sábado, 24 de agosto de 2019

Lo que yace bajo las ruinas (parte 4 de 5)

         Alrededor de las ocho de la tarde del fatídico día, el doctor Cerezo se había reunido con dos de sus colegas y un técnico en explosivos en su habitación para cumplir una de las más viejas tradiciones entre intelectuales: el consumo de altas cantidades de cualquier bebida alcohólica capaz de atontar el cerebro durante unas pocas horas para pasar una noche alegre y de juerga. El festejo se debía a que al día siguiente podrían comenzar con todas las investigaciones deseadas tras haber sido encarcelado el último de los paganos salvajes que les habían atacado semanas antes. El doctor Cerezo recordó haber estado sentado junto a la ventana, mirando con una sonrisa triste al resto de sus compañeros cuando el doctor Segura, catedrático por la universidad de Barcelona y miembro más joven del equipo de investigación, empezó a quejarse su incapacidad de aguantar las ganas de iniciar la exploración hasta el día siguiente. Aquel malcriado aristócrata no solo necesitaba explorar el lugar, tenía que ser el primero en hacerlo. Las quejas del joven doctor no cesaron y arruinaron en parte la celebración del resto de compañeros hasta que el señor Márquez, encargado de los cálculos referentes a la fabricación de nitroglicerina y otros productos explosivos, propuso a sus compañeros el hacerse con uno de los coches reservados al transporte de los investigadores y visitar aquel mismo día las ruinas a espaldas del resto de colegas. Parecía una idea descabellada y, aunque el doctor Cerezo jamás hubiera aceptado en condiciones normales aquella propuesta, el exceso de alcohol y unas extrañas voces que le habían acompañado desde niño para que abandonase su ética, no puso ninguna objeción e incluso fue de los primeros que apoyó la aventura. El último miembro del grupo, el doctor Soler, quien no fue difícil de convencer, fue el encargado de hacerse con las llaves de uno de los coches y conducir a la entrada de las ruinas. 
         Cuando llegaron a su destino, bajaron del coche y recorrieron los túneles cantando baladas obscenas mientras buscaban el valor necesario para inspeccionar un lugar tan lúgubre durante la noche. Nada más llegar a la zona se pusieron manos a la obra con toda la profesionalidad que podían ofrecer en el estado en el que estaban. Los geólogos habían hecho una buena aproximación de la datación de las vasijas encontradas, pero los ojos más profesionales de aquellos hombres fueron capaces de identificar las piezas como pertenecientes al gobierno de Filipo II en la península balcánica; gobierno que allanaría el camino a su hijo Alejandro en la conquista del segundo imperio más grande que los seres humanos hayan conocido. También había collares de gran antigüedad pertenecientes a las tribus anteriores a la aparición de Cartago, armas de calidad increíble pero que por su forma y diseño se asemejaban más a las descubiertas durante la edad de bronce, e incluso se encontró una estatua de oro de una criatura obscena que el más fantasioso de los investigadores se atrevió a asimilar con el reino fantástico de Valusia, antes de que un extranjero bárbaro tomase la corona para sí mismo y llevase su vida hasta la leyenda y la gloria.
      Mi pluma temblaba mientras el doctor Cerezo relataba el extraño inventario: peines pertenecientes al nacimiento de Roma, alfombras cuya fabricación se dató de las estirpes del Nilo Bajo durante el Imperio Antiguo, sedas de la caída de Babilonia, joyas de los imperios majayanapadanes... Me atreví en un arranque de descaro a preguntar por qué no dio aquella información a las autoridades pertinentes, aunque fuese de forma escrita, a lo que me respondió con una sonrisa frívola seguida de un comentario déspota, expresado con la misma voz gutural que repugnaba: “Si se atreve a escuchar la historia al completo, sabrá por qué”. 
         Una vez los arqueólogos finalizaron el catalogado de los artículos con mayor relevancia, comenzaron a examinar los murales que adornaban el salón de piedra. A primera vista les resultaba impensable que todas aquellas maravillas hubiesen existido en el pasado y no se hubiesen encontrado pruebas. Mientras que los otros tres integrantes del grupo observaban un dibujo en el cual un hombre sujetaba una piedra que capturaba unas extrañas neblinas sobre la población, el doctor Cerezo me confesó una grave jaqueca, esta vez con más fuerza que en ocasiones anteriores, acompañada por una voz profunda y cavernosa que repetía una orden constante e incomprensible por cualquier otra persona, pero que para él era tan simple como una orden en su lengua materna. “Ven a nosotros. Pulsa el mecanismo y ábrenos el camino”. El doctor Cerezo me reconoció que en ese momento se sintió anonadado, y el sudor frío perlaba su frente mientras me describía el conjunto de penumbrosas emociones que oscilaban por su mente aquel día. Finalmente no pudo más y, como un hombre ciego guiado por su fiel lazarillo, se dirigió a la pared contraria a la de sus compañeros y tocó unos relieves que representaban una extraña pirámide negra de cuya cima surgían extensas columnas de fuego. Una parte del mural cedió, sonó un clic seguido por un temblor de la sala. Las paredes parecían al borde del colapso y del techo no paraba de llover el polvo, pero el caótico movimiento cesó de forma abrupta y reveló una puerta secreta en la misma pared.
       El pasillo que se había abierto era estrecho y profundo, y descendía a las profundidades mediante unos escalones de piedra cubiertos por medio palmo de mercurio pestilente que fluía desde el techo y dificultaba la empresa de aquellos hombres. No supieron si serían capaces de continuar su empresa hasta que el Señor Márquez, quien sonrió de forma jactanciosa, sacó de su bolsa una máscara de gas para cada uno de los miembros de la compañía. Encendieron sus linternas, se armaron de valor y pegaron un último trago a la botella de güisqui que llevaban consigo, para calmar los nervios. Aquel sitio era demasiado estrecho y no podrían entrar todos a la vez, por lo que se tomaron turnos para formar en fila india. El doctor Cerezo recordaba con una sonrisa torcida como antes de embarcarse en los acontecimientos que marcaron su vida se discutían temas tan banales como el orden de acceso de los integrantes del grupo, y hasta llegó a soltar una carcajada triste cuando recordaba como el señor Martínez propuso elegir el orden mediante un juego infantil que recordaba de su pueblo. Tras toda la palabrería entró primero el doctor Cerezo seguido por el doctor Soler, cuya retaguardia sería cubierta por el experto en explosivos y dejando al joven arqueólogo como último eslabón. Al principio no encontraron nada que les llamase la atención en ese pasillo oscuro y pestilente, pero tras unos cuantos metros de profundidad encontraron diferentes dibujos que cubrían las paredes, divididos en escenas delimitadas por patrones triangulares, y que supieron al instante que debía servir para representar algún tipo de rito religioso. La mayoría de estos incluían a un extraño hombre azul que dirigía a un grupo de hombres en un rito pagano, reuniéndolos en lo que parecía un templo y llevándolos a un túnel muy similar al que estaban ocupando los aventureros. La siguiente escena produjo un escalofrío en los intelectuales, pues en esta dantesca pictografía dos ayudantes colocaban en el hombre de azul unas túnicas muy similares a las que había llevado el líder de la resistencia civil durante la batalla de los Aullidos.
        El valor que otorgaba el güisqui se iba disolviendo con la actividad física, y el señor Martínez, poco acostumbrado a las visiones góticas que eran la profesión de sus compañeros, empezaba a presentar síntomas de nerviosismo. Estos se denotaban, como describió el señor Cerezo, con un pequeño fulgor en sus ojos, similar al que demuestran las bestias salvajes cuando presienten una amenaza oculta pero inminente. Pensaron que podía ser un inconveniente para la investigación, pero el doctor Segura consiguió tranquilizarlo a duras penas. Le explicó que era normal en zonas paganas que se perdiese el significado de las costumbres, pero no el método de su ejecución, como por ejemplo el uso de herramientas y vestimentas cuya función en los ritos primigenios había sido olvidada. El técnico en explosivos aun mostraba el nerviosismo en su pálido rostro, pero se tranquilizó lo suficiente como para continuar la exploración de los túneles goteantes de mercurio.
           Las imágenes que le siguieron mostraban otra vez al hombre azul guiando al grupo por el túnel hasta unas gigantescas puertas de bronce. Se acercaron a mirar el panel siguiente, pero no fueron capaces de ver qué representaba, ya que este estaba en un pésimo estado debido a que por una grieta en la pared caía una cascada de mercurio que había corroído la piedra. El doctor Segura intentó tapar la grieta con un trapo, pero cuando acercó la mano a la grieta, sonó un espantoso sonido visceral, lo cual recordó al arqueólogo las expresiones de terror del grupo. El doctor Segura soltó una carcajada y explicó que ese sonido era de origen natural, producto de simples procesos químicos. Nadie negó su hipótesis, ya fuese porque aceptaban su planteamiento o porque ninguno tenía el valor de rebatir la única propuesta que no deformaría la cordura colectiva.
         La última colección de imágenes representaba diversos ciclos lunares que repetían los murales anteriores una y otra vez, los cuales se contaban por el número de lunas llenas y la posición de las estrellas en sucesiones de seis meses y que correspondían a los solsticios de invierno y verano, hasta el último tramo, en el que se podía ver como el hombre azul, tumbado en una cama, acercaba los labios a la oreja de un muchacho erguido junto a él. De su boca surgían líneas malformadas que desembocaban en el oído del muchacho, y tras varios paneles con imágenes similares, la piel del muchacho se iba tornando cada vez más azul, hasta que en el panel final se mostraba orgulloso junto al cadáver en la cama y junto a un grupo de seguidores que parecía aceptarle en su nuevo estatus. No volvieron a ver una pintura en el resto del túnel hasta que encontraron el final en la misma puerta de bronce que se había visto dibujada como frescos en el túnel. Según el doctor Cerezo estaban cubiertas por relieves de gran calidad, en las que imágenes que no se atrevió a describir marcaron un punto negro en su psique que le recordaría siempre la maldad innata del destino. Intrigada por sus declaraciones, y llevada a buscar el misterio que no se me quería contar, le pregunté cuál era el tema principal representado en los relieves. El hombre tuvo que dar varias caladas a la pipa hasta que pudo formular una respuesta clara: “Se representaban… las consecuencias de no llevar a cabo los ciclos. Representaban el castigo que podemos sufrir si no los cumplimos”.
          Tras un breve descanso solicitado por el doctor para rellenar el contenido de su pipa, prosiguió con su narración. El ciego que veía recordaba haber tocado las puertas de bronce y haber palpado los horrendos e indescriptibles relieves llevado por el oscuro impulso de las voces, y me contó como, al apoyar su mano, el grito visceral que le había asustado volvió con más fuerza, pero esta vez no le produjo ningún tipo de horror. El señor Martínez no aguantó más, y con la voz temblorosa y todo su cuerpo temblando, exigió al joven arqueólogo regresar a la superficie de una vez por todas. El doctor Segura intentó razonar con el técnico de explosivos otra vez, le explicó que era imposible cruzar al otro extremo con él detrás sin que uno de los dos tocase el nocivo metal. Comenzaron una discusión en aquella dantesca instalación; el señor Martínez gritaba y chillaba exigiendo salir, y el doctor Segura se negaba en rotundo hasta haber terminado su investigación. Los ánimos empezaron a calentarse hasta que el técnico se enzarzó con el doctor Segura. El doctor Soler fue incapaz de separarlos, y la lucha duró unos instantes, donde los golpes contundentes del técnico anulaban cualquier tipo de defensa que pudiera conjurar el doctor, un hombre de menor peso y fuerza física.
          Todo indicaba que el arqueólogo dormiría en el hospital y que el grupo debería explicar a los encargados en la mañana siguiente por qué habían decidido hacer aquella estúpida aventura en vez de esperar a los horarios acordados. Sin embargo, nunca se le podría recriminar su actuación al doctor Martínez, pues el doctor Segura, herido y sangrando, sacó un revólver de su chaqueta cuando vio que no podía defenderse honrosamente y disparó dos balas fulminantes contra el dinamitero.. Para cuando el cadáver cayó sobre el suelo cubierto de mercurio con un chapoteo, el rostro del joven arqueólogo había cambiado completamente. Comenzó a temblar presa de las circunstancias, y apuntó a sus otros dos compañeros. Su rostro ya no era el de un hombre cuerdo, sino el de alguien anonadado y horrorizado por el mundo que le rodea. Con el cañón apuntando al doctor Soler y un hilo de voz titubeante, les explicó que no podía permitirse que se descubriese lo que acababa de pasar: su carrera, sus éxitos, su familia… todo eso desaparecería si quedaba alguna prueba del crimen que acababa de cometer.
         El doctor Segura, llevado por la locura que le embargaba, informó a los otros dos arqueólogos de su plan improvisado. Tenía intención de matar a ambos hombres una vez abriese la puerta y dejaría los cadáveres en el interior de la sala para que el paso del tiempo pudiese hacer su obra; a la mañana siguiente volvería a las ruinas sin levantar sospecha para evitar que se descubriese el pasadizo secreto. Una vez pasados los años retornaría para coronarse como el descubridor del mayor hallazgo arqueológico de la década y utilizaría sus influencias a posteriori con el fin de catalogar lo que ya serían esqueletos como simples habitantes de la sociedad desaparecida. Una carcajada sombría salió de su boca, y la sentencia comenzó una vez el hombre armado les ordenó que abriese la puerta.


Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.

sábado, 10 de agosto de 2019

Festival de primavera

          PUM. PUM. Los tambores anuncian la festividad de primavera del planeta OMARA-6. Los nativos caminan por las estrechas calles de las ciudades con sus instrumentos de percusión. Celebran todos los años el acercamiento del cometa Omora sin saber que año a año aumenta la probabilidad de que éste se estrelle contra ellos. Los xenoarqueólogos llevan esperando ese momento demasiado tiempo. No, no es que los xenoarqueólogos vayan a celebrar la destrucción de ese pobre planeta, sino que lo ven como la única forma de poder estudiar OMARA-6. Los nativos han conseguido alejar las garras de esa institución e incluso ser casi independientes del resto de naciones. La astucia y crueldad de sus líderes hacen que invadir OMARA-6 sea como invadir Rusia en invierno.

          Se cree que OMARA-6 fue el planeta de una antigua civilización. Los humanos llegaron a ese planeta y construyeron sobre las ruinas de la posiblemente única especie inteligente que habitaba el universo conocido. Por los últimos reportes de los espías del Instituto de Xenoarqueología, la especie alienígena habría también construido bajo la tierra. Quizás refugios para ocultarse de algún peligro o desgracia inminente. Ojalá seamos capaces algún día de saber la historia de estos alienígenas y descubrir porqué desaparecieron del mapa.

          He llegado a OMARA-6 con un pasaporte de trabajo temporal. Llevo aquí menos de seis meses y sé que no he avanzado con mi investigación todo este tiempo, pero mis contactos me explican que es lo habitual y que no me preocupe: podría conseguir aumentar mi período de permiso si me renuevan el contrato en el taller en el que trabajo. Lo cierto es que la productividad de los nativos es muy baja y pasan demasiado tiempo vagueando: el clima es desde luego, propicio para ello. Este año está siendo especialmente caluroso, así que ni veo a mis compañeros después de la hora de la comida.

          Este año han permitido que más extranjeros participen en sus celebraciones. Soy parte del cuerpo de voluntarios que van a limpiar las calles al paso de las carrozas florares. Me tuve que levantar antes del amanecer para acercarme a la calle principal de la que partirán las plataformas sobre las que irán los nativos disfrazados de personajes de cuentos y leyendas locales. Estas plataformas son cubiertas por flores y plantas bastante llamativas, incluso se adornan los deslizadores que tiran de ellas. Los participantes van deshaciendo las carrozas quedando desnudas a su llegada a la plaza de cada ciudad y en ella, los disfrazados saltan rítmicamente sobre ellas, haciendo que el ruido retumbe contra los edificios y que el suelo a su alrededor vibre. Este paseo de carrozas se hace en todas la ciudades y después se pasan casi un mes de celebraciones varias. Por las noches se van a proyectar películas en los parque públicos, hay talleres y mercadillos en cada barrio y fuegos artificiales a casi todas horas. Un derroche y excesos que ya no se ven en el planeta del que vengo. Los gobiernos, de acuerdo con las mega-corporaciones, consideran que no es posible que haya más de tres días de fiesta al año pues la economía de cualquier estado quebraría por ello. Si OMARA-6 sigue en pie y con un nivel de vida tan alto, me demuestra que nos hemos dejado engañar demasiado tiempo.

          Vuelvo al mundo real cuando escucho los primeros vítores. Se empieza a ver en el cielo el haz de luz del cometa. Estuve tan ensimismada en mis pensamientos que ni recuerdo cómo he llegado al punto de reunión del voluntariado. Los tambores son golpeados con tanta fuerza que de la vibración me empieza a dar la taquicardia, y eso que el más cercano está a dos calles de aquí. Me pasan una escoba y nos dividen en pelotones de limpieza. En el mío el "capitán" es un administrativo que veo siempre en la parada de metro y que es incapaz de saludarme y mirarme a la vez. Nos empezamos a separar de los otros grupos y avanzamos en silencio hacia el bullicio. Desde donde estamos no soy capaz de ver las carrozas, pero sí veo los pétalos lanzados al cielo. Algunos alcanzan gran altura y se dispersan a enormes distancias debido al viento, no demasiado común en esta época del año. El capitán empieza a darnos órdenes y empezamos a limpiar. Los pétalos deben barrerse suavemente para que no se peguen al suelo con fuerza y se aplasten. De hacerlo, quedarían marcas en el suelo y lo harían pegajoso.

          Pasan las horas y estamos cada vez más cansados. Es agotador estar bajo el sol barriendo tantas flores. El viento además mueve nuestros montones y dificultan nuestra tarea. Al final nos lo estamos tomando demasiado en serio, a pesar de ser trabajo no remunerado.

          El cometa se ve en el cielo. Se mueve con rapidez y parece que está pasando muy cerca de OMEGA-6. He visto a gente nerviosa, así que los nativos saben perfectamente cuál es el futuro de su hogar. No he visto en ningún medio que hablen de la posibilidad de que el cometa se estrelle, así que imagino que hay un esfuerzo activo en evitar que cunda el pánico. Nuestro superior alza su brazo y hace sonar un silbato: hora de la comida. Comeremos un insulto sandwich de pescado y mayonesa, cosa que sé porque entre los voluntarios veteranos están quejándose de ello. Me lo como con ansiedad y sigo con hambre, por lo que voy con algunos de mis compañeros a comprar más comida en un puesto de la fiesta. Los dulces aquí son secos y deshidratados, pero me gustan bastante y me parecen muy baratos, aunque entiendo que no lo es en relación con los salarios que hay aquí. Con mis ahorros considero que puedo tener ciertos excesos.

          La red de internet empieza a fallar y es el tema de conversación en las tareas de la tarde. Esta vez me han puesto con los que deben meter toda la basura en los camiones de recogida de residuos orgánicos. Me resulta más exigente físicamente y debo pedir a mis compañeros ayuda antes de caerme al suelo por el bajón de tensión. Nos comentan que hubo dos bajas ya entre los voluntarios por el golpe de calor. Intento aguantar más tiempo trabajando puesto que a la hora de pedir permisos de residencia, sé que valorarán que haya colaborado en el festival de primavera.

          Estamos desmoralizados y que no nos hayamos podido quejar en las redes sociales nos está pasando factura: la gente está manifestando su hastío en alto y no estoy por la labor de escucharlos. Veo que mi terminal se conecta a una línea. Mi corazón se acelera y me tiemblan las piernas. Sólo hay un motivo por le cual me darían acceso a las redes y ese motivo debe ser el impacto del meteorito. Debe haber coincidido con el corte de las comunicaciones y parece que OMEGA-6 se está esforzando porque no se sepa sobre ello. Pido a mis compañeros que me acerquen a casa, mintiéndoles sobre mi estado físico.

          Al llegar a casa me pongo manos a la obra a buscar información sobre el meteorito. Me extraña que el gobierno local haya sido tan bueno en esconder el sucedo. Pero lo cierto es que no hay nada sobre Omora porque Omora pasó cerca del planeta sin ningún incidente. El cuerpo de xenoarqueólogos me envía por fin una comunicación y en ella me piden que abandone el planeta puesto que han aprovechado la fiesta de primavera para atacar OMARA-6 y lo están invadiendo. Veo donde está el punto de evacuación, anoto los principales accesos y voy directa mi utilitario. Pero a pesar del corte de comunicaciones, los nativos han acabado sabiendo lo que estaba ocurriendo y había varios kilómetros de retenciones. Me pasé el resto del tiempo en la carretera y sin apenas avanzar. Algunos se saltaron las vías y alzaron el vuelo con los vehículos. Algunos se estrellaron por la falta de pericia. El nerviosismo del momento llevó a la histería y hubo golpes, empujones y bocinazos. Dos tíos salieron de los coches para pegarse mientras su familia los animaban desde el coche. Era un espectáculo bastante lamentable.

          Supe que no iba a salir de este planeta nunca como las cosas siguieran así, así que a la primera de cambio, tomé una salida y me alejé del punto de evacuación. Informé al Instituto de Xenoarqueología y pedí que me dieran otra alternativa. Tardaron en responderme y me llegaron comunicaciones intermedias de que activase el sistema de posicionamiento y otros sistemas de mi terminal. La radio del vehículo empezó a sonar y por una retransmisión ilegal, explicaron el avance del frente de batalla y qué vías de evacuación estaban colapsadas. Creo que acabarían antes diciendo que todas las vías de evacuación lo estaban.

          Al rato, ya cansada de esperar y mientras intentaba sintonizar otros canales, me llegó unas coordenadas. Eran unas minas que estaban cerca de aquí, pero en terreno montañoso. Me dieron indicaciones como donde dejar el utilitario y medidas de seguridad básicas que debía tener en cuenta como el cambiarme el calzado a uno resistente (tenía en el deslizador unas botas viejas). Me pidieron que no ascendiera más de 5 metros, cosa obvia, puesto que los vehículos son bastante inestables y ascender tanto es sinónimo de accidente. El viaje hacia allí se hizo bastante pesado debido al nerviosismo del momento. Había visto un vehículo militar en el cielo y eso no significa nada bueno. Las pistas mineras eran abruptas y el motor del deslizador rugía con tantos cambios del terreno. Tuve que desactivar el modo semiautomático y ascendí rozando el límite de seguridad de altura. No soy buena conductora, pero no tenía muchas más opciones.

          Era casi de noche cuando aparqué el deslizador en el punto indicado y continué el camino. Apenas podía ver y la vegetación cubría los pozos y desniveles, por lo que con el corazón bombeando con fuerza en mi pecho, tuve que estar preparada para evitar cualquier peligro. El frío estaba hiriendo mi garganta, los pies me dolían con los constantes tropiezos contra piedras, tenía muchísima hambre y sed y estaba realmente aterrorizada. Paré en seco cuando oí ruidos. Me quedé quieta, esperando.
Eran voces humanas y estaban avanzando con la luz de unas linternas. Después de tranquilizarme un poco y pensar frialmente las posibilidades que tenía, les seguí, intentando ir por donde iban. Por lo que veía en mi comunicador, se estaban acercando hacia donde me habían pedido ir, así que seguramente eran del Instituto de Xenoarqueólogos pero no me atreví todavía a revelarme ante ellos. Quería tener más garantías de que estaba segura. Llegamos a las coordenadas que nos habían dado y los chicos se pararon. Estaban relajados y celebraron el haber llegado allí tomándose unos snacks. Si no oyeron el ruido del estómago, tenía la certeza de que no iban a descubrirme si seguía donde estaba. Esperé y esperé hasta que les oí explicar porqué debían estar allí: con el inicio de la guerra, el gobierno OMARA-6 había destinado a todo su personal de seguridad al frente de batalla y a la protección de civiles, dejando sin vigilanza sitios de alta seguridad como aquél. Al parecer el Instituto de Xenoarqueólogos destinó a todos los espías, es decir, a nosotros, a puntos de relevancia una vez vieron que la evacuación iba a ser imposible.

          Salí de la oscuridad cuando consideré que había oído suficiente y que evidentemente, aquellos chicos eran de mi institución. Se sorprendieron y asustaron, pero bajaron la guardia debido a mi aspecto. Soy una chica menuda con aspecto nada amenazante. Me presenté y les expliqué cómo había llegado allí. No sabía mucho más de lo que había oído de ellos y avanzamos juntos a la explotación minera. Era una explotación subterránea de oro, se había excavado cuando llegaron a OMARA-6 los primeros humanos y necesitaban recursos mineros de manera urgente. Lo hicieron de manera subterránea para evitar que fuese detectada desde el aire, cosa que no considero nada inteligente puesto que dentro no creo que haya una precisamente una temperatura agradable.

          Nos enviaron nueva información sobre cómo acceder y llegar a la galería principal. Nos pidieron cubrirnos la cabeza como fuese, para evitar que nos golpeásemos contra los desnivelados techos y para evitar que fuésemos golpeados con algún desprendimiento. Uno de los chicos tenía un casco de moto y me dejó su abrigo para que me lo pusiera en la cabeza como un turbante. Dentro de las galerías hacía mucho calor y junto con la humedad y la oscuridad, empezamos a sentirnos enfermos y agobiados. Les sugería parar para limpiarnos el sudor y picotear algo. Les pregunté sobre sus ocupaciones y su familia, para relajar el ambiente. Creo que lo conseguí, ya que nuestros siguientes pasos fueron más ligeros y se hizo un camino más ameno.

          El más alto, Mario, se golpeó varias veces en la cabeza con el techo, pero afortunadamente no le pasó nada, salvo llevarse un susto. Por mi parte, a veces resbalaba por la arenilla en el suelo y las desgastadas suelas de mis botas. En cambio, el otro chico llamado Jairo, se movía como pez en el agua por la explotación. Por lo que nos explicó, le gustaba realizar espeología y escalada, por lo que no solo estaba mejor acostumbrado a esa clase de terreno y condiciones, sino que además tenía mejor forma física que los demás.

          Las comunicaciones con el Instituto de Xenoarqueología habían parado cuando entramos en la explotación, por lo que teníamos la sensación de abandono y que incluso estábamos solos en el mundo. Sin luz, no teníamos la sensación de que pasaba el tiempo, por lo que debíamos consultar nuestros terminales para saber cuánto tiempo llevábamos allí: cuatro horas de avance. Encontramos un ascensor y bajamos por lo mejor 300 metros en vertical. Que funcionase ese ascensor me sugería que esa explotación estaba en activo o que habían estado allí hace poco, eso me sugería que las autoridades de OMARA-6 sabían de la existencia de la xeno-civilización. Eso no me tranquilizó en absoluto y me guardé esta observación para no cundir el pánico. Jairo toqueteó una caja de fusibles y consiguió encender las luces del techo. Esa galegía parecía perfectamente excavada y su perfil era uniforme, con la bóveda en forma de arco y apuntalada con acero y no en madera: esta parte de la explotación era mucho más elaborada y avanzada que donde estuvimos. Las indicaciones de la caja de fusibles no estaba en un idioma entendible. Las luces parecían led pero no lo eran. Eso no era tecnología humana, aunque no era tecnología punta ni mucho menos, por lo que me sentí un poco decepcionada con la antigua e hipotética xenocivilización que habría ocupado ese planeta.

          Mario sugirió dormir y que hiciésemos un refugio donde había una salida de aire. Era un conducto de ventilación bastante rudimentario, eso dijo Jairo. Del cansancio al principio no fuimos capaces de dormir, como si nuestro cuerpo estuviese en alerta, pero caímos dormidos. Terminamos nuestras reservas de comida y continuamos nuestra incursión. Llegamos a un campamento casi en ruinas donde vimos una excavadora muy extraña. No era humana, por las letras que aparecían y por el hueco en cabina destinado al conductor: la especie alienígena era mucho más pequeña que nosotros, del tamaño de un niño. Sus manos eran de nuestro mismo tamaño: el volante era parecido al de mi utilitario. Las excavadoras no tenían marchas y los controles eran interruptores, pareciendo el salpicadero una mesa de mezclas.

          El techo empezaba a desprenderse. Nos iba cayendo arenilla sobre nuestras cabezas. Seguramente estaban bombardeando la superficie de OMARA-6 y eso significaba que lo más seguro es que muriésemos allí, enterrados. Mario se sacaba sus manos sudadas contra su pantalón y por su reacción, parecía querer esconderlo. Seguramente su aumento de sudoración era debido al miedo y no a la temperatura, que era más baja al paso del tiempo, al haberse activado el sistema de ventilación artificial. Las galerías estaban desiertas y no vimos ninguna cosa más de la civilización que las había construído. Escuché entonces un grito. Era Mario y nos llamaba con urgencia. Casi me pierdo por los túneles, pero encontré a Jairo y dejé que él me guiara.

          Mario había encontrado una puerta, pequeña para nuestros estándares, y hecha de metal, ¿aluminio quizás? Para pasar la tuvimos que arrancar de la roca en la que estaba encajada y al otro lado había restos óseos acumulados. Al parecer los alienígenas se quedaron atrapados en su propio refugio e hicieron lo que pudieron para huir, pero siendo físicamente débiles -nosotros fuimos capaces de arrancar la puerta- no pudieron hacer nada. La antropología era una materia que dominaba más, por lo que deduje por lo que veía que la desesperación de esa gente hizo que, cuando se estaban muriendo de hambre, sed y calor, fuesen a la puerta junto a los demás congéneres fallecidos. No vi signos de violencia, por lo que no habrían recurrido al canibalismo. Mario empezó a tomar fotos y muestras de aquéllo. Él me sugirió que grabase mi voz explicando todo esto, para que no se nos olvidase al salir. Aunque yo estaba más convencida de que no saldríamos de aquí. Empezaba a haber temblores y se escuchaba en la lejanía como se estaba empezando a derrumbar todo. Hacer nuestro trabajo y estudiar aquella especie fue quizás lo que hizo que siguiésemos cuerdos y haciendo que actuásemos con naturalidad. Pediera de vista a Jario hace tiempo. La luz empezó a chisporrotear.

          Jairo nos mostró unos planos que había encontrado. Una red de túneles por todo el planeta y aquella era uno de los muchos accesos. Nos explicó que había encontrado más puertas metálicas cerradas. Una de ellas nos debería llevar a un hangar. Mario salió disparado como una bala y tras varios temblores más fuertes y constantes, yo también me sentí contagiada de la urgencia de ir a ese hangar. Jairo nos iba dando indicaciones e íbamos abriéndole el camino. Pude ver con el rabillo del ojo más cuerpos de los alienígenas a medida que avanzábamos y también vi paneles con dibujos. No quise que los demás se dieran cuenta de estos grabados en la pared: en ellos se vía una guerra entre razas, los hombrecillos alienígenas que habíamos descubierto ese día y una extraña raza que parecían pterodáctilos. Parecían realmente amenazadores y tenían dientes afilados. Espero realmente que hayan desaparecido de igual forma que los habitantes de las galerías en las que estábamos.

          El hangar tenía numerosas aeronaves. Jairo comentó algo de la forma de los vehículos. Seguramente con que no eran platillos volantes. No estaba de humor para atender comentarios jocosos así que estudié el hangar viendo qué podríamos hacer. Mario volvió a tomar la iniciativa y se subió a lo que parecía un cohete. La entrada por la que entramos a esa enorme bóveda llena de tecnología de una civilización muerta se vino abajo, quedando encerrados allí. Jairo apuntó al mapa con los accesos para tranquilizarme. Pero no podía estar tranquila sabiendo que no podríamos volver sobre nuestros pasos.

          Subimos al cohete bastante inseguros. Parecía sólido y el panel de control se iluminó con nuestra presencia. El cohete nos habló con una voz extraña, como chasquidos. Era alguna clase de voz grabada que no podríamos entender. Los motores empezaron a funcionar y nos agarramos como pudimos a los pequeños asientos. Con respecto a mi tamaño no parecían tan pequeños, pero Jairo se veía realmente molesto. El cohete fue ascendiendo y la roca del techo estalló pero no dañó la estructura del mismo. Si la raza de hombrecillos fuese capaz de abrir o reventar las puertas de acero que ellos mismos instalaron como medida de seguridad, habrían podido huir de aquel refugio que fue finalmente su tumba. Pudimos ver por un monitor que estábamos ya en el cielo de OMARA-6, un planeta surcado por numerosas naves. No nos atacaron pero rodearon nuestro cohete. El cohete seguía su avance sin que nosotros no pudiésemos hacer nada.

          Fue entonces cuando empezaron a dispararnos.