sábado, 29 de mayo de 2021

La Batalla de los Heraldos (1/2)

Antes del reinado de los hombres y el consejo de los magos rojos, antes del exilio de los gigantes y la decadencia de su sangre, antes de que la tierra se plagase de cuerpos y el suelo se tiñese de rojo para el deleite de los cuervos, antes de que el mundo fuese mundo y el todo estuviese completo, solo existía el vacío y del vacío surgió Selûne, la dama de la luz plateada, y que muchos rinden culto bajo el nombre de Ihys, el señor de la llama dorada, y Shâr, la dama de la niebla y la oscuridad y que muchos conocen con el nombre del Tejedor de Sombras.

Ambas deidades deseaban un mundo que cubriese el vacío del que habían surgido, un mundo en el que la vida pudiese florecer y crecer acorde a sus deseos. Selûne y Shâr crearon la luz y la oscuridad para llevar a cabo su trabajo, mas Sêlune deseaba un mundo bello y brillante, donde la luz cubriese la tierra y su calor y resplandor llegase a los confines del mundo, y Shar deseaba un mundo frío y oscuro, donde la niebla violeta alcanzara los picos más altos de las montañas y el rocío de la noche acompañase a sus hijos como un abrazo de cuna. Los dos entes discutieron durante evos con el fin de llevar a cabo su visión pero nunca alcanzaban un acuerdo, pues la luz es contraria a la oscuridad y la oscuridad no puede existir si la luz vive. Las palabras y pensamientos llevaron a la lucha y la lucha creó tormentas cósmicas cuya fuerza tergiversó la propia realidad y en golpes que llenaban el vacío de furia y miedo. Nadie sabe cuánto duró aquella batalla ni nadie lo sabrá jamás, pero de su final inconcluso surgieron los dioses menores, dioses de luz y oscuridad a los cuales el mundo reza, y el vacío dejó de ser vacío para convertirse en el universo. Millones de planetas y cuerpos celestes tomaron su legítimo lugar en el mundo y Sêlune y Shar vieron que habían creado el mundo aunque no eran como habían soñado, y ambas decidieron ceder su lucha pues no deseaban la destrucción de su propia creación.

Los dioses menores aplaudieron la decisión de sus creadores y entre todos formaron Abeir-Toril, el mundo antiguo, el equilibrio perfecto entre luz y oscuridad que poblaron con las razas antiguas, los monstruos y las bestias. Las grandes damas habían cesado su lucha y ambas gobernaban sobre su creación, pero Selûne albergaba tristeza en su corazón, pues había deseado un mundo solo para ella y en su ambición creó en secreto la tierra de Ban-Akhor, la Tierra de la Luz Eterna, que estaba separada de Abeir-Toril por el gran océano, y a la guardiana de aquel mundo separado, Sarenrae, la Semperclara, cuyas alas de luz curaban la tristeza y el dolor de aquellos que lo necesitaban y cuya espada flamígera derrotaba a las sombras antes de que pudieran dañar la tierra. Selûne y Sarenrae formaron las montañas, los ríos, los valles y las cavernas de Ban-Akhor y una vez acabaron su labor poblaron su paraíso con las cuatro razas de Ban-Akhor: los veldakens, quienes se asentaron los valles del sur y dedicaron sus vidas al estudio y el deber, los cambiantes, quienes corrían y cantaban libres y felices por los bosques y selvas, los gigantes, nacidos de la piedra, el fuego, el hielo y los cielos, dueños de las montañas y maestros de las artes y cuya artesanía no tenía digno rival entre las demás razas, y los tritones, que vivían en las costas y dividieron su vida entre la tierra y el océano asegurándose que la vida florecía y el mal no los asolaba. El mundo vivió libre y sin conocer la oscuridad, protegidos eternamente por la Sempeclara que los nutrió y les instruyó en sus artes y enseñanzas y les cuidaba con ternura y cariño desde su nacimiento a su muerte.

Ban-Akhor fue un paraíso por generaciones, oculta en secreto del resto de deidades bajo la tutela de Sarenrae. Pero Asmodeus, señor de los infiernos, que había estudiado el cosmos y cuyos ojos alcanzaban toda la creación, vio que la luz de Sarenrae le cegaba e impedía ver más allá de esta y el archidemonio, llevado por la codicia y la curiosidad, se enfrentó a la portadora de la espada flamígera para conocer sus secretos. El fuego blanco y el fuego oscuro chocaron y de aquel conflicto surgieron estruendos y calamidades que retumbaron por todo el universo y Asmodeus, pese a que no fue capaz de abatir a la Sempeclara, consiguió plantar la semilla de la intriga en el resto de dioses, que descubrieron así el secreto que por tanto tiempo habían ocultado.

Los dioses enfurecieron al conocer aquella tierra gobernada por la luz y sin tinieblas, pues era una afrenta contra el resto del cosmos y una violación de la paz que las grandes creadores habían acordado, y Shar, llevada por la ira, maldijo la tierra de Ban-Akhor y de las montañas y valles donde las tinieblas jamás habían tomado forma, surgieron seres de humo oscuro y llamas negras y asolaron así el que una vez fue el paraíso que Sarenrae había jurado proteger y Ban-Akhor dejó de llamarse Ban-Akhor una vez la oscuridad alcanzó la luz y se llamó Ban- Tenya, la Tierra de los Llantos.

Aquellos seres, entes sin forma ni cometido más allá de la destrucción, corrompieron la tierra y plagaron los corazones de sus habitantes de desesperanza. Selûne y Sarenrae fueron obligadas a ver la destrucción de su creación incapaces de actuar bajo el mandato de los otros dioses, ya que si así lo hacían, una nueva guerra nacería en el cosmos y la creación sería destruída. Así fue como Sarenrae, incapaz de actuar por su cuenta, mandó en secreto a Anga Istyar, Heraldo de Hierro, su más fiel sirviente y guerrero a combatir el mal que asolaba el mundo que había amado, y sus alas se tornaron rojas de la sangre de los seres de niebla que arrasó y sus gritos de guerra inspiraron a las cuatro razas que poblaban Ban-Tenya a defenderse de la progenie de Shar, pues sabían que Sarenrae no los había abandonado y seguía cuidando de ellos.

Ban-Tenya dejó de dormir frente a la oscuridad y con su esfuerzo y coraje hicieron retroceder a la sombras y con sus esfuerzos hubieran conseguido extinguirlos, mas Asmodeus vio que Sarenrae había enfrentado en secreto a la oscuridad y, puesto que ninguna deidad o demonio podía actuar en el conflicto, moldeó a partir de miedo y sombras a sus propios heraldos: Lilith, Madre de Sombras, y Caeb, Padre de Tormentos y les dió parte de su propio poder para que pudieran hacer frente a Anga Istyar.

Lilith era hermosa y bella, de piel gris ceniza y labios de obsidiana, vestida con plumas negras y mantos de esencias grisáceas, con una corona de cuernos rojos y seis alas como las de Anga Istyar, marcadas con el fulgor de las profundidades del Infierno. Caeb era un ser monstruoso, cuya cabeza se asemejaba a la de un dragón, con cuerpo cubierto de escamas negras similar al de un león y una larga cola serpentina de fuego azul y de cuya boca surgía saliva de mercurio y aliento de veneno. Las sombras volvían a tener una oportunidad contra la luz y los tambores de guerra volvieron a sonar una vez más, pues ambos ejércitos se habían cansado de una lucha eterna sin vencedor y ambos se reunieron a sus tropas bajo las faldas de Calleb Dhur, la Montaña que alcanza el cielo, a fin de acabar el conflicto y aplastar a su enemigo, sin saber que sería el fin de ambos.