sábado, 24 de agosto de 2019

Lo que yace bajo las ruinas (parte 4 de 5)

         Alrededor de las ocho de la tarde del fatídico día, el doctor Cerezo se había reunido con dos de sus colegas y un técnico en explosivos en su habitación para cumplir una de las más viejas tradiciones entre intelectuales: el consumo de altas cantidades de cualquier bebida alcohólica capaz de atontar el cerebro durante unas pocas horas para pasar una noche alegre y de juerga. El festejo se debía a que al día siguiente podrían comenzar con todas las investigaciones deseadas tras haber sido encarcelado el último de los paganos salvajes que les habían atacado semanas antes. El doctor Cerezo recordó haber estado sentado junto a la ventana, mirando con una sonrisa triste al resto de sus compañeros cuando el doctor Segura, catedrático por la universidad de Barcelona y miembro más joven del equipo de investigación, empezó a quejarse su incapacidad de aguantar las ganas de iniciar la exploración hasta el día siguiente. Aquel malcriado aristócrata no solo necesitaba explorar el lugar, tenía que ser el primero en hacerlo. Las quejas del joven doctor no cesaron y arruinaron en parte la celebración del resto de compañeros hasta que el señor Márquez, encargado de los cálculos referentes a la fabricación de nitroglicerina y otros productos explosivos, propuso a sus compañeros el hacerse con uno de los coches reservados al transporte de los investigadores y visitar aquel mismo día las ruinas a espaldas del resto de colegas. Parecía una idea descabellada y, aunque el doctor Cerezo jamás hubiera aceptado en condiciones normales aquella propuesta, el exceso de alcohol y unas extrañas voces que le habían acompañado desde niño para que abandonase su ética, no puso ninguna objeción e incluso fue de los primeros que apoyó la aventura. El último miembro del grupo, el doctor Soler, quien no fue difícil de convencer, fue el encargado de hacerse con las llaves de uno de los coches y conducir a la entrada de las ruinas. 
         Cuando llegaron a su destino, bajaron del coche y recorrieron los túneles cantando baladas obscenas mientras buscaban el valor necesario para inspeccionar un lugar tan lúgubre durante la noche. Nada más llegar a la zona se pusieron manos a la obra con toda la profesionalidad que podían ofrecer en el estado en el que estaban. Los geólogos habían hecho una buena aproximación de la datación de las vasijas encontradas, pero los ojos más profesionales de aquellos hombres fueron capaces de identificar las piezas como pertenecientes al gobierno de Filipo II en la península balcánica; gobierno que allanaría el camino a su hijo Alejandro en la conquista del segundo imperio más grande que los seres humanos hayan conocido. También había collares de gran antigüedad pertenecientes a las tribus anteriores a la aparición de Cartago, armas de calidad increíble pero que por su forma y diseño se asemejaban más a las descubiertas durante la edad de bronce, e incluso se encontró una estatua de oro de una criatura obscena que el más fantasioso de los investigadores se atrevió a asimilar con el reino fantástico de Valusia, antes de que un extranjero bárbaro tomase la corona para sí mismo y llevase su vida hasta la leyenda y la gloria.
      Mi pluma temblaba mientras el doctor Cerezo relataba el extraño inventario: peines pertenecientes al nacimiento de Roma, alfombras cuya fabricación se dató de las estirpes del Nilo Bajo durante el Imperio Antiguo, sedas de la caída de Babilonia, joyas de los imperios majayanapadanes... Me atreví en un arranque de descaro a preguntar por qué no dio aquella información a las autoridades pertinentes, aunque fuese de forma escrita, a lo que me respondió con una sonrisa frívola seguida de un comentario déspota, expresado con la misma voz gutural que repugnaba: “Si se atreve a escuchar la historia al completo, sabrá por qué”. 
         Una vez los arqueólogos finalizaron el catalogado de los artículos con mayor relevancia, comenzaron a examinar los murales que adornaban el salón de piedra. A primera vista les resultaba impensable que todas aquellas maravillas hubiesen existido en el pasado y no se hubiesen encontrado pruebas. Mientras que los otros tres integrantes del grupo observaban un dibujo en el cual un hombre sujetaba una piedra que capturaba unas extrañas neblinas sobre la población, el doctor Cerezo me confesó una grave jaqueca, esta vez con más fuerza que en ocasiones anteriores, acompañada por una voz profunda y cavernosa que repetía una orden constante e incomprensible por cualquier otra persona, pero que para él era tan simple como una orden en su lengua materna. “Ven a nosotros. Pulsa el mecanismo y ábrenos el camino”. El doctor Cerezo me reconoció que en ese momento se sintió anonadado, y el sudor frío perlaba su frente mientras me describía el conjunto de penumbrosas emociones que oscilaban por su mente aquel día. Finalmente no pudo más y, como un hombre ciego guiado por su fiel lazarillo, se dirigió a la pared contraria a la de sus compañeros y tocó unos relieves que representaban una extraña pirámide negra de cuya cima surgían extensas columnas de fuego. Una parte del mural cedió, sonó un clic seguido por un temblor de la sala. Las paredes parecían al borde del colapso y del techo no paraba de llover el polvo, pero el caótico movimiento cesó de forma abrupta y reveló una puerta secreta en la misma pared.
       El pasillo que se había abierto era estrecho y profundo, y descendía a las profundidades mediante unos escalones de piedra cubiertos por medio palmo de mercurio pestilente que fluía desde el techo y dificultaba la empresa de aquellos hombres. No supieron si serían capaces de continuar su empresa hasta que el Señor Márquez, quien sonrió de forma jactanciosa, sacó de su bolsa una máscara de gas para cada uno de los miembros de la compañía. Encendieron sus linternas, se armaron de valor y pegaron un último trago a la botella de güisqui que llevaban consigo, para calmar los nervios. Aquel sitio era demasiado estrecho y no podrían entrar todos a la vez, por lo que se tomaron turnos para formar en fila india. El doctor Cerezo recordaba con una sonrisa torcida como antes de embarcarse en los acontecimientos que marcaron su vida se discutían temas tan banales como el orden de acceso de los integrantes del grupo, y hasta llegó a soltar una carcajada triste cuando recordaba como el señor Martínez propuso elegir el orden mediante un juego infantil que recordaba de su pueblo. Tras toda la palabrería entró primero el doctor Cerezo seguido por el doctor Soler, cuya retaguardia sería cubierta por el experto en explosivos y dejando al joven arqueólogo como último eslabón. Al principio no encontraron nada que les llamase la atención en ese pasillo oscuro y pestilente, pero tras unos cuantos metros de profundidad encontraron diferentes dibujos que cubrían las paredes, divididos en escenas delimitadas por patrones triangulares, y que supieron al instante que debía servir para representar algún tipo de rito religioso. La mayoría de estos incluían a un extraño hombre azul que dirigía a un grupo de hombres en un rito pagano, reuniéndolos en lo que parecía un templo y llevándolos a un túnel muy similar al que estaban ocupando los aventureros. La siguiente escena produjo un escalofrío en los intelectuales, pues en esta dantesca pictografía dos ayudantes colocaban en el hombre de azul unas túnicas muy similares a las que había llevado el líder de la resistencia civil durante la batalla de los Aullidos.
        El valor que otorgaba el güisqui se iba disolviendo con la actividad física, y el señor Martínez, poco acostumbrado a las visiones góticas que eran la profesión de sus compañeros, empezaba a presentar síntomas de nerviosismo. Estos se denotaban, como describió el señor Cerezo, con un pequeño fulgor en sus ojos, similar al que demuestran las bestias salvajes cuando presienten una amenaza oculta pero inminente. Pensaron que podía ser un inconveniente para la investigación, pero el doctor Segura consiguió tranquilizarlo a duras penas. Le explicó que era normal en zonas paganas que se perdiese el significado de las costumbres, pero no el método de su ejecución, como por ejemplo el uso de herramientas y vestimentas cuya función en los ritos primigenios había sido olvidada. El técnico en explosivos aun mostraba el nerviosismo en su pálido rostro, pero se tranquilizó lo suficiente como para continuar la exploración de los túneles goteantes de mercurio.
           Las imágenes que le siguieron mostraban otra vez al hombre azul guiando al grupo por el túnel hasta unas gigantescas puertas de bronce. Se acercaron a mirar el panel siguiente, pero no fueron capaces de ver qué representaba, ya que este estaba en un pésimo estado debido a que por una grieta en la pared caía una cascada de mercurio que había corroído la piedra. El doctor Segura intentó tapar la grieta con un trapo, pero cuando acercó la mano a la grieta, sonó un espantoso sonido visceral, lo cual recordó al arqueólogo las expresiones de terror del grupo. El doctor Segura soltó una carcajada y explicó que ese sonido era de origen natural, producto de simples procesos químicos. Nadie negó su hipótesis, ya fuese porque aceptaban su planteamiento o porque ninguno tenía el valor de rebatir la única propuesta que no deformaría la cordura colectiva.
         La última colección de imágenes representaba diversos ciclos lunares que repetían los murales anteriores una y otra vez, los cuales se contaban por el número de lunas llenas y la posición de las estrellas en sucesiones de seis meses y que correspondían a los solsticios de invierno y verano, hasta el último tramo, en el que se podía ver como el hombre azul, tumbado en una cama, acercaba los labios a la oreja de un muchacho erguido junto a él. De su boca surgían líneas malformadas que desembocaban en el oído del muchacho, y tras varios paneles con imágenes similares, la piel del muchacho se iba tornando cada vez más azul, hasta que en el panel final se mostraba orgulloso junto al cadáver en la cama y junto a un grupo de seguidores que parecía aceptarle en su nuevo estatus. No volvieron a ver una pintura en el resto del túnel hasta que encontraron el final en la misma puerta de bronce que se había visto dibujada como frescos en el túnel. Según el doctor Cerezo estaban cubiertas por relieves de gran calidad, en las que imágenes que no se atrevió a describir marcaron un punto negro en su psique que le recordaría siempre la maldad innata del destino. Intrigada por sus declaraciones, y llevada a buscar el misterio que no se me quería contar, le pregunté cuál era el tema principal representado en los relieves. El hombre tuvo que dar varias caladas a la pipa hasta que pudo formular una respuesta clara: “Se representaban… las consecuencias de no llevar a cabo los ciclos. Representaban el castigo que podemos sufrir si no los cumplimos”.
          Tras un breve descanso solicitado por el doctor para rellenar el contenido de su pipa, prosiguió con su narración. El ciego que veía recordaba haber tocado las puertas de bronce y haber palpado los horrendos e indescriptibles relieves llevado por el oscuro impulso de las voces, y me contó como, al apoyar su mano, el grito visceral que le había asustado volvió con más fuerza, pero esta vez no le produjo ningún tipo de horror. El señor Martínez no aguantó más, y con la voz temblorosa y todo su cuerpo temblando, exigió al joven arqueólogo regresar a la superficie de una vez por todas. El doctor Segura intentó razonar con el técnico de explosivos otra vez, le explicó que era imposible cruzar al otro extremo con él detrás sin que uno de los dos tocase el nocivo metal. Comenzaron una discusión en aquella dantesca instalación; el señor Martínez gritaba y chillaba exigiendo salir, y el doctor Segura se negaba en rotundo hasta haber terminado su investigación. Los ánimos empezaron a calentarse hasta que el técnico se enzarzó con el doctor Segura. El doctor Soler fue incapaz de separarlos, y la lucha duró unos instantes, donde los golpes contundentes del técnico anulaban cualquier tipo de defensa que pudiera conjurar el doctor, un hombre de menor peso y fuerza física.
          Todo indicaba que el arqueólogo dormiría en el hospital y que el grupo debería explicar a los encargados en la mañana siguiente por qué habían decidido hacer aquella estúpida aventura en vez de esperar a los horarios acordados. Sin embargo, nunca se le podría recriminar su actuación al doctor Martínez, pues el doctor Segura, herido y sangrando, sacó un revólver de su chaqueta cuando vio que no podía defenderse honrosamente y disparó dos balas fulminantes contra el dinamitero.. Para cuando el cadáver cayó sobre el suelo cubierto de mercurio con un chapoteo, el rostro del joven arqueólogo había cambiado completamente. Comenzó a temblar presa de las circunstancias, y apuntó a sus otros dos compañeros. Su rostro ya no era el de un hombre cuerdo, sino el de alguien anonadado y horrorizado por el mundo que le rodea. Con el cañón apuntando al doctor Soler y un hilo de voz titubeante, les explicó que no podía permitirse que se descubriese lo que acababa de pasar: su carrera, sus éxitos, su familia… todo eso desaparecería si quedaba alguna prueba del crimen que acababa de cometer.
         El doctor Segura, llevado por la locura que le embargaba, informó a los otros dos arqueólogos de su plan improvisado. Tenía intención de matar a ambos hombres una vez abriese la puerta y dejaría los cadáveres en el interior de la sala para que el paso del tiempo pudiese hacer su obra; a la mañana siguiente volvería a las ruinas sin levantar sospecha para evitar que se descubriese el pasadizo secreto. Una vez pasados los años retornaría para coronarse como el descubridor del mayor hallazgo arqueológico de la década y utilizaría sus influencias a posteriori con el fin de catalogar lo que ya serían esqueletos como simples habitantes de la sociedad desaparecida. Una carcajada sombría salió de su boca, y la sentencia comenzó una vez el hombre armado les ordenó que abriese la puerta.


Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.

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