíbares:
Mi querido socio, te escribo estas palabras con gran pesar desde las frías paredes
de mi claustrofóbica y sucia habitación del manicomio que, desgraciadamente, me he
visto forzada a llamar hogar. Las horas del día pasan esperablemente lentas o
imperceptibles por su velocidad dependiendo del humor con el que me ha asolado la
mañana y, a pesar de que llevo más de media decena de años encerrada, creo que jamás
me acostumbraré a estas sensaciones. La psicosis y los pensamientos infaustos han pasado
de ser aventuras pasajeras a amantes que calientan mi día a día, tornándose en las
noches dantescas en un manto que constriñe mi famélico y débil cuerpo. No sé cuánto
tiempo seguiré en el mundo de los vivos, pues las fuerzas que me impulsaban a continuar
desaparecieron hace mucho tiempo. Lo único que consigue que evite acabar con las
oscuras verdades de las que soy portadora es la droga suministrada a diario como parte
de mi tratamiento y de la cual he tenido que prescindir para escribir esta carta, pues lo
que para los necios y degenerados es una paz liberadora de sus cadenas mentales, para mí
es una tortura cuyos resultados soy capaz de percibir tras haber pasado sus efectos,
arrastrando mi alma hasta el vacío y dejándome inerte en el colchón sucio de mi
habitación para servir como la muñeca de trapo de cualquier individuo sin
falta de valores.
Perdóneme por tanta divagación antes de abordar el tema que deseaba tratar, pero
no soy capaz de encontrar el valor para escribir las palabras necesarias si no estuviesen
apoyadas por la prosa que me dio tantas alegrías durante mi época profesional. Sin más
dilación, he de confesarle que la razón de esta carta es que muchos de mis antiguos
tutelados, y actuales empleados suyos, me han informado de su gestión reciente en nuestra
revista cofundada. Nunca he tenido problemas con su dirección ya que, pese a que sus
escritos nunca alcanzaron el mismo nivel prosaico que los míos y era yo la encargada de
atraer lectores, siempre tuvo un ojo agudo para los negocios y más de una vez nos salvó
de la bancarrota gracias a él; pero me he visto obligada a intervenir tras oír que ha
contratado un joven y talentoso escritor para que termine mi novela inacaba, mi infectus
magnum opus. He pasado largas noches contemplando el techo de mi celda mientras tejía
pensamientos enfermizos con la búsqueda de una forma para desbaratar sus planes, y creo
que esta será la más rápida y efectiva, aunque le cueste el no poder volver a dormir
plácidamente durante el resto de su vida.
Ahora mismo debe estar pensando los insultos más denigrantes hacia mi persona,
insinuando para sí mismo que le estoy haciendo perder el tiempo con los celos de una
escritora loca quien, en su deleznable intento por no ser olvidada, hundiría el trabajo de
toda una vida. Ojalá pudiese darle la razón y atribuir esta carta a emociones tan básicas,
pero le juro que el egocentrismo o la avaricia no han guiado mi pluma en estas palabras,
sino el miedo más puro en su propia esencia, miedo a las verdades oscuras y los secretos
ya olvidados del cosmos. Fue este horrible sentimiento el que me llevó, durante la fatídica
noche del 15 de junio de 1935 y solo seis meses después de volver de Andalucía, a intentar
quemar mi casa al sur de la ciudad, acción que fue interrumpida por un chivatazo al cuerpo
de bomberos que siempre he sospechado producto de su mano, ya que fue la excusa
perfecta para llevarme a los tribunales y acusarme de todo tipo de comportamientos
denigrantes y maléficos con el fin de tacharme de loca, lo cual le dejó el camino libre de obstáculos para obtener el control completo de nuestro negocio común. Pero el pasado es el pasado, y por
ello estoy dispuesta a olvidarme de ello, así como de cualquier intento futuro para
recuperar lo que fue mío, siempre y cuando lea con intención las palabras aquí escritas.
Desde que soy joven recuerdo haber sido una niña enfermiza. Mis pulmones,
formados con una degeneración similar a la que tuvo mi padre en vida, me prohibían
hacer ejercicios físicos exhaustivos, lo cual unido a mis dolencias mentales por las que
afirmaba escuchar palabras profundas en una lengua que no reconocía, me hicieron vivir
una vida apartada de los demás niños y la sociedad en general. Mi madre, viuda cuando
yo tenía algo más de siete años, se encargó de mis cuidados, así como de las obligaciones
laborales del negocio familiar, aunque su principal preocupación fue mantener la posición
social que ocupaba nuestra familia en las élites madrileñas, desencadenando en un
desprecio discreto hacia mí que nunca reconocía en público pero que yo notaba en su
carácter distante y pendenciero. Durante largas tardes era encerrada en la biblioteca
familiar con el fin de no causar una mala impresión a las visitas y, aunque para ella
aquellos polvorientos libros nunca tuvieron valor alguno, yo descubrí mi amor por la
literatura gracias a ese acto tan cruel. Los grandes autores del pasado no albergaban
ningún misterio para mí antes de cumplir los quince años, y fue alrededor de aquella época
cuando encontré una pequeña estantería olvidada por el tiempo. Según mi tío paterno, el
cual era el único que recuerdo en conversaciones de mínima importancia, aquella
colección de libros eran traducciones traídas a España desde la Península Arábiga por uno
de mis antepasados que durante las guerras contra el Imperio Otomano se ganó el apodo
de Abn Alshaytan, el Hijo del Diablo, ya que, según las leyendas, realizaba ritos satánicos
y paganos antes de cada batalla junto a toda su tripulación, y poseía conocimientos
prohibidos que le hicieron volver a casa vivo pese a que se habían testificado diversas
heridas que podrían haber matado a cualquier otro soldado. Obvié las advertencias de mi
tío y devoré todos los tomos referentes a arcana y a conocimientos prohibidos sabiendo
con cada página que pasaba que, si se descubría mi curiosidad por el estudio de escritos
tan poco cristianos, podría acabar repudiada por mi familia o incluso en un sino mucho
peor. Leí con expectación los testimonios supervivientes del mago Simón, los extractos
con ilustraciones del Manuscrito Voynichés, e incluso posé mis manos en una copia
antigua y casi convertida en polvo del prohibido Rey de Amarillo... Pero aquel que llevó
más horas de estudio y se convirtió en el único libro que mantuve conmigo hasta mi
entrada al manicomio fue un libro en árabe antiguo y latín cuyo autor había sido borrado
por el tiempo, el cual describía con realistas ilustraciones y textos perturbadores entes
anteriores a la misma tierra, que subyugaron a la humanidad en el amanecer de los
tiempos y a los que se les atribuyen cataclismos que llevaron al mismo universo a su
extinción durante sus guerras cósmicas.
Todos estos escritos y aquellos que estudié durante mis viajes
permitieron que mis relatos tuviesen un encanto propio, un aura depresiva y escalofriante que me llevó a adquirir cierto nivel de famafama tanto a nivel nacional como internacional, en los que seres
horrendos sacados de mi imaginario personal y los libros ocultos manipulaban al ser
humano con sus poderes y magias impronunciables, llevando a los personajes a la locura
y reduciéndolos a servir como la marioneta de poderes que les superaban en los aspectos
más ascéticos. Y aunque me sentía orgullosa de mi trabajo y mi salud tenía una posición
mejor con mi desarrollo físico y mental, me sentía vacía. Sabía que podía ofrecer algo
más, algo que pusiese al mundo a mis pies, y el destino caprichoso tergiversó mis deseos
y los devolvió en su forma más grotesca.
Como recordará, a mediados del reinado de Alfonso XIII la prensa desconcertó al país cuando informó, sin haberse registrado fenómenos naturales ni ataques de los
enemigos de nuestra patria, de la desaparición completa de uno de los pueblos de
la zona interior de la península. La localidad de Algarrobado Mayor había sido tema de
discusión durante más de cincuenta años, ya que las instituciones competentes
descubrían, tras un periodo de no menos de dos años, nuevas actividades relacionadas con
sectas paganas en la zona o aparecía una ola de crímenes que teñían de sangre las zonas
circundantes para el beneplácito de la prensa sensacionalista. Siempre que aparecía una
alerta en el lugar, el gobierno central enviaba varias brigadas de la guardia civil a realizar
las inspecciones normativas para imponer de nuevo la normalidad en la localidad, las
cuales no solían ser fructíferas, Ya fuese por la oposición de la población local o por los
generosos donativos que recibían los cuarteles de forma anónima cuando se acercaban a
un descubrimiento revelador de estos caso,. Sea como fuese, estas siempre finalizaban conel regreso de las tropas a
sus puestos y el arresto como criminales y líderes sectarios al primer débil de mente o
extranjero que encontrasen, los cuales, incapaces de defenderse en los tribunales, era
sentenciados y condenados a vivir el resto de sus días en una celda fría y solitaria o a una
muerte dura y angustiosa en el garrote vil.
Todo el mundo se preguntaba cómo un pequeño pueblo de no más de mil
habitantes podía ser un nido para tales actos pecaminosos, así como cuál era la razón para
que esta zona fuese tan propensa a cultivarlos. Médicos, alienistas, historiadores y
antropólogos enunciaban sus propias teorías sobre el origen de dicho mal, pero ninguna
tuvo tanto peso en la población civil como la opinión de un biólogo charlatanero y
codicioso de dinero, que la convenció de que la única y verdadera causa
de la condición denigrante de los infames villanos eran las vetas de mercurio, anormales
para el registro mineral de la zona, que se habían encontrado cerca del pueblo, el cual se
filtraba en el suelo y era absorbido por los alimentos que se cultivaban allí, acelerando el
crecimiento de los cultivos y produciendo una esquizofrenia temporal cuyos efectos
incluían la paranoia y las tendencias homicidas. Ningún miembro de la comunidad
científica en su sano juicio apoyaba la hipótesis, pero debido a la fragilidad del gobierno
en aquella época y la búsqueda de una solución rápida por parte de la población civil, se
envió a una plantilla de más de veinte geólogos y expertos en explosivos para que
examinasen la tierra labrada por los pueblerinos y las minas de mercurio con el fin de
callar las voces de turbas conmocionadas.
El 21 de septiembre de 1922 llegaron mediante transportes escoltados los
expertos, los cuales sufrieron diversos ataques e intentos de sabotaje por parte de grupos
organizados de la población civil. Durante este trayecto, un miembro de estos grupos se
hizo paso entre sus compañeros y descargó su revólver contra militares y estudiosos, asesinando sólo a un geólogo e hiriendo de gravedad a dos
de los militares. La guardia civil redujo al hombre, así como al resto de individuos que
amenazaban su integridad y prosiguieron su viaje sin altercados mayores. Tras
esto, los cuarteles hicieron públicos los donativos que habían recibido durante tantos años
y dejaron de realizar un trato de favor para con estos individuos, desencadenando en
redadas y arrestos contra aquellos individuos que fuesen sospechosos de asamblea para
conspirar contra los estudiosos o los militares.
El grupo técnico pasó varios días encerrado en sus habitaciones hasta que el
coronel Castillo, dirigente de la guardia civil en la zona, aseguró en un comunicado que
no había ningún tipo de peligro contra su seguridad. Los avances de los estudios llevados
a cabo se publicaban de forma semanal en los diarios en lugar de los boletines científicos,
pues los medios de comunicación habían pedido acceder a esa información debido al peso
social que tenían aquellas investigaciones. Durante las primeras semanas se dedicaron al
estudio de campos de cultivo, obteniendo resultados elevados en el porcentaje de
mercurio en aquellos campos más al sur, pero no en cantidades suficientes como para indicar
un posible envenenamiento de los cultivos. Pese a estos resultados, el gobierno pidió el
cierre de dichos campos hasta nuevo aviso, tras lo cual se llevó a cabo la labor más
importante de la investigación, el estudio de los túneles en los que se
encontraban las vetas de mercurio. Los resultados obtenidos eran los esperados con un elevado procentaje del metal blando pese a la rareza de este en nuestra península, por lo que se
especuló su origen a un meteorito rico en dicho metal que impactó en el lugar. Después de esto los boletines que se publicaban no diferían del original, y por
mucho que se adentrasen hasta lo más profundo de los túneles y se desvelasen pequeños
pasillos tras las explosiones controladas, no había cambio alguno con respecto al
resultado original.
Todo apuntaba a que los expertos volverían a casa con las manos vacías, sin pruebas que defendiesen la teoría de aquel viejo chiflado, pero, en uno de los últimos días planeados para
la investigación, hubo un accidente durante el derrumbamiento de una de las paredes
internas. La explosión se había realizado con la intención de unir dos túneles separados
por una pared libre, pero el técnico en explosivos debió equivocarse en los cálculos
necesarios para la carga, y hubo un estremecimiento que culminó
en el derrumbamiento de varias paredes adicionales. Cuando la nube de polvo cesó y los
investigadores pudieron encender de nuevo las luces, se conmocionaron por un
accidentado e imponente descubrimiento, ya que había
revelado una cámara a la cual se accedía por un arco de piedra cuyas muescas indicaban el trabajo humano.
Pese a que no tenían experiencia profesional en el campo de la arqueología,
algunos de los geólogos entraron dentro de la cámara e hicieron un sencillo catalogado
de los objetos que se encontraron dentro de las ruinas. Según este, se habían encontrado
tejidos con representaciones de ídolos paganos pertenecientes a la cultura celta, lanzas y
falcatas cuyo acero mostraba una calidad superior a la moderna, vasijas decoradas con
diferentes litografías y grabados, pertenecientes a periodos anteriores a los íberos, y varios
cilindros de cerámica que contenían láminas circulares de cobre húmedo que se
especularon como rudimentarias pilas eléctricas. Todos aquellos objetos eran de por sí un
enorme descubrimiento, pero lo que más sorprendió a los investigadores fueron los
gigantescos grabados que cubrían las paredes de la cámaras, cuya pigmentación no había
sufrido daños naturales y representaban grandes ciudades con edificios de inmensurable
tamaño, donde los humanos aparecían representados en extrañas prácticas y utilizaban
tecnologías que los geólogos no eran capaces de explicar.
El descubrimiento no solo escandalizó a la sociedad española, sino también a los
países vecinos y todas las naciones que se consideraban patronas de las ciencias. El
movimiento general que se elevó tras ese descubrimiento inspiró la mente de pintores,
poetas y escritores, llenando las calles con obras de arte e introduciendo el deseo dentro
de los ciudadanos de descubrir qué más albergaban esas ruinas. He de reconocer con un
pecado culpable que, pese a que en aquel momento no lo comprendía, me sentía evocada
a unirme a ese movimiento, y los relatos que produje en aquella época fueron alabados
por críticos y editores, quienes decían que mis palabras eran capaces de llenar huecos en
el misterio que ningún otro autor había sido capaz.
Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.
Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.
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