La respuesta del gobierno no tardó en hacerse pública, asegurando que enviarían
otro equipo formado por los mejores arqueólogos e historiadores que nuestras tierras eran
capaces de ofrecer, quienes tenían programado llegar a la localidad misteriosa durante la
tarde del 1 de octubre, tras lo cual usarían el resto del día para la descarga y control del
equipo traído, así como para responder a cualquier pregunta que quisiesen formular los
periodistas. Las noticias no fueron aceptadas por la mayoría de los locales, los cuales,
liderados por un hombre que se describió como esbelto y decrépito, vestido con túnicas
paganas y cubierto por símbolos de color plateado, se armaron con herramientas agrícolas
y armas de caza y, avanzando como una masa de odio incontenible bajo el oscuro amparo
de la noche, asediaron los alrededores del hotel donde se habían reunido los intelectuales.
La guardia civil consiguió llegar antes de que atacaran a los
investigadores e intentaron dispersar al grupo de enajenados mediante los métodos
convencionales sin ningún resultado. Según relató la radio en su informativo, el hombre
pintado de plateado dio un grito al cielo seguido por unas cuantas palabras que ninguno
de los presentes fue capaz de entender, tras lo cual los residentes de la localidad cambiaron
la dirección de sus horcas y rifles hacia los militares, dando comienzo a una de las
mayores masacres de esos lugares al alcanzar la friolera cifra de ciento veinte muertos y
más de doscientos heridos entre ambos bandos. Uno de los guardias civiles supervivientes
relató su experiencia durante la contienda hasta que cayó al suelo cuando su brazo fue
empalado por una horca serrada y se le dio por muerto. Describía con un horror y un
sentimiento de repugnancia palpables cómo los campesinos lloraban y reían mientras
atacaban a sus compañeros con un ferocidad y una sed de sangre imposible de atribuir a
un ser humano racional, soltando una extraña alabanza a seres que no pertenecen a la
consciencia racional cada vez que uno de los suyos moría durante su reyerta y aullando a
la luna como si de un lobo se tratase. No se comportaban como personas, sino como las
bestias que acecha a la noche en la búsqueda de llevar el caos el mundo por el mero placer
de este.
Fue en ese momento donde todas las voces que daban su opinión sobre el tema se
callaron, horrorizados por los actos incomprensibles del pueblo maldito, y se unieron en
su búsqueda de que tal tragedia no se volviese a producir. Se activó la ley marcial en la
zona, y las nuevas tropas se dedicaron durante las dos semanas posteriores a los
acontecimientos a la encarcelación los pocos fugitivos de la denominada por los medios
“Batalla de los Aullidos” para ser llevados tras su captura a los tribunales nacionales bajo
cargos de terrorismo, asesinato predeterminado y traición a la patria.
Finalmente, el 15 de octubre de 1923 se informó que todos los relacionados con
aquel incidente habían sido arrestados, por lo que los equipos especializados podrían
continuar con su labor al día posterior, pero nunca fue así. La última información que se
hizo pública de la ciudad previo a la catástrofe aseguraba que los presos encerrados en
los cuarteles, quienes nunca habían mostrado un elevado carácter racional, comenzaron a
chillar y llorar de angustia, gritándole a las tropas que los vigilaban que sus amos vendrían
esta noche y no tenían nada que ofrecer. La guardia civil asumió que era otro de sus
satánicos ritos paganos y calmaron a los presos mediante medios que eran aceptables para
aquellas alimañas. Nadie se esperaba que a la mañana siguiente las comunicaciones con
el pueblo se hubiesen perdido, y no fue hasta días después cuando el dominical mostró
las fotos que arrancó el aire de los pulmones a sus lectores: donde antes había
existido un modesto pueblo repleto de casas tradicionales y extensas fanegas de cultivo,
ahora solo había un enorme cráter estéril de más de cien metros de profundidad y cuyo
diámetro abarcaba todo el pueblo.
Se la consideró zona neutra en cuanto la información llegó al gobierno, y la mayor
prioridad para estos fue la búsqueda de supervivientes de aquel fenómeno esotérico, pero
los esfuerzos llevados a cabo por los cuerpos competentes fueron inútiles hasta que, casi
una semana después de los acontecimientos, apareció de una grieta un hombre de profundas arrugas, melena negra con mechones blancos y un alto número de quemaduras por
mercurio, siendo la más grave la que cubría las cuencas donde antes debían haber
estado sus ojos, las cuales describió el médico que lo examinó como un vacío de carne
putrefacta y materia carbonizada.
Intentaron someterle a interrogatorio con el fin de que explicara lo sucedido, pero
ese hombre no soltó palabra alguna pese a no tener daños visibles en la lengua o la tráquea.
La única información que se pudo obtener fue de los archivos civiles donde se comprobó
que aquel hombre era el doctor Cerezo, arqueólogo graduado de la
universidad de Santiago de Compostela y llevado junto a los demás en la última
expedición, la cual ya parecía muy lejana en perspectiva. Durante los primeros días no
creían que se tratase del mismo hombre quien, en su retrato civil, no tenía aquella melena
blanca y negra, ni las profundas arrugas que surcaban el rostro, rasgos que se atribuyeron
al trauma que debió sufrir y que también sirvió de explicación para su repentina mudez.
Las autoridades, viendo que no podían obtener información de su persona ni serían
capaces de curarlo, se rindieron en sus intentos de mantenerlo en el cuartel y lo mandaron
a la misma institución en la que me encuentro, siguiéndole a esto un periodo de cinco
años hasta su liberación cuando comprendieron que el hombre jamás hablaría con otra
persona. Fue durante estos años cuando se produjeron los fenómenos conocidos como la
captura de dementes, donde desaparecieron varios ingresados en circunstancias
sospechosas de las diferentes instituciones, sin encontrar en ninguno de los casos los
cuerpos de las víctimas.
Poco a poco la población se recompuso de la tragedia y volvieron a la normalidad,
sin preocuparse de donde fueron a parar los más de setenta militares que intentaban
mantener a raya a la población civil, los más de cuarenta intelectuales que se alojaban en
el hotel, el medio centenar de pueblerinos que se encontraban encerrados en los cuarteles
de la guardia civil y toda la infraestructura y equipo pertenecientes al pueblo y a la
investigación; pero, desgraciadamente, yo no pude volver a la normalidad. Aquella
noticia me impactó en gran medida, y, a diferencia del resto de la sociedad, no podía
pasarla por alto. Tenía algo especial, algo que me llamaba y me seducía. El macabrismo y
misterio que rodeaban al pueblo fantasma me atraían como una polilla a las llamas que la
consumen hasta su muerte y, por primera vez en mi vida, pude comprender lo que me
decían los balbuceos que asolaban mi cabeza. Las palabras en lenguas muertas ahora
sonaban claras y comprensibles dentro de la cabeza; me invitaban a que buscase las
respuestas al enigma. Al principio pensaba que lo hacía por la búsqueda de fama, por ese
último escrito que me convirtiese en una referente y me convirtiese en objeto de estudio
al igual que los autores de la antigüedad. Qué importaban Bécquer, Calderón, Poe… todos
serían simples pulgas en comparación a mi gran obra. Mi perversa mente se rindió a sus
deseos, y durante los años venideros obtuve toda la información que quedaba del lugar.
Ya no me importaba nada más en la vida, solo deseaba descubrir que había pasado en aquel pueblo
desaparecido.
Las revelaciones que hice no fueron demasiado fructíferas salvo por dos
descubrimientos. El primero fue el registro cronológico que hice del
pueblo, cuya primera referencia escrita era el descubrimiento de la zona por parte de una de las
legiones encargadas de anexionar la península a Roma. El comandante de las tropas
describía el lugar como un asentamiento lusitano cuyos habitantes se asemejaban más a
perros que a hombres según sus palabras. Los describe como individuos zarrapastrosos,
salvajes, deformes y de poco intelectos, capaces de lanzarse a la batalla con nada más que
sus falcatas y de luchar con tal fiereza que la legión enviada no fue capaz de derrotarlos
hasta que Roma enviase refuerzos. También había registro de extraños rituales que se
realizaban cerca de las cuevas naturales, las cuales llenaban el lugar con gritos y alaridos
durante las largas noches e instauró tal miedo entre los soldados que algunos de ellos
tuvieron que ser ejecutados para evitar más deserciones. El resto del registro estaba en
tan mal estado que no se me pudo ofrecer más información en el archivo histórico, pero
eso no impedía que mi mente fantasease con las extrañas figuras del pasado y sus
extravagantes actos que habían instaurado el miedo en el imperio más importante del
mundo antiguo.
El segundo descubrimiento fue un estudio intensivo de la localidad. Este me
confirmó que el pueblo había sido escena de una extensa cantidad de crímenes y actos
macabros que no cesaron hasta el siglo XVI, cuando la Inquisición se encargó de
deshacerse de los individuos que practicaban el paganismo. Las piras santas acabaron con la mayoría de los herejes de la Iglesia salvo por uno, un líder local apodado “El loco”, quien consiguió escapar de los grilletes para desaparecer por siempre de la península. Estos ritos
dejaron de practicarse durante un cierto tiempo hasta la aparición de un
hombre vestido con una larga túnica negra, el cual aseguró ser
el descendiente del líder del culto y, tras ciertos problemas con las
autoridades, consiguió instalarse en un caserón cercano a las ruinas.
Una vez obtuve estos registros, llegué a un callejón sin salida. No encontraba más
información que pudiese ayudarme en mi trabajo, nada que me motivase a seguir. Todo
borrador que hacía acababa a las pocas horas como pasto para la hoguera de mi estudio,
y he de decir que esa fue uno de los punto más bajos de mi vida. No comía, no dormía,
no cuidaba las relaciones sociales que mi madre se preocupó tanto por cuidar, solo podía
pensar en mi sueño destrozado y en el precio que pagaría por una pieza más del
rompecabezas que era aquel lugar, una pieza que me mostrase el camino a seguir. Y fue
así cuando, al leer en el dominical de la semana que el único superviviente del suceso
paranormal había sido puesto en libertad, sólo tuve un objetivo en mente: encontrarlo sin
importar el precio a pagar.
Me puse en contacto con los periódicos que se publicaron la noticia, y mediante
el uso de mis influencias y promesas vacías conseguí un fichero que no me serviría de
nada. Todo lo que obtuve referente al liberado superviviente era información de terceros
o relatos de poca veracidad, puesto que los cuidadores y médicos que atendieron al
arqueólogo se negaron rotundamente a dar ninguna entrevista y, según los periodistas a
los que se les privó la información, mostraban en su rostro expresiones del miedo propio
a los moribundos que no quieren aceptar que su muerte acecha. La información dada indicaba como culpable a un terremoto localizado y concentrado que pudo llevar al
hundimiento sísmico de la zona pese a que las zonas extremeñas no se encuentran en
contacto con placas y no se había detectado movimiento alguno en los sismógrafos. Otros
decían, llevados por la superstición y el miedo, que habían sido los propios presos quienes
habrían hecho un trato con el diablo por el cual sacrificaban sus vidas a cambio de enterrar
por siempre jamás aquellas ruinas que eran la fuente de todos los males que asolaban la
zona. Bobadas, todo eran bobadas, yo necesitaba el testimonio del doctor Cerezo,
necesitaba saber la verdad.
Pese a su reciente alta del manicomio, me fue casi imposible localizarlo, dilapidando mi fortuna en el proceso y reduciéndome hasta el punto de humillarme y escribir como negro para otras revistas con el fin de no romper nuestro contrato. Fue durante la madrugada de una noche de tormenta cuando todo ese
esfuerzo dio sus frutos al escuchar el sonido de unos nudillos golpear mi puerta. No
quedaba servicio que atendiese desde la muerte de mi madre hacía ya tres años, así que
tapé mis vergüenzas y bajé con nada más que un batín de seda frente a la fría oscuridad
de mi decrépita mansión para descubrir a uno de los investigadores que contraté para que
me ayudase con el paradero del doctor Cerezo. Los truenos reducían cualquier otro sonido
a susurros por lo que invité a aquel hombre a pasar dentro. Este, nervioso y cubierto por
la lluvia y el barro de las calles, se negó a quedarse un momento más cerca de mi
residencia tras entregarme un sobre marrón e implorarme que no volviese a contactar
con él sobre este caso o cualquier otro que tuviese en el futuro, desapareciendo en la noche
y dejándome sola en la fría oscuridad. Pensé que no había conseguido cumplir con las
expectativas y, frustrado tras tanto tiempo, había decidido traerme lo que había conseguido
en aquellos dos años y olvidarse de todo lo referente a la investigación. Sin embargo, mi
sorpresa fue desmesurada cuando al abrir el sobre encontré aquello que llevaba buscando
durante tanto tiempo. Había localizado al doctor Cerezo.
Corrí a mi estudio y aparté de mi escritorio todo lo que estuviese relacionado
con trabajos inferiores y me embarqué en el estudio del fichero que acababa de entregar
aquel nervioso individuo. Según estaba recopilado, el doctor Joaquín Cerezo Ríos había
nacido hace más de treinta años en la provincia de Lugo el 20 de agosto de 1890. Los
testimonios que dieron los que antaño fueron vecinos suyos lo describían durante su niñez
como alguien de carácter seco y salud física y mental débil, recordando los quejidos que
sufría desde niño por las noches en los que pedía que las extrañas voces que habitaban su
cabeza cesasen. Había pasado varias etapas de su vida en la casa de sus abuelos de A
Coruña tras el fallecimiento de su padre a la tierna edad de cinco años, ejerciendo los
estudios correspondientes a su estatus social y con veintidós años se había graduado con
honores en su alma máter, la universidad de Santiago de Compostela, para ejercer su
sueño adolescente de convertirse en un arqueólogo que explorara aquellos lugares que
habían estado vetados a la humanidad desde hace cientos de años. Mientras ejercía en una
de sus investigaciones correspondientes a unas ruinas celtas en la zona norte de
Arrigorriaga, conoció a una joven de la localidad con la que se casó poco antes de cumplir
los tres meses de noviazgo.
Al principio tuvo una vida de ensueño según pude entrever en las líneas escritas,
y hasta había testimonios de miembros del pueblo en el que vivían que describían un
cambio a mejor en su personalidad, abandonando la amargura que había adornado su vida y
tornándola en la felicidad que sufren los enamorados, pero una tarde del invierno de 1922
su joven esposa sufrió unas dolencias pulmonares que fueron degenerando hasta llevarla
a la muerte. La causa nunca fue realmente concluyente, ya que el informe médico indicaba
que la infección se estaba curando como se esperaba, y el funcionamiento del sistema
respiratorio no llegaba a la disfuncionalidad necesaria para producir un fallo, pero el
doctor Cerezo jamás quiso indagar más en ese doloroso enigma. Los pocos familiares que
le quedaban tras la tragedia de Algarrobado mayor, un cuñado con el que no mantuvo la
relación tras la muerte de su esposa y un primo de su pueblo natal
con el que mantenía correspondencia semanal antes del incidente, le describen como un
hombre destrozado, vagando en su propia casa, gritando en sueños
el nombre de su amada mientras se quejaba de las voces que le habían acosado desde
niño, y con tal vacío interno que había dejado de lado tanto los negocios familiares como
su vocación en la carrera de la arqueología con el fin de pasar las tardes en su salón,
tumbado boca arriba fijando la vista en el infinito, sin ser capaz de devolver el sentido a
su vida que se asegura volvió cuando el gobierno central solicitó sus servicios en lo
referente al pueblo extremeño. La misma tarde en la que el mensaje llegó hizo las maletas
y sin despedirse de sus vecinos y amigos se marchó en un coche de caballos a la ciudad para
coger el tren de la mañana hacia las tierras del sur, contestándole a su primo el porqué de
su decisión con la última carta que enviaría, la cual tenía escritas las siguientes frases:
“Es lo que necesito, querido primo. Debo irme de este lugar que me ha dado tan malos
recuerdos, debo olvidar el dolor por la pérdida de mi esposa. Debo ir al sur, sé que allí
encontraré lo que necesito para curarme. Ellas me lo han dicho”. Para todos sus conocidos
fue una sorpresa que tomase una decisión tan importante de la noche a la mañana, pero,
como bien sabemos usted y yo, la pérdida de un ser querido nos puede llevar a cometer locuras irrisorias.
Me sorprendió la biografía de este hombre, su vida previa al
cataclismo tenía elementos que podían compararse a la mía, con la única diferencia de la
existencia de una pareja marital en la vida del buen arqueólogo la cual nunca consideré
una necesidad prioritaria. ¿Podría haber acabado, si las circunstancias hubiesen
sido diferentes en mi infancia, enterrada junto al resto de paganos en aquel pueblo
maldito? ¿Era una broma del destino que este hombre tuviese las mismas dolencias
mentales que me acompañaron toda mi vida?
Aquellas preguntas me dejaron en un estado hipnótico durante la noche lluviosa
hasta que un fuerte trueno que cayó cerca de mi residencia me despertó de mis propios
pensamientos y me hicieron volver al empapado informe. Tras una pequeña
biografía del arqueólogo, había una sucesión de datos que ya había conseguido yo por
mis propias vías: las especulaciones sobre la calamidad de Algarrobado Mayor, los
interrogatorios sin respuestas que le realizaron los militares y su ingreso en la institución
mental durante largos cinco años. Según parece, mi detective consiguió hacerse con uno
de los informes técnicos del lugar, probablemente mediante tácticas cuya ética no me
importaron en ningún momento, en los que se especificaba que los únicos síntomas
apreciables eran las extrañas migrañas que emergían cada cierto tiempo, que manifestaba llevándose las manos a la cabeza mientras gritaba desgarradoramente y negándose a hablar pese a la ausencia de daños en su sistema vocal/cuerdas vocales. Por lo demás,
se le definía como un paciente apacible y sereno sin ningún signo que indicase incapacidad de entendimiento en las conversaciones evaluativas o locura grave. Por todo esto, y unido a la falta de
seguridad de los internos debido a las extrañas desapariciones en aquellos
años, se le facilitó el alta y se le permitió volver otra vez a un mundo que ya le había
olvidado, un mundo cuyos habitantes ya habían superado la tragedia que sufrió y la cual
todos querían olvidar. Todos salvo yo.
Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.
Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.
Me ha encantado!!! Estoy impaciente por la siguiente parte ^^
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