sábado, 27 de julio de 2019

Lo que yace bajo las ruinas (parte 3 de 5)

         La última información que se tuvo de él fue un recibo de una notaría del centro de Madrid, en el cual se daban instrucciones para informar a su primo que debía encargarse de vender todos los terrenos y casas propiedad del doctor Cerezo en zonas gallegas, para luego depositar los ingresos en una cuenta del Banco de España para ser transferidos a la sede almeriense del Banco Andaluz. Mi detective no fue capaz de encontrar más información del buen doctor durante algún tiempo, ya que cuando este viajó a Almería y preguntó al banco sobre dicha transferencia, el encargado de atención al público le informó de que el dueño de la cuenta había dado instrucciones explícitas mediante el uso de una larga y meticulosa carta de no revelar información alguna acerca de su persona o la cuenta, así como la disolución de esta una vez se retirasen todos los fondos.
         El informe en aquel punto explicaba como a partir de ahí solo fue capaz de encontrar cabos suelos que no llevaban a nada más. No había registro en el censo de ningún Francisco Cerezo, ni registro médico o registro en el control ferroviario referente a las fechas posteriores a la emisión de la carta enviada a su primo. La investigación había llevado a un callejón sin salida, y mi detective aclaró que estuvo a punto de dejar del caso cuando por dicha del destino alcanzó a escuchar una conversación en uno de los cafés donde iba a desayunar cerca de la Puerta de Puchena, en la que dos granjeros del pueblo de Beires mencionaron a un extraño individuo de melena negra con mechones blancos que era motivo de discusión por haber conseguido una cosecha muy provechosa en mucho menos tiempo que el resto de cultivos, todo ello sin dedicarle extensas horas a la agricultura ni utilizar herramientas punteras en las actividades agrarias. El investigador se levantó de la silla en ese mismo momento y pagó generosamente a los jornaleros a cambio de que le llevasen al pueblo una vez hubiesen acabado con los negocios que los habían llevado a la capital. Una extraña sensación de peligro me recorrió la espalda cuando llegué a aquella parte del archivo, pero seguía ciega por la avaricia de poseer aquella información y continué leyendo con la única luz que me proporcionaban mi lámpara de aceite, que poco a poco fue disminuyendo hasta que me solo había una pequeña flama que se negaba a morir.
         El detective llegó aproximadamente a la una de la madrugada al pueblo y pasó la noche en una de las casas que servían como hostal temporal durante las ferias, la cual era gestionada por los Román, antigua familia de agricultura dedicados en épocas mejores a la aceituna y la patata, pero que tuvieron que alcanzar un sueldo extra en otras actividades cuando las cosechas del pueblo sufrieron graves pérdidas debido a las represalias del ejército al no haber aceptado los turbulentos cambios políticos que se habían sucedido tiempo atrás. Utilizó la habitación que se le había asignado como una improvisada zona de operaciones, donde empezó a recopilar los testimonios obtenidos de vecinos y conocidos del sujeto objeto de su búsqueda. Las respuestas que obtuvo no solían variar, con un núcleo visible que definían el descontento general de la población contra ese sujeto. “El hombre de la colina”, mote dado por los locales, había llegado a principios de febrero de 1928 tras lo cual tomó residencia temporal en el viejo hostal del cual fue expulsado por su dueña, supersticiosa y de raciocinio clavado en la tradición, la cual afirmaba que aquel individuo era capaz de ver pese a las quemaduras en sus ojos.
         Nunca se le atestiguó fuera del hostal salvo en las ocasiones que tomaba el camino que llevaba a los cotos de caza con el fin de negociar con el señor Rodríguez la compra de su caserío, así como las tierras de cultivo circundantes a cambio de una suma muy elevada para el precio de la tierra de la zona. Según comentaba el señor Rodriguez en una de las entrevistas, los trámites con el hombre fueron difíciles, ya que cada vez que este se comunicaba no decía palabra alguna, sino que lo escribía en una pizarra que llevaba colgada del hombro, lo cual no dificultó la brevedad de los trámites por los que adquirió la propiedad antes de ser expulsado del hostal y evadiendo así tener que soportar una sola noche a la intemperie. 
         Desde aquel día se mantuvo encerrado en el caserío sin intención de salir salvo para negocios, descritos por los jornaleros de otras tierras como injustos y diabólicos, ya que los productos crecían a una velocidad anormal y eran vendidos a los mayoristas por precios irrisorios con los que no podían competir el resto de habitante. Algunos pueblerinos admitían el habérsele pasado por la cabeza la posibilidad de expulsar al hombre del pueblo o espantarlo, pero la extraño aura del caserío durante la noche, mezclada con los olores putrefactos a mercurio que rodeaban las tierras, les hicieron retractarse despavoridos de sus acciones. Decían que aquellos rasgos no pertenecían a lugares poblados por cristianos de alma libre, sino a perros paganos que vendían su alma al diablo por placeres hedonistas. Todas las pruebas confirmaban las descripciones dadas por los anteriores entrevistados, pero quería estar seguro de que era el hombre correcto antes de entregarme cualquier papel.
         El detective subió el camino indicado por los locales, que le respondían con expresiones de odio y miedo cuando oían el destino de su paseo, hasta que, pegado por un lateral a varios cultivos cercanos a su recolección, encontró un caserío oscuro y fúnebre, con fachadas rebosantes de hiedra y un aire sobrecargado por las esencia del mercurio que envolvía al ambiente. Describía una escena insoportable y espeluznante que evocaba a los miedos góticos y los pensamientos catastróficos que nublan la mente de los hombres cuando su instinto más básico presiente una amenaza inminente. Previo a tocar la puerta de aquel horrendo lugar, decidió inspeccionar los alrededores de la zona en busca de cualquier prueba que justificase sus sentimientos incómodos. El patio exterior estaba cubierto por altos hierbajos de elevado tamaño fruto del descuido, pero pero que extrañamente no mostraban señales de la presencia de roedores o alimañas, cosa común en zonas poco cuidadas. A la derecha de la casa se encontraba una especie de cobertizo que al abrirlo resultó estar lleno de herramientas agrícolas antiguas las cuales encajaban con las herramientas anacrónicas que los aldeanos describían como propiedad del hombre de melena bicolor. También encontró en las zonas cercanas a la casa un pequeño corral falto de reparaciones en el que se encontraban solamente unas pocas gallinas algo famélicas, unas perreras completamente vacías y otras instalaciones que debieron poseer mayor gloria durante la administración del señor Rodríguez. Cuando ya se dio por satisfecho en sus averiguaciones exteriores, el detective describió en las pocas hojas que faltaban para acabar el archivo que se fijó un extraño contenedor pegado al único pozo que había cerca de las instalaciones. Según explicaba era un contenedor metálico, de cuatro varas de largo por tres de ancho, sin tapa, pero cubierto por una lona de material barato. Explicó que estaba lleno de un material oculto que manchaba la lona, dejando sobre esta una mancha de colores rojizos y amarillentos que le instaba a averiguar qué misterio ocultaba esa simple tela, aunque tenía la sensación de que ya sabía la respuesta.
         Se acercó al contenedor y, al apoyar la mano sobre la tela, notó un extraño material blando, pero al intentar levantar el manto una mano agarró su brazo y le tiró al suelo con fuerza. Cuando levantó la vista para ver quien había sido capaz de derribar a un hombre con sus capacidades físicas, se encontró con un hombre delgado y menudo, cercano a los cuarenta años pero con el rostro cubierto de arrugas, que portaba una melena salvaje y negra en la que se apreciaban mechones de color blanco, una salvaje y frondosa barba plateada, y unas cuencas vacías, marcadas con las quemaduras características a la sobreexposición al mercurio, pero que no dificultaban al dantesco hombre a moverse con total libertad. Era él, el superviviente de Algarrobado Mayor, el viudo con mi misma aflicción mental, aquel que había sido mi ruina y mi obsesión durante más dos años. Estaba junto a mí pese a que su presencia se debía a mi imaginación y un informe mojado por la lluvia. El júbilo y la promesa de un futuro más sencillo me embriagaron tras las últimas frases, pero conseguí liberarme de aquellos pensamientos juveniles y volví a la lectura. El detective pidió disculpas al extraño hombre ciego y explicó cual era la naturaleza de su misión mientras el loco de la colina ignoraba las preguntas que le hacían, y sólo salió de aquel trance de aburrimiento cuando mencionó por casualidad mi nombre. El individuo de melena bicolor giró abruptamente la cabeza y se acercó al detective, quien le contó todo lo que sabía de mí por la poca información que le había dado: mis estudios de las artes arcanas, los frutos de mi trabajo en el arte de la literatura y la odisea vivida con el único fin de encontrarle y poder acabar mi Opus Magna. Cuando el investigador estaba a punto de preguntarle por una cita para realizar una entrevista que confirmara su identidad, el hombre barbudo le cortó con la mano, tras lo cual el detective describíó con letra temblorosa unos sucesos que helaron mi alma inmortal y me llevaron a correr hasta la cocina para beber de un trago una generosa copa de coñac.
         Cuando la bebida me había dado las fuerzas que necesitaba, volví a mi estudio para releer aquellas últimas palabras y comprobar que no eran el resultado de mi mente podrida tras tantos años de enfermedad. No me había equivocado. En el informe se explicaba cómo aquel hombre ciego pero que podía ver pronunció unas palabras con voz profunda y gutural, que mi informante fue incapaz de relacionar con sonidos humanos, cuyo significado se quedó en mi mente desde ese momento hasta día de hoy: “Yo soy el doctor Joaquín Cerezo Ríos, y llevo esperando noticias de su informante desde hace años. Dígale que venga, dígale que está invitada a mi casa, y que contestaré cualquier duda que tenga sobre mí”.
         Me quedé petrificada. ¿Cómo podía saber aquel hombre quien era yo o por qué le estaba buscando? ¿Por qué se había negado a hablar con nadie durante tanto tiempo si no tenía ninguna dificultad? ¿Era posible que todo esto fuera el producto de una elaborada estafa a manos de mi empleado con el fin de quedarse con el sueldo que le había prometido una vez acabase el trabajo? La paranoia se apoderó de mí; no sé cuánto tiempo pasé sumergida en mis propias dudas y cuestiones, pero para mí se sintieron como una eternidad de tortura. Mi caja de Pandora personal se había abierto, había desvelado todas las inseguridades y pesares que había acumulado tras una larga búsqueda de dos años. Pensé que ese era el fin de mi cordura y jamás sería capaz de recuperarme, hasta que las voces, unidas en un cántico unísono en lugar del orden caótico con el que solía escucharlas, volvieron a aparecer en mi mente y me ordenaron de forma imperiosa que cesase el espectáculo de mi deplorable comportamiento y volviese a mi labor. Me recompuse y limpié el sudor de mi frente con extraña sorpresa, la maldición que me había acompañado durante toda mi vida había sido capaz de salvarme de mí misma, me había ayudado por primera vez, y, aunque me hubiera gustado desenmascarar ese misterio, tuve que enterrarlo para centrarme en terminar la lectura del documento que incluía una dirección, supuestamente, perteneciente a la casa del doctor Cerezo.
         En la mañana del 15 de diciembre de 1928 llegué a la estación de trenes de Almería. Al poco de llegar, apareció un coche de caballos que ofreció sus servicios para llevarme hasta el destino que desease y, debido a que los modelos de automóviles en alquiler estaban en condiciones nefastas, acepté. Me subí a la cabina y el hombre me preguntó el destino. Le indiqué que deseaba ir a Beires, tras lo cual tomó el camino principal a Benhadux que estaba interconectado con otros caminos comerciales por los que transitaban carros y camiones llenos hasta los topes de verduras, ganado y mármol. Llegamos alrededor de las diez de la noche a la entrada de los terrenos del doctor Cerezo, pues el conductor al verme extranjera no deseaba que me perdiese, ya fuese llevado por el paternalismo de los hombres de clase baja con intenciones carnales repulsivas o que verdaderamente era uno de los pocos buenos samaritanos que quedaban en este mundo. Me despedí del conductor y crucé la puerta que conducía a un camino de piedras musgosas rodeado por pinos ancianos y retorcidos. Seguí un buen rato por aquel camino que parecía sacado de los cuentos anglicanos de pesadilla y terror, donde los únicos sonidos que escuchaba eran los de mis pisadas sobre la dura piedra. El aroma que impregnaba mi nariz era el de las tierras secas del sur mezclado con un leve toque a mercurio. Finalmente llegué al famoso caserío del señor Rodríguez que se mostraba ante mí como una estructura olvidada de su antigua gloria. La descripción que había dado el detective era exacta a la imagen que tenía frente a mis ojos. Me acerqué a la puerta; no sabía si tocar o esperar al día siguiente, pero como si el destino respondiese a mis pensamientos, un hombre delgado, barbudo, con la melena negra y blanca y unas cuencas vacías con las quemaduras típicas del mercurio, abrió la puerta chirriante con una mano mientras con la otra sostenía una vela casi derretida que funcionaba como linterna.
         El hombre, al que reconocí sin vacilaciones como el doctor Cerezo, me indicó con un gesto de cabeza que pasase. Todavía recuerdo con todo lujo de detalles la decoración del lugar, cuyas paredes estaban cubiertas por trofeos de caza y cuya esencia era la mezcla de los muebles de madera vieja y roída junto a ese repulsivo olor a mercurio que se había acentuado al entrar en la casa. La náusea me embargó y estuve a punto de devolver el poco almuerzo que había tomado durante el camino, pero fui capaz de mantener la compostura y seguir a duras penas al doctor Cerezo por un largo pasillo que desembocaba en una gran puerta de bronce esculpida. El hombre sacó una llave plateada de su bolsillo y la introdujo en la puerta que reveló un extraño túnel, probablemente de construcción reciente, que llevaba a un húmedo sótano al bajar unas escaleras talladas en la misma piedra. El lugar, más que un sótano, se asemejaba a una caverna artificial por su forma ovalada y sin ventanas, cuya única fuente de luz era la vela del arqueólogo y la cual temía que se apagase debido a la humedad del ambiente. Los únicos muebles que había en esa espeluznante celda eran dos sillas por cuya apariencia no parecían muy cómodas, colocadas encima de una alfombra rojiblanca con simbología celta, así como una tabla pegada a la pared de la cual colgaba un cuchillo ornamentado y de excelente fabricación. Me acerqué a inspeccionar el cuchillo, pero me interrumpió por la tos forzada de mi anfitrión, quien me señaló con su dedo una de las sillas para que me sentase en ella. Sin embargo, mi corto examen me permitió discernir el color y el patrón de la hoja, que recordaba al humo, y también las manchas que parecían sangre seca en el filo. Había sido utilizado recientemente.
         Me senté tal y como me habían pedido, saqué mi vieja pluma y cuaderno de notas mientras observaba como el objeto de mi obsesión se colocaba frente a mí. Su figura y pose, rodeadas por un ambiente tan surreal, le daba un aura similar al imaginario de los mejores escritores fantásticos y góticos, similar en mi mente a la imagen del dios de la muerte creado por mi barón irlandés favorito.  Tras un breve silencio, el hombre abrió la boca. Se presentó como Francisco Cerezo Ríos, licenciado por la universidad de Santiago de Compostela en arqueología y ex miembro del grupo especial enviado por el gobierno a Algarrobado Mayor. Su voz era profunda y gorjeaba, tal y como lo describía el detective, pero cara a cara producía tal horror que, involuntariamente, me aferré con fuerza al reposabrazos. Por instinto, ese vestigio de la bestia primigenia que todavía llevamos dentro, me preparé para enfrentarme a cualquier posible amenaza.
          Me tranquilicé gracias a los extraños mensajes que recitaban las voces en mi cabeza e intenté reducir la velocidad de mi respiración hasta calmarme. Le pedí que me relatase todo lo que recordase de la destrucción del pueblo pagano en aquella lúgubre noche del 15 de octubre de 1923. El profesor Cerezo se reclinó en su silla como si aquel tema fuese algo banal y sacó del bolsillo una pipa de marfil que cargó antes de encenderla. El aroma que salía de esta no era tabaco, sino una extraña medicina verde tomada en el esotérico oriente conocida por sus propiedades relajantes, y que había saltado a la fama en Europa tras rumorearse que la consumían en grandes cantidades los fieles de Rashid Al-Din Sinan, miembros de una secta islámica radical que durante las cruzadas había sido el terror de cristianos y musulmanes con el asesinato tanto de nobles como inocentes a sangre fría. Tomó una larga calada infinita, y dejó salir lentamente el humo blanquecino por entre sus labios hasta que, tras un leve suspiro, comenzó a hablar.


Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.

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