sábado, 27 de julio de 2019

Lo que yace bajo las ruinas (parte 3 de 5)

         La última información que se tuvo de él fue un recibo de una notaría del centro de Madrid, en el cual se daban instrucciones para informar a su primo que debía encargarse de vender todos los terrenos y casas propiedad del doctor Cerezo en zonas gallegas, para luego depositar los ingresos en una cuenta del Banco de España para ser transferidos a la sede almeriense del Banco Andaluz. Mi detective no fue capaz de encontrar más información del buen doctor durante algún tiempo, ya que cuando este viajó a Almería y preguntó al banco sobre dicha transferencia, el encargado de atención al público le informó de que el dueño de la cuenta había dado instrucciones explícitas mediante el uso de una larga y meticulosa carta de no revelar información alguna acerca de su persona o la cuenta, así como la disolución de esta una vez se retirasen todos los fondos.
         El informe en aquel punto explicaba como a partir de ahí solo fue capaz de encontrar cabos suelos que no llevaban a nada más. No había registro en el censo de ningún Francisco Cerezo, ni registro médico o registro en el control ferroviario referente a las fechas posteriores a la emisión de la carta enviada a su primo. La investigación había llevado a un callejón sin salida, y mi detective aclaró que estuvo a punto de dejar del caso cuando por dicha del destino alcanzó a escuchar una conversación en uno de los cafés donde iba a desayunar cerca de la Puerta de Puchena, en la que dos granjeros del pueblo de Beires mencionaron a un extraño individuo de melena negra con mechones blancos que era motivo de discusión por haber conseguido una cosecha muy provechosa en mucho menos tiempo que el resto de cultivos, todo ello sin dedicarle extensas horas a la agricultura ni utilizar herramientas punteras en las actividades agrarias. El investigador se levantó de la silla en ese mismo momento y pagó generosamente a los jornaleros a cambio de que le llevasen al pueblo una vez hubiesen acabado con los negocios que los habían llevado a la capital. Una extraña sensación de peligro me recorrió la espalda cuando llegué a aquella parte del archivo, pero seguía ciega por la avaricia de poseer aquella información y continué leyendo con la única luz que me proporcionaban mi lámpara de aceite, que poco a poco fue disminuyendo hasta que me solo había una pequeña flama que se negaba a morir.
         El detective llegó aproximadamente a la una de la madrugada al pueblo y pasó la noche en una de las casas que servían como hostal temporal durante las ferias, la cual era gestionada por los Román, antigua familia de agricultura dedicados en épocas mejores a la aceituna y la patata, pero que tuvieron que alcanzar un sueldo extra en otras actividades cuando las cosechas del pueblo sufrieron graves pérdidas debido a las represalias del ejército al no haber aceptado los turbulentos cambios políticos que se habían sucedido tiempo atrás. Utilizó la habitación que se le había asignado como una improvisada zona de operaciones, donde empezó a recopilar los testimonios obtenidos de vecinos y conocidos del sujeto objeto de su búsqueda. Las respuestas que obtuvo no solían variar, con un núcleo visible que definían el descontento general de la población contra ese sujeto. “El hombre de la colina”, mote dado por los locales, había llegado a principios de febrero de 1928 tras lo cual tomó residencia temporal en el viejo hostal del cual fue expulsado por su dueña, supersticiosa y de raciocinio clavado en la tradición, la cual afirmaba que aquel individuo era capaz de ver pese a las quemaduras en sus ojos.
         Nunca se le atestiguó fuera del hostal salvo en las ocasiones que tomaba el camino que llevaba a los cotos de caza con el fin de negociar con el señor Rodríguez la compra de su caserío, así como las tierras de cultivo circundantes a cambio de una suma muy elevada para el precio de la tierra de la zona. Según comentaba el señor Rodriguez en una de las entrevistas, los trámites con el hombre fueron difíciles, ya que cada vez que este se comunicaba no decía palabra alguna, sino que lo escribía en una pizarra que llevaba colgada del hombro, lo cual no dificultó la brevedad de los trámites por los que adquirió la propiedad antes de ser expulsado del hostal y evadiendo así tener que soportar una sola noche a la intemperie. 
         Desde aquel día se mantuvo encerrado en el caserío sin intención de salir salvo para negocios, descritos por los jornaleros de otras tierras como injustos y diabólicos, ya que los productos crecían a una velocidad anormal y eran vendidos a los mayoristas por precios irrisorios con los que no podían competir el resto de habitante. Algunos pueblerinos admitían el habérsele pasado por la cabeza la posibilidad de expulsar al hombre del pueblo o espantarlo, pero la extraño aura del caserío durante la noche, mezclada con los olores putrefactos a mercurio que rodeaban las tierras, les hicieron retractarse despavoridos de sus acciones. Decían que aquellos rasgos no pertenecían a lugares poblados por cristianos de alma libre, sino a perros paganos que vendían su alma al diablo por placeres hedonistas. Todas las pruebas confirmaban las descripciones dadas por los anteriores entrevistados, pero quería estar seguro de que era el hombre correcto antes de entregarme cualquier papel.
         El detective subió el camino indicado por los locales, que le respondían con expresiones de odio y miedo cuando oían el destino de su paseo, hasta que, pegado por un lateral a varios cultivos cercanos a su recolección, encontró un caserío oscuro y fúnebre, con fachadas rebosantes de hiedra y un aire sobrecargado por las esencia del mercurio que envolvía al ambiente. Describía una escena insoportable y espeluznante que evocaba a los miedos góticos y los pensamientos catastróficos que nublan la mente de los hombres cuando su instinto más básico presiente una amenaza inminente. Previo a tocar la puerta de aquel horrendo lugar, decidió inspeccionar los alrededores de la zona en busca de cualquier prueba que justificase sus sentimientos incómodos. El patio exterior estaba cubierto por altos hierbajos de elevado tamaño fruto del descuido, pero pero que extrañamente no mostraban señales de la presencia de roedores o alimañas, cosa común en zonas poco cuidadas. A la derecha de la casa se encontraba una especie de cobertizo que al abrirlo resultó estar lleno de herramientas agrícolas antiguas las cuales encajaban con las herramientas anacrónicas que los aldeanos describían como propiedad del hombre de melena bicolor. También encontró en las zonas cercanas a la casa un pequeño corral falto de reparaciones en el que se encontraban solamente unas pocas gallinas algo famélicas, unas perreras completamente vacías y otras instalaciones que debieron poseer mayor gloria durante la administración del señor Rodríguez. Cuando ya se dio por satisfecho en sus averiguaciones exteriores, el detective describió en las pocas hojas que faltaban para acabar el archivo que se fijó un extraño contenedor pegado al único pozo que había cerca de las instalaciones. Según explicaba era un contenedor metálico, de cuatro varas de largo por tres de ancho, sin tapa, pero cubierto por una lona de material barato. Explicó que estaba lleno de un material oculto que manchaba la lona, dejando sobre esta una mancha de colores rojizos y amarillentos que le instaba a averiguar qué misterio ocultaba esa simple tela, aunque tenía la sensación de que ya sabía la respuesta.
         Se acercó al contenedor y, al apoyar la mano sobre la tela, notó un extraño material blando, pero al intentar levantar el manto una mano agarró su brazo y le tiró al suelo con fuerza. Cuando levantó la vista para ver quien había sido capaz de derribar a un hombre con sus capacidades físicas, se encontró con un hombre delgado y menudo, cercano a los cuarenta años pero con el rostro cubierto de arrugas, que portaba una melena salvaje y negra en la que se apreciaban mechones de color blanco, una salvaje y frondosa barba plateada, y unas cuencas vacías, marcadas con las quemaduras características a la sobreexposición al mercurio, pero que no dificultaban al dantesco hombre a moverse con total libertad. Era él, el superviviente de Algarrobado Mayor, el viudo con mi misma aflicción mental, aquel que había sido mi ruina y mi obsesión durante más dos años. Estaba junto a mí pese a que su presencia se debía a mi imaginación y un informe mojado por la lluvia. El júbilo y la promesa de un futuro más sencillo me embriagaron tras las últimas frases, pero conseguí liberarme de aquellos pensamientos juveniles y volví a la lectura. El detective pidió disculpas al extraño hombre ciego y explicó cual era la naturaleza de su misión mientras el loco de la colina ignoraba las preguntas que le hacían, y sólo salió de aquel trance de aburrimiento cuando mencionó por casualidad mi nombre. El individuo de melena bicolor giró abruptamente la cabeza y se acercó al detective, quien le contó todo lo que sabía de mí por la poca información que le había dado: mis estudios de las artes arcanas, los frutos de mi trabajo en el arte de la literatura y la odisea vivida con el único fin de encontrarle y poder acabar mi Opus Magna. Cuando el investigador estaba a punto de preguntarle por una cita para realizar una entrevista que confirmara su identidad, el hombre barbudo le cortó con la mano, tras lo cual el detective describíó con letra temblorosa unos sucesos que helaron mi alma inmortal y me llevaron a correr hasta la cocina para beber de un trago una generosa copa de coñac.
         Cuando la bebida me había dado las fuerzas que necesitaba, volví a mi estudio para releer aquellas últimas palabras y comprobar que no eran el resultado de mi mente podrida tras tantos años de enfermedad. No me había equivocado. En el informe se explicaba cómo aquel hombre ciego pero que podía ver pronunció unas palabras con voz profunda y gutural, que mi informante fue incapaz de relacionar con sonidos humanos, cuyo significado se quedó en mi mente desde ese momento hasta día de hoy: “Yo soy el doctor Joaquín Cerezo Ríos, y llevo esperando noticias de su informante desde hace años. Dígale que venga, dígale que está invitada a mi casa, y que contestaré cualquier duda que tenga sobre mí”.
         Me quedé petrificada. ¿Cómo podía saber aquel hombre quien era yo o por qué le estaba buscando? ¿Por qué se había negado a hablar con nadie durante tanto tiempo si no tenía ninguna dificultad? ¿Era posible que todo esto fuera el producto de una elaborada estafa a manos de mi empleado con el fin de quedarse con el sueldo que le había prometido una vez acabase el trabajo? La paranoia se apoderó de mí; no sé cuánto tiempo pasé sumergida en mis propias dudas y cuestiones, pero para mí se sintieron como una eternidad de tortura. Mi caja de Pandora personal se había abierto, había desvelado todas las inseguridades y pesares que había acumulado tras una larga búsqueda de dos años. Pensé que ese era el fin de mi cordura y jamás sería capaz de recuperarme, hasta que las voces, unidas en un cántico unísono en lugar del orden caótico con el que solía escucharlas, volvieron a aparecer en mi mente y me ordenaron de forma imperiosa que cesase el espectáculo de mi deplorable comportamiento y volviese a mi labor. Me recompuse y limpié el sudor de mi frente con extraña sorpresa, la maldición que me había acompañado durante toda mi vida había sido capaz de salvarme de mí misma, me había ayudado por primera vez, y, aunque me hubiera gustado desenmascarar ese misterio, tuve que enterrarlo para centrarme en terminar la lectura del documento que incluía una dirección, supuestamente, perteneciente a la casa del doctor Cerezo.
         En la mañana del 15 de diciembre de 1928 llegué a la estación de trenes de Almería. Al poco de llegar, apareció un coche de caballos que ofreció sus servicios para llevarme hasta el destino que desease y, debido a que los modelos de automóviles en alquiler estaban en condiciones nefastas, acepté. Me subí a la cabina y el hombre me preguntó el destino. Le indiqué que deseaba ir a Beires, tras lo cual tomó el camino principal a Benhadux que estaba interconectado con otros caminos comerciales por los que transitaban carros y camiones llenos hasta los topes de verduras, ganado y mármol. Llegamos alrededor de las diez de la noche a la entrada de los terrenos del doctor Cerezo, pues el conductor al verme extranjera no deseaba que me perdiese, ya fuese llevado por el paternalismo de los hombres de clase baja con intenciones carnales repulsivas o que verdaderamente era uno de los pocos buenos samaritanos que quedaban en este mundo. Me despedí del conductor y crucé la puerta que conducía a un camino de piedras musgosas rodeado por pinos ancianos y retorcidos. Seguí un buen rato por aquel camino que parecía sacado de los cuentos anglicanos de pesadilla y terror, donde los únicos sonidos que escuchaba eran los de mis pisadas sobre la dura piedra. El aroma que impregnaba mi nariz era el de las tierras secas del sur mezclado con un leve toque a mercurio. Finalmente llegué al famoso caserío del señor Rodríguez que se mostraba ante mí como una estructura olvidada de su antigua gloria. La descripción que había dado el detective era exacta a la imagen que tenía frente a mis ojos. Me acerqué a la puerta; no sabía si tocar o esperar al día siguiente, pero como si el destino respondiese a mis pensamientos, un hombre delgado, barbudo, con la melena negra y blanca y unas cuencas vacías con las quemaduras típicas del mercurio, abrió la puerta chirriante con una mano mientras con la otra sostenía una vela casi derretida que funcionaba como linterna.
         El hombre, al que reconocí sin vacilaciones como el doctor Cerezo, me indicó con un gesto de cabeza que pasase. Todavía recuerdo con todo lujo de detalles la decoración del lugar, cuyas paredes estaban cubiertas por trofeos de caza y cuya esencia era la mezcla de los muebles de madera vieja y roída junto a ese repulsivo olor a mercurio que se había acentuado al entrar en la casa. La náusea me embargó y estuve a punto de devolver el poco almuerzo que había tomado durante el camino, pero fui capaz de mantener la compostura y seguir a duras penas al doctor Cerezo por un largo pasillo que desembocaba en una gran puerta de bronce esculpida. El hombre sacó una llave plateada de su bolsillo y la introdujo en la puerta que reveló un extraño túnel, probablemente de construcción reciente, que llevaba a un húmedo sótano al bajar unas escaleras talladas en la misma piedra. El lugar, más que un sótano, se asemejaba a una caverna artificial por su forma ovalada y sin ventanas, cuya única fuente de luz era la vela del arqueólogo y la cual temía que se apagase debido a la humedad del ambiente. Los únicos muebles que había en esa espeluznante celda eran dos sillas por cuya apariencia no parecían muy cómodas, colocadas encima de una alfombra rojiblanca con simbología celta, así como una tabla pegada a la pared de la cual colgaba un cuchillo ornamentado y de excelente fabricación. Me acerqué a inspeccionar el cuchillo, pero me interrumpió por la tos forzada de mi anfitrión, quien me señaló con su dedo una de las sillas para que me sentase en ella. Sin embargo, mi corto examen me permitió discernir el color y el patrón de la hoja, que recordaba al humo, y también las manchas que parecían sangre seca en el filo. Había sido utilizado recientemente.
         Me senté tal y como me habían pedido, saqué mi vieja pluma y cuaderno de notas mientras observaba como el objeto de mi obsesión se colocaba frente a mí. Su figura y pose, rodeadas por un ambiente tan surreal, le daba un aura similar al imaginario de los mejores escritores fantásticos y góticos, similar en mi mente a la imagen del dios de la muerte creado por mi barón irlandés favorito.  Tras un breve silencio, el hombre abrió la boca. Se presentó como Francisco Cerezo Ríos, licenciado por la universidad de Santiago de Compostela en arqueología y ex miembro del grupo especial enviado por el gobierno a Algarrobado Mayor. Su voz era profunda y gorjeaba, tal y como lo describía el detective, pero cara a cara producía tal horror que, involuntariamente, me aferré con fuerza al reposabrazos. Por instinto, ese vestigio de la bestia primigenia que todavía llevamos dentro, me preparé para enfrentarme a cualquier posible amenaza.
          Me tranquilicé gracias a los extraños mensajes que recitaban las voces en mi cabeza e intenté reducir la velocidad de mi respiración hasta calmarme. Le pedí que me relatase todo lo que recordase de la destrucción del pueblo pagano en aquella lúgubre noche del 15 de octubre de 1923. El profesor Cerezo se reclinó en su silla como si aquel tema fuese algo banal y sacó del bolsillo una pipa de marfil que cargó antes de encenderla. El aroma que salía de esta no era tabaco, sino una extraña medicina verde tomada en el esotérico oriente conocida por sus propiedades relajantes, y que había saltado a la fama en Europa tras rumorearse que la consumían en grandes cantidades los fieles de Rashid Al-Din Sinan, miembros de una secta islámica radical que durante las cruzadas había sido el terror de cristianos y musulmanes con el asesinato tanto de nobles como inocentes a sangre fría. Tomó una larga calada infinita, y dejó salir lentamente el humo blanquecino por entre sus labios hasta que, tras un leve suspiro, comenzó a hablar.


Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.

sábado, 13 de julio de 2019

Zurzur

La mina llevaba abierta más años de los que ella tenía. Se extendía por una red de túneles de kilómetros y kilómetros hasta llegar a grandes cámaras donde se seguía extrayendo oro. Era de los pocos planetas rentables de aquel sistema solar y los colonos dependían de esta explotación.
Había revisado las instalaciones durante el último año, cuando fue trasladada allí en una sustitución que dejaría de ser temporal a la muerte del anterior facultativo. Era el tercer fallecido en ese periodo por picadura del zagir, un escarabajo con aguijón originario de ese lugar y que se reproducía a ritmos agigantados por la desaparición de su depredador natural, los plogs, unos reptiles muy sensibles a la contaminación atmosférica.

Temía a esos insectos, pero confiaba en la experiencia del equipo médico con el que trabajaba. Estos combinaron los ritos y tradiciones locales con la ciencia, desarrollando medicamentos efectivos para combatir las enfermedades propias de ese planeta a pesar de las constantes mutaciones de las mismas, en vez de emplear avances salidos de la Federación de Planetas, que en algunas colonias solamente consiguieran hacer resistentes a las bacterias.

No era muy optimista al respecto, pero si seguía las recomendaciones que se le dieron a rajatabla, seguiría viva durante bastantes años en ese aburrido planeta.

Se levantó alarmada por las luces de emergencia. Había sucedido un accidente en la mina y debía registrarlo antes de que reanudasen las actividades de laboreo. Cruzaba los dedos para que no fuese un accidente mortal: los trámites así eran más complicados y elaborados, teniendo que notificar a Inspección de Trabajo Interplanetaria, a la cual seguramente le daría más bien igual mientras las mutuas no reclamasen nada. Estúpida burocracia.

Llegó enseguida, subida a uno de los volquetes tipo lagarto. Empleando señas le indicaron lo sucedido. Había reventado una parte de las paredes de la explotación por la enorme presión que estaban soportando debido a la excavación. Accidente mortal.

Antes de que terminara de escribir, el colono más joven —o que intuía como más joven— le arrastró hasta la zona reventada, aún con polvo en suspensión que le obligó a cubrirse la nariz. Al otro lado de la nube de polvo y tras caminar por un suelo de roca estallada pudo ver lo que al colono le aterraba: un panal de colmena. Las historias locales incluían siempre al zurzur como la más terrible de las bestias del planeta. Tuvieran que exterminarlos a todos para poder sobrevivir y esto dio lugar a una era de prosperidad sin precedentes. Volver a ver un panal era como revivir una pesadilla. Era hexagonal como de las abejas de otros sistemas, pero por el tamaño dedujo que serían casi tan grandes como ella y que serían mucho más inteligentes que aquellos colonos —porque el listón en aquel planeta no estaba muy alto—.

No entendió el motivo por el que ese paticorto y azulado ser le había enseñado aquello. No era responsabilidad suya o del Departamento de Higiene y Salud. El colono no dejaba que se marchase de allí. Entendió finalmente que quería que escribiese aquello en sus notas. Lo cierto es que las notas son solo eso, notas, y que no tenía intención de notificar a nadie por el descubrimiento. Era solo panales de una especie ya extinta.

El caos invadió la región. Al día siguiente nadie quiso ir a trabajar, paralizando la actividad no solo de la mina sino de las plantas de beneficio y del transporte de oro. La empresa extractora enviaría a sus “gorilas” si no se arreglaba el entuerto. Realmente a ella no le afectaba aquello, ya que no trabaja para esta, pero no era bueno para su reputación.

Decidió ir por su cuenta a revisar el panal. Una mezcla entre responsabilidad de empleada pública y curiosidad enfermiza. Acabó metida entre las celdillas hexagonales caminado por la estructura orgánica húmeda que le dejaba un sabor dulce en sus manos.

Afortunadamente había aprendido trucos para no perderse por conductos o túneles. Se los había enseñado su mentora en su periodo de formación. Usó marcas luminosas (spray sensible a la luz) y banderines. En el banderín se indicaba también a la hora a la que fue puesto. Era imposible no volver a encontrar el camino de vuelta. O eso creía.

Cuando se introdujo más en la estructura mallada encontró partes pútridas. Eran poco sólidas y cayó de nivel en nivel y desde allí ya no podía ver ningún banderín o marca para regresar. Esto le produjo mucha ansiedad y terror. La linterna no se le había soltado de la mano, pero chisporroteaba afectada por la caída. Sacó otra linterna, porque es una mujer preparada. Escuchaba crujidos, quizás de cómo seguía desmoronándose toda la estructura. Continuó la exploración: no tenía forma de regresar todavía.

El panal era de una combinación de grises y negros, distribuidas como si fuese un macizo con vetas de cuarzo. Estaba rodeada de muerte. Algo que lo sobrecogió. Escuchó un crujido más adelante de donde estaba y paró su avance. No quería volver a caer. Los crujidos se acercaban a ella y retrocedió con prisa, aterrorizada. Apuntó con su linterna la procedencia del ruido, sin prestar atención al hecho de que había llegado a arrancar un banderín de un manotazo.

El crujido provenía de una enorme y peluda abeja. Sus ojos rojizos brillaban con la luz y la reflejaban, haciendo que las paredes fuesen recuperando su color amarillento. Apagó la linterna creyendo que la luz atraía a ese ser. Efectivamente era así. El crujido seguía, pero el zurzur permanecía en su sitio. La especie que creía extinta no lo estaba y tenía a uno de los supervivientes a escasos metros. Una especie letal, más letal incluso que los zagires.

Las manos sudorosas se impregnaban de la miel de aquellos panales muertos. Su sabor era amargo y su consistencia era más pegajosa.

Retrocedió hasta donde se acababan las banderillas y las marcas de spray. No podía ascender por el boquete creado porque se resbalaba y el ascenso era cosa imposible. Tocaba explorar otra ruta desde allí.

Los panales eran amarillentos por el nuevo camino. Eso podría significar estar más cerca de la explotación. Confiándose demasiado, actuó con brusquedad, con pasos más rápidos y fuertes y el suelo se rompió de nuevo haciéndola caer. La caída era mayor que la anterior y ya dio todo por perdido. No creía volver a salir a superficie. El espacio al que llegó era amplio, no un estrecho túnel.

Golpeó la linterna para encenderla. Las dos linternas consigo estaban estropeadas. La luz fue un destello breve, pero suficiente para ver que estaba rodeada de zurzúes. Chilló de manera involuntaria.Un chillido agudo de histeria. Los crujidos y chasquidos hacían eco en sus oídos. Notó patas peludas saltando por encima suya. Una le pasó cerca de la nariz y casi le hizo estornudar. Se arrastró por el suelo lentamente, hundiéndose en miel, como si aquello fuesen arenas movedizas.

Se agarró a la pared como si le fuese la vida en ello y en cierto modo así era. La mochila a su espalda se le clavaba a la carne, pero no iba a soltarse por nada del mundo. Empezó a notar humedad entre su entrepierna, ¿qué demonios pasa ahora? Asustada hizo cálculos mentales. El calendario de ese planeta no seguía las convenciones terrícolas ni los estándares de la federación. Su rotación era cada 27 horas y no cada 24. Costándole realizar cálculos con los nervios dedujo la única posibilidad: le bajaba el periodo y lo que tenía entre sus piernas era la sangre de su útero. Sangre coagulada, pero igualmente sangre. En el momento más inoportuno posible. Pensar en ello al menos la distrajo durante unos segundos, antes de volver a entrar en estado de pánico.

Ya no era que aquellos insectos la matarían con suma facilidad, también podía hacerlo los cacahuetes a los que ella era alérgica, sino que en general todos los insectos les daban miedo y asco a partes iguales. Era un miedo absurdo con el que había nacido y sabía que jamás iba a librarse de él. Y menos ahora.

Un zurzur caminó por encima de la linterna que se le había caído y la golpeó encendiéndola. Ella solo pudo soltar un ligero alarido de sufrimiento. La luz de la linterna hizo brillar los ojos de esas abejas e hizo que toda la estancia tuviese un color rojizo. Las paredes cambiaban de color a uno mucho más vivo y se fueron extendiendo hasta donde le alcanzaba la vista. “Genio, la que has liado” soltó resignada.

Con la luz roja los zurzúes también empezaron a lucir colores más vivos. Sus alas empezaron a aletear. Las paredes empezaron a brillar iluminando toda la estancia y la luz roja fue sustituida por una de color amarillento. Como si alguien —ella—, hubiese encendido el interruptor de la luz. Con toda la sala iluminada pudo ver como su pantalón estaba manchado de su sangre, confirmado sus cálculos.

Los zurzúes levantaban la cabeza, parecía que estaban oliendo, ¿acaso esos seres tenían un sentido del olfato desarrollado? Esos seres tenían un sentido del olfato desarrollado. Zumbaron con fuerza, enfurecidos. Se giraron hacia ella, casi embebida en la pared por escurrirse debido a la miel. Si tan solo no fuese mujer aquello no hubiese sucedido, quizás si fuese hombre estaría en ese momento mirando todavía el panal de la colmena, pensando todavía qué hacer y sin tener las agallas para haber entrado.

Lo siguiente de lo que ella es consciente es que está corriendo por un túnel a gatas con un aguijón apuntándole a escasos centímetros de su piel. Evita que se lo clave de una patada, que lo hace retroceder, y continuó con su huida a ninguna parte.

Veía sombras de los abejorros a través de las paredes, ahora ligeramente translúcidas. No eran demasiados, pero se movían con rapidez, como el que le perseguía a ella. Al final del túnel vio algo que le dio esperanza: uno de sus banderines. Lo agarró como pudo y continuó pataleando. Por un momento voltea la cabeza y ve que la persigue más de un zurzur. Quizás no estuviera pataleando al mismo una y otra vez.

Vio otro banderín. Se las ingenió para comparar horas y ver por donde tenía que continuar. La hora del segundo banderín era anterior: ¡estaba yendo por el lugar correcto! La pintura fotosensible brillaba ligeramente y pudo encontrar la entrada a la mina.

Salió dando una enorme bocanada de aire. Como si estar tanto tiempo en la colmena hubiera vaciado sus pulmones y hubiera reemplazado el oxígeno por miel. Por el panal asomaba el aguijón afilado de su atacante. Le impresionó más ahora, quizás porque presa del pánico no había reparado en él en la persecución.

Se dio cuenta que estaba perdida. Esos bichos saldrían de la mina a por ella, la matarían y comerían y después irían contra los colonos. Tenía que buscar una forma de evitarlo, puesto que no tenía intención de morir todavía, y mucho menos manchada de su propia menstruación. Observó las inmediaciones. ¿Qué podía hacer?

El primer zurzur salió y fue directo a por ella. Esta lo golpeó con su mochila y cuando retrocedió, le lanzó la linterna y, en la desesperación, usó el spray contra él. Se sacudió las alas molesto y cayó al suelo. Mientras terminaba de eliminar la pintura de sus alas, ella se subió a un volquete tipo lagarto. Esos volquetes mineros eran bajos, de poca capacidad, pero más veloces. Accionó el motor y aceleró atropellando a la enorme abeja. La sensación del aplastamiento desde el vehículo, así como el chasquido y el olor pútrido, le produjo náuseas.

Le alivió saber que no eran ni inmortales ni tenían capacidades especiales salvo ser abejas gigantes. Pero no podía descansar: venían muchas más del panal. Veía como se empujaban las unas a las otras luchando por ser la primera en salir y la primera en picarle. Aceleró de nuevo el vehículo y lo precipitó contra el panal. Consiguió colapsar la entrada y quizás dañar a alguno de los zurzúes. Estar subida a aquel monstruo metálico de casi veinte toneladas le dio una idea.

Mientras los zurzúes se recuperaban del golpe ella podía llenar la bañera del vehículo con todos los explosivos que encontrara en el polvorín. Tenía que darse prisa.

Si no estuviese en peligro inminente de morir agujereada y envenenada estaría en estos momentos escribiendo un informe: el polvorín guardaba muchos más kilogramos de explosivos que los legalmente permitidos. Los explosivos estaban guardados en cajas y envasados como si fuesen chorizos de cantimpalo.

Lanzó los explosivos por el aire para que cayesen en el volquete. Sabía que era seguro tratarlos así y peor puesto que los colonos eran unos manazas. Paró cuando oyó zumbidos saliendo del panal, pero el camión estaba lo suficientemente cargado. También lanzó dentro del volquete cartuchos ya cebados con el detonador y cordón detonante de gran longitud. Se subió a la cabina e inició la marcha hacia la muerte.

El panal estaba cada vez más cerca y el terror se había disipado. Estaba llena de energía y de furia. Introdujo una de sus manos dentro de su ropa interior manchándosela de sangre de su endometrio y se pintó dos líneas verticales a cada lado de la cara. Esto era su Vietnam.

Se estrelló contra varios zurzúes, uno atravesó la luna con su aguijón y este le rozaba su cara. No le importó más que por el hecho de empeorar su visibilidad. Ahora se reía de sus miedos por ser atacada por un zagir; deseando que tanto su mentora como el anterior facultativo estuvieran presenciando su clímax de venganza y temeridad desde el cielo, de existir.

Se situó delante del panal, ahora brillante, del que asomaban patas peludas y de colores intercalados. Negro. Amarillo. Negro. Amarillo. Aceleró y agarró con fuerza el explosor con una de sus manos, dispuesta a accionar los explosivos una vez impactara y se precipitara por los frágiles niveles de la colmena. Hundiéndose en miel. Una muerte dulce, sin duda.

Cuando la luna del vehículo saltara por los aires del impacto, accionó el explosor.

La explosión se propagó por la colmena rompiéndose la estructura del panal. La estructura dañada no se podía sostener por sí misma e hizo que colapsara gran parte de la colmena. Las paredes de la mina y que sostenían todo aquello también se vinieron abajo y sepultaron los restos del volquete, así como los zurzúes. En la superficie los colonos vieron sus casas caer debido a la subsidencia.

Los días pasaron y nadie quería entrar allí. Tanto por el colapso como porque no sabían que la colmena estaba ahora destruida. La empresa enviara a un grupo de matones para obligar a los colonos a entrar en la mina y también buscaron a la desaparecida facultativa sin éxito. Los colonos valoraron los daños de la explotación y como el panal que tanto les asustaba era inaccesible.

El polvorín había sido asaltado y faltaba el explosivo, dedujeron que alguien estuvo allí al desalojarse la instalación debido a la amenaza de los zurzúes. Encontraron también la mochila de la facultativa. Estaba manchada de miel. Contenía un bote de spray de pintura y banderines. Los colonos se peleaban por tenerla y abrazarla. A pesar de su limitada inteligencia comprendieron que ella estaba detrás de todo.

Revisaron la mina duramente y sin cesar, buscando a su heroína. No pararon ni cuando la actividad en la explotación se reanudó.

Nunca la encontrarían.


Este relato escrito por Mariola Juncal se escribió con motivo del Primer Concurso de Relatos Cortos de la página Aventuras Bizarras.