sábado, 21 de septiembre de 2019

Prueba número 7: Diario de Akira Zhou


¿Está esto encendido? Llevo años sin usar este cacharro, no sé siquiera si está encendido, pero espero que no la haya cagado demasiado.
23 de enero de 2037. Entrada grabada… bah, sé me ha olvidado el número, pon 999 y que la poli busque el último archivo.
Hola a quien quiera que esté viendo esto. Espero que seas poli o al menos alguien que se preocupe un mínimo por la gente de esta ciudad. Mi nombre es Akira Jones, antiguo miembro de Ricochet Inc., una empresa privada de seguridad. Esos cabrones de márquetin les gusta definir nuestro trabajo con chorradas como: actividades de apoyo táctico en operaciones de alto riesgo o suplementación logística y ofensiva en despliegue operativas prioritarias. Palabrería para tapar la verdad, somos carniceros que nos lanzan en primera línea de fuego para que arrasemos todo lo que encontramos, ya sea neutral o enemigo. He hecho cosas de las que me arrepiento con toda mi alma, pero antes lo único que quería era matar a quien tocase para coger rápido el transporte de recogida y estar antes de las seis en mi apartamento con una cerveza en la mano mientras echaba una partida.
Seguramente encontrarás esta grabación en un amasijo de escombros y carne quemada por culpa de esa bomba ahí, la cual he programado para que explote diez segundos después de que alguien abra esa puerta sin introducir el código de seguridad. Bonita, ¿verdad? La fabriqué hace un par de semanas por si las cosas salían mal y creo que he hecho un buen trabajo. Quien diga que las esculturas solo se pueden hacer en mármol y bronce nunca ha tenido la oportunidad de trabajar con C-4 maleable. Creedme, va a ser una imagen bonita de ver y, si la cámara sobrevive antes de cortar la grabación, puede que la veáis por unos instantes.
No, no soy un loco ni un tipo que se ha metido una dosis muy fuerte de Summerseisch, tan solo soy un soldado que se ha visto arrinconado. Cuando volví de mi última misión y me jubilé me prometí que colgaría el rifle en la pared y sentaría la cabeza, montaría un jardincito en la terraza, quizás buscarme un novio, lo normal. Por desgracia, parece que los problemas me siguen a donde voy, y un día que fui a tirar la basura me encontré a una chica a la que le estaban dando una paliza tres mastodontes. No soy imbécil, crecí en el Mazo y sé lo que es un tatuaje de banda, sabía que si hacía algo me llevaría un balazo en la cabeza tarde o temprano, pero ¿qué iba a hacer? En fin, lo importante es que dos minutos después estaba corriendo con la chica entre mis brazos y los abusones se estaban desangrando en el callejón con un buen corte en el estómago de mi cuchillo. Regla número uno de los operativos Ricochet: nunca salgas de tu casa sin el cuchillo enfundado en tu cintura.
Al final llevé a la chica a mi casa, lo cual fue una estupidez porque en ese momento me convertí en el responsable de la muchacha. Pensé en llevarla a la policía o con su familia, pero tan solo hubiera servido para que le cortasen el cuello más tarde. Al principio intentó callárselo todo, pero no era una imbécil, así que con amenazarla un poco cantó como un pajarito.
La historia es la misma que han tenido que sufrir muchos y muchas en estas calles: chica huye de casa por culpa de una familia de mierda, chica conoce chico, chico está metido en rollos chungos con la mafia, chico huye del país sin contarle nada a la chica, chica acaba muerta y con todos los huesos rotos en el primer contenedor que encuentren porque la mafia se cree que les está mintiendo. No sé por qué, pero Chang´e me dio pena, me recordaba a una amiga que tuve o quizás quería hacer un poco de bien después de lo que pasó en mi trabajo.
Le di algo de dinero y la mandé con un conocido que estaba metido en el chanchullo de los documentos falsos. Creí que un coche y un pasaporte a nombre de Marie Han bastarían para que no tuviese más problemas, por ello me cabreé tanto cuando esos hijos de puta me mandaron los dedos de Chang´e en un estuche de pluma.
Fue en ese momento cuando algo dentro de mí se encendió. Cogí mi rifle, mi antiguo equipo de operativo y me dirigí a los muelles. Si pagas lo suficiente puedes obtener la información que sea, y no me costó ni una hora descubrir donde tenían a la chica. Era un almacén abandonado, de esos que las puertas están hechas de chapas oxidada y la gente no tiene ni diea de cómo no se ha caído todavía. Conseguí acceder hasta el tejado gracias a mi equipo y entré en la nave desde el conducto de ventilación. Chang´e estaba atada a una silla vigilada por cinco tíos trajeados y armados hasta los dientes, y un tipo gordo y asqueroso se reía mientras otro jugueteaba con un cuchillo y la piel de la chica. Se me olvidó por completo el plan que tenía y, casi sin pensarlo, me tiré de lleno al suelo y me lie a tiros con esos cabrones. Cuando cesó la nube de pólvora, estaba rodeados de cuerpos, Chang´e respiraba y yo solo me había llevado un balazo que no le dio a nada importante. Un éxito rotundo.
Desde entonces he estado persiguiendo a los mafiosos de esta ciudad por mi cuenta. Han sido unos meses muy moviditos, pero sobre todo eficientes, ya ni recuerdo cuántos cuerpos he dejado atrás. Creo que ahora tengo un mote en las calles, el perro de Tánatos si no me equivoco. Es un apodo de mierda, pero el decirlo en alto hace que los mafiosos se caguen en los pantalones.
Obviamente no utilizaba mi piso como mi base de operaciones, no soy estúpido, pero si buscan en el cuarto piso del edificio Asaki entre la séptima y la décima encontrarán un piso con todo lo que necesitan para empapelarlos: nombres, fechas, rutas de entrega, negocios de drogas, armas y trata de blancos… Soy vuestro genio particular, solo que en vez de convocar dinero o palacios me cargo a gente.
Será mejor que me dé prisa antes de que esos tipos aparezcan de la nada. Chang´e se ha marchado del piso fantasma en el que no estábamos escondiendo y me he asegurado de que no puedan encontrarla. Sin embargo, no voy a correr la misma suerte. Yo ya estoy condenado la muerte, si no me mata la pérdida de sangre por el balazo que tengo en el muslo, lo hará la pistola del capo que hayan mandado a por mí o mi bomba. Me han localizado, y seguramente ahora mismo están viniendo hacia aquí con la artillería pesada. Por eso grabo este vídeo, porque sé que necesito que alguien acabe lo que he empezado, y consiga que toda esa gente se pudra en una celda o bajo tierra.
Pues eso es todo, ya decidirás qué haces con esto, pero al menos hazme el favor de hacer lo correcto y de no dejarte matar. Yo creo que me voy a sentar en ese sillón de ahí. Y ya que estamos, voy a coger la botella de whisky que me regalaron por mi jubilación, que con la tontería no he tenido oportunidad ni de mojarme los labios con ella. Aunque conociendo como de tacaños son los ejecutivos, seguro que sabe a rayos.
Ah, esto es gloria, la verdad es que no me importaría desangrarme en este sillón. Vaya, parece que ya han llegado, es eso o mi vecino ha invitado a diez tíos que les gusta llevar botas metálicas. Bueno, veamos cómo acaba esto.
>> Tú… ¿Tu eres el perro de Tánatos?
Así me llaman algunos. Bueno, los hijos de puta y los mata niños como vosotros.
>> Deberías cuidar tus palabras cuando alguien te apunta con una Magnum.
¿Para qué? Si yo ya estoy muerto, déjame que diga lo que me dé la gana.
>> De acuerdo, ¿unas últimas palabras?
Joder, lo sabía. Es un whisky de cuarta. Primeras calidades mis huevos.
>> ¿Qué es ese pitido?
Ah, ¿eso? Tu jubilación adelantada.

Lo que yace bajo las ruinas versión íntegra

A la atenta mirada de don José Gutiérrez Almíbares:

     Mi querido socio, te escribo estas palabras con gran pesar desde las frías paredes de mi claustrofóbica y sucia habitación del manicomio que, desgraciadamente, me he visto forzada a llamar hogar. Las horas del día pasan esperablemente lentas o imperceptibles por su velocidad dependiendo del humor con el que me ha asolado la mañana y, a pesar de que llevo más de media decena de años encerrada, creo que jamás me acostumbraré a estas sensaciones. La psicosis y los pensamientos infaustos han pasado de ser aventuras pasajeras a amantes que calientan mi día a día, tornándose en las noches dantescas en un manto que constriñe mi famélico y débil cuerpo. No sé cuánto tiempo seguiré en el mundo de los vivos, pues las fuerzas que me impulsaban a continuar desaparecieron hace mucho tiempo. Lo único que consigue que evite acabar con las oscuras verdades de las que soy portadora es la droga suministrada a diario como parte de mi tratamiento y de la cual he tenido que prescindir para escribir esta carta, pues lo que para los necios y degenerados es una paz liberadora de sus cadenas mentales, para mí es una tortura cuyos resultados soy capaz de percibir tras haber pasado sus efectos, arrastrando mi alma hasta el vacío y dejándome inerte en el colchón sucio de mi habitación para servir como la  muñeca de trapo de cualquier individuo sin falta de valores.

        Perdóneme por tanta divagación antes de abordar el tema que deseaba tratar, pero no soy capaz de encontrar el valor para escribir las palabras necesarias si no estuviesen apoyadas por la prosa que me dio tantas alegrías durante mi época profesional. Sin más dilación, he de confesarle que la razón de esta carta es que muchos de mis antiguos tutelados, y actuales empleados suyos, me han informado de su gestión reciente en nuestra revista cofundada. Nunca he tenido problemas con su dirección ya que, pese a que sus escritos nunca alcanzaron el mismo nivel prosaico que los míos y era yo la encargada de atraer lectores, siempre tuvo un ojo agudo para los negocios y más de una vez nos salvó de la bancarrota gracias a él; pero me he visto obligada a intervenir tras oír que ha contratado un joven y talentoso escritor para que termine mi novela inacaba, mi infectus magnum opus. He pasado largas noches contemplando el techo de mi celda mientras tejía pensamientos enfermizos con la búsqueda de una forma para desbaratar sus planes, y creo que esta será la más rápida y efectiva, aunque le cueste el no poder volver a dormir plácidamente durante el resto de su vida.

       Ahora mismo debe estar pensando los insultos más denigrantes hacia mi persona, insinuando para sí mismo que le estoy haciendo perder el tiempo con los celos de una escritora loca quien, en su deleznable intento por no ser olvidada, hundiría el trabajo de toda una vida. Ojalá pudiese darle la razón y atribuir esta carta a emociones tan básicas, pero le juro que el egocentrismo o la avaricia no han guiado mi pluma en estas palabras, sino el miedo más puro en su propia esencia, miedo a las verdades oscuras y los secretos ya olvidados del cosmos. Fue este horrible sentimiento el que me llevó, durante la fatídica noche del 15 de junio de 1935 y solo seis meses después de volver de Andalucía, a intentar quemar mi casa al sur de la ciudad, acción que fue interrumpida por un chivatazo al cuerpo de bomberos que siempre he sospechado producto de su mano, ya que fue la excusa perfecta para llevarme a los tribunales y acusarme de todo tipo de comportamientos denigrantes y maléficos con el fin de tacharme de loca, lo cual le dejó el camino libre de obstáculos para obtener el control completo de nuestro negocio común. Pero el pasado es el pasado, y por ello estoy dispuesta a olvidarme de ello, así como de cualquier intento futuro para recuperar lo que fue mío, siempre y cuando lea con intención las palabras aquí escritas.

         Desde que soy joven recuerdo haber sido una niña enfermiza. Mis pulmones, formados con una degeneración similar a la que tuvo mi padre en vida, me prohibían hacer ejercicios físicos exhaustivos, lo cual unido a mis dolencias mentales por las que afirmaba escuchar palabras profundas en una lengua que no reconocía, me hicieron vivir una vida apartada de los demás niños y la sociedad en general. Mi madre, viuda cuando yo tenía algo más de siete años, se encargó de mis cuidados, así como de las obligaciones laborales del negocio familiar, aunque su principal preocupación fue mantener la posición social que ocupaba nuestra familia en las élites madrileñas, desencadenando en un desprecio discreto hacia mí que nunca reconocía en público pero que yo notaba en su carácter distante y pendenciero. Durante largas tardes era encerrada en la biblioteca familiar con el fin de no causar una mala impresión a las visitas y, aunque para ella aquellos polvorientos libros nunca tuvieron valor alguno, yo descubrí mi amor por la literatura gracias a ese acto tan cruel. Los grandes autores del pasado no albergaban ningún misterio para mí antes de cumplir los quince años, y fue alrededor de aquella época cuando encontré una pequeña estantería olvidada por el tiempo. Según mi tío paterno, el cual era el único que recuerdo en conversaciones de mínima importancia, aquella colección de libros eran traducciones traídas a España desde la Península Arábiga por uno de mis antepasados que durante las guerras contra el Imperio Otomano se ganó el apodo de Abn Alshaytan, el Hijo del Diablo, ya que, según las leyendas, realizaba ritos satánicos y paganos antes de cada batalla junto a toda su tripulación, y poseía conocimientos prohibidos que le hicieron volver a casa vivo pese a que se habían testificado diversas heridas que podrían haber matado a cualquier otro soldado. Obvié las advertencias de mi tío y devoré todos los tomos referentes a arcana y a conocimientos prohibidos sabiendo con cada página que pasaba que, si se descubría mi curiosidad por el estudio de escritos tan poco cristianos, podría acabar repudiada por mi familia o incluso en un sino mucho peor. Leí con expectación los testimonios supervivientes del mago Simón, los extractos con ilustraciones del Manuscrito Voynichés, e incluso posé mis manos en una copia antigua y casi convertida en polvo del prohibido Rey de Amarillo... Pero aquel que llevó más horas de estudio y se convirtió en el único libro que mantuve conmigo hasta mi entrada al manicomio fue un libro en árabe antiguo y latín cuyo autor había sido borrado por el tiempo, el cual describía con realistas ilustraciones y textos perturbadores entes anteriores a la misma tierra, que subyugaron a la humanidad en el amanecer de los tiempos y a los que se les atribuyen cataclismos que llevaron al mismo universo a su extinción durante sus guerras cósmicas.

      Todos estos escritos y aquellos que estudié durante mis viajes permitieron que mis relatos tuviesen un encanto propio, un aura depresiva y escalofriante que me llevó a adquirir cierto nivel de famafama tanto a nivel nacional como internacional, en los que seres horrendos sacados de mi imaginario personal y los libros ocultos manipulaban al ser humano con sus poderes y magias impronunciables, llevando a los personajes a la locura y reduciéndolos a servir como la marioneta de poderes que les superaban en los aspectos más ascéticos. Y aunque me sentía orgullosa de mi trabajo y mi salud tenía una posición mejor con mi desarrollo físico y mental, me sentía vacía. Sabía que podía ofrecer algo más, algo que pusiese al mundo a mis pies, y el destino caprichoso tergiversó mis deseos y los devolvió en su forma más grotesca.

        Como recordará, a mediados del reinado de Alfonso XIII la prensa desconcertó al país cuando informó, sin haberse registrado fenómenos naturales ni ataques de los enemigos de nuestra patria, de la desaparición completa de uno de los pueblos de la zona interior de la península. La localidad de Algarrobado Mayor había sido tema de discusión durante más de cincuenta años, ya que las instituciones competentes descubrían, tras un periodo de no menos de dos años, nuevas actividades relacionadas con sectas paganas en la zona o aparecía una ola de crímenes que teñían de sangre las zonas circundantes para el beneplácito de la prensa sensacionalista. Siempre que aparecía una alerta en el lugar, el gobierno central enviaba varias brigadas de la guardia civil a realizar las inspecciones normativas para imponer de nuevo la normalidad en la localidad, las cuales no solían ser fructíferas, Ya fuese por la oposición de la población local o por los generosos donativos que recibían los cuarteles de forma anónima cuando se acercaban a un descubrimiento revelador de estos caso,. Sea como fuese, estas siempre finalizaban conel regreso de las tropas a sus puestos y el arresto como criminales y líderes sectarios al primer débil de mente o extranjero que encontrasen, los cuales, incapaces de defenderse en los tribunales, era sentenciados y condenados a vivir el resto de sus días en una celda fría y solitaria o a una muerte dura y angustiosa en el garrote vil.

         Todo el mundo se preguntaba cómo un pequeño pueblo de no más de mil habitantes podía ser un nido para tales actos pecaminosos, así como cuál era la razón para que esta zona fuese tan propensa a cultivarlos. Médicos, alienistas, historiadores y antropólogos enunciaban sus propias teorías sobre el origen de dicho mal, pero ninguna tuvo tanto peso en la población civil como la opinión de un biólogo charlatanero y codicioso de dinero, que la convenció de que la única y verdadera causa de la condición denigrante de los infames villanos eran las vetas de mercurio, anormales para el registro mineral de la zona, que se habían encontrado cerca del pueblo, el cual se filtraba en el suelo y era absorbido por los alimentos que se cultivaban allí, acelerando el crecimiento de los cultivos y produciendo una esquizofrenia temporal cuyos efectos incluían la paranoia y las tendencias homicidas. Ningún miembro de la comunidad científica en su sano juicio apoyaba la hipótesis, pero debido a la fragilidad del gobierno en aquella época y la búsqueda de una solución rápida por parte de la población civil, se envió a una plantilla de más de veinte geólogos y expertos en explosivos para que examinasen la tierra labrada por los pueblerinos y las minas de mercurio con el fin de callar las voces de turbas conmocionadas.

         El 21 de septiembre de 1922 llegaron mediante transportes escoltados los expertos, los cuales sufrieron diversos ataques e intentos de sabotaje por parte de grupos organizados de la población civil. Durante este trayecto, un miembro de estos grupos se hizo paso entre sus compañeros y descargó su revólver contra militares y estudiosos, asesinando sólo a un geólogo e hiriendo de gravedad a dos de los militares. La guardia civil redujo al hombre, así como al resto de individuos que amenazaban su integridad y prosiguieron su viaje sin altercados mayores. Tras esto, los cuarteles hicieron públicos los donativos que habían recibido durante tantos años y dejaron de realizar un trato de favor para con estos individuos, desencadenando en redadas y arrestos contra aquellos individuos que fuesen sospechosos de asamblea para conspirar contra los estudiosos o los militares.

         El grupo técnico pasó varios días encerrado en sus habitaciones hasta que el coronel Castillo, dirigente de la guardia civil en la zona, aseguró en un comunicado que no había ningún tipo de peligro contra su seguridad. Los avances de los estudios llevados a cabo se publicaban de forma semanal en los diarios en lugar de los boletines científicos, pues los medios de comunicación habían pedido acceder a esa información debido al peso social que tenían aquellas investigaciones. Durante las primeras semanas se dedicaron al estudio de campos de cultivo, obteniendo resultados elevados en el porcentaje de mercurio en aquellos campos más al sur, pero no en cantidades suficientes como para indicar un posible envenenamiento de los cultivos. Pese a estos resultados, el gobierno pidió el cierre de dichos campos hasta nuevo aviso, tras lo cual se llevó a cabo la labor más importante de la investigación, el estudio de los túneles en los que se encontraban las vetas de mercurio. Los resultados obtenidos eran los esperados con un elevado procentaje del metal blando pese a la rareza de este en nuestra península, por lo que se especuló su origen a un meteorito rico en dicho metal que impactó en el lugar. Después de esto los boletines que se publicaban no diferían del original, y por mucho que se adentrasen hasta lo más profundo de los túneles y se desvelasen pequeños pasillos tras las explosiones controladas, no había cambio alguno con respecto al resultado original.

      Todo apuntaba a que los expertos volverían a casa con las manos vacías, sin pruebas que defendiesen la teoría de aquel viejo chiflado, pero, en uno de los últimos días planeados para la investigación, hubo un accidente durante el derrumbamiento de una de las paredes internas. La explosión se había realizado con la intención de unir dos túneles separados por una pared libre, pero el técnico en explosivos debió equivocarse en los cálculos necesarios para la carga, y hubo un estremecimiento que culminó en el derrumbamiento de varias paredes adicionales. Cuando la nube de polvo cesó y los investigadores pudieron encender de nuevo las luces, se conmocionaron por un accidentado e imponente descubrimiento, ya que había revelado una cámara a la cual se accedía por un arco de piedra cuyas muescas indicaban el trabajo humano.

       Pese a que no tenían experiencia profesional en el campo de la arqueología, algunos de los geólogos entraron dentro de la cámara e hicieron un sencillo catalogado de los objetos que se encontraron dentro de las ruinas. Según este, se habían encontrado tejidos con representaciones de ídolos paganos pertenecientes a la cultura celta, lanzas y falcatas cuyo acero mostraba una calidad superior a la moderna, vasijas decoradas con diferentes litografías y grabados, pertenecientes a periodos anteriores a los íberos, y varios cilindros de cerámica que contenían láminas circulares de cobre húmedo que se especularon como rudimentarias pilas eléctricas. Todos aquellos objetos eran de por sí un enorme descubrimiento, pero lo que más sorprendió a los investigadores fueron los gigantescos grabados que cubrían las paredes de la cámaras, cuya pigmentación no había sufrido daños naturales y representaban grandes ciudades con edificios de inmensurable tamaño, donde los humanos aparecían representados en extrañas prácticas y utilizaban tecnologías que los geólogos no eran capaces de explicar.

          El descubrimiento no solo escandalizó a la sociedad española, sino también a los países vecinos y todas las naciones que se consideraban patronas de las ciencias. El movimiento general que se elevó tras ese descubrimiento inspiró la mente de pintores, poetas y escritores, llenando las calles con obras de arte e introduciendo el deseo dentro de los ciudadanos de descubrir qué más albergaban esas ruinas. He de reconocer con un pecado culpable que, pese a que en aquel momento no lo comprendía, me sentía evocada a unirme a ese movimiento, y los relatos que produje en aquella época fueron alabados por críticos y editores, quienes decían que mis palabras eran capaces de llenar huecos en el misterio que ningún otro autor había sido capaz.

         La respuesta del gobierno no tardó en hacerse pública, asegurando que enviarían otro equipo formado por los mejores arqueólogos e historiadores que nuestras tierras eran capaces de ofrecer, quienes tenían programado llegar a la localidad misteriosa durante la tarde del 1 de octubre, tras lo cual usarían el resto del día para la descarga y control del equipo traído, así como para responder a cualquier pregunta que quisiesen formular los periodistas. Las noticias no fueron aceptadas por la mayoría de los locales, los cuales, liderados por un hombre que se describió como esbelto y decrépito, vestido con túnicas paganas y cubierto por símbolos de color plateado, se armaron con herramientas agrícolas y armas de caza y, avanzando como una masa de odio incontenible bajo el oscuro amparo de la noche, asediaron los alrededores del hotel donde se habían reunido los intelectuales. La guardia civil consiguió llegar antes de que atacaran a los investigadores e intentaron dispersar al grupo de enajenados mediante los métodos convencionales sin ningún resultado. Según relató la radio en su informativo, el hombre pintado de plateado dio un grito al cielo seguido por unas cuantas palabras que ninguno de los presentes fue capaz de entender, tras lo cual los residentes de la localidad cambiaron la dirección de sus horcas y rifles hacia los militares, dando comienzo a una de las mayores masacres de esos lugares al alcanzar la friolera cifra de ciento veinte muertos y más de doscientos heridos entre ambos bandos. Uno de los guardias civiles supervivientes relató su experiencia durante la contienda hasta que cayó al suelo cuando su brazo fue empalado por una horca serrada y se le dio por muerto. Describía con un horror y un sentimiento de repugnancia palpables cómo los campesinos lloraban y reían mientras atacaban a sus compañeros con un ferocidad y una sed de sangre imposible de atribuir a un ser humano racional, soltando una extraña alabanza a seres que no pertenecen a la consciencia racional cada vez que uno de los suyos moría durante su reyerta y aullando a la luna como si de un lobo se tratase. No se comportaban como personas, sino como las bestias que acecha a la noche en la búsqueda de llevar el caos el mundo por el mero placer de este. 
         Fue en ese momento donde todas las voces que daban su opinión sobre el tema se callaron, horrorizados por los actos incomprensibles del pueblo maldito, y se unieron en su búsqueda de que tal tragedia no se volviese a producir. Se activó la ley marcial en la zona, y las nuevas tropas se dedicaron durante las dos semanas posteriores a los acontecimientos a la encarcelación los pocos fugitivos de la denominada por los medios “Batalla de los Aullidos” para ser llevados tras su captura a los tribunales nacionales bajo cargos de terrorismo, asesinato predeterminado y traición a la patria.
         Finalmente, el 15 de octubre de 1923 se informó que todos los relacionados con aquel incidente habían sido arrestados, por lo que los equipos especializados podrían continuar con su labor al día posterior, pero nunca fue así. La última información que se hizo pública de la ciudad previo a la catástrofe aseguraba que los presos encerrados en los cuarteles, quienes nunca habían mostrado un elevado carácter racional, comenzaron a chillar y llorar de angustia, gritándole a las tropas que los vigilaban que sus amos vendrían esta noche y no tenían nada que ofrecer. La guardia civil asumió que era otro de sus satánicos ritos paganos y calmaron a los presos mediante medios que eran aceptables para aquellas alimañas. Nadie se esperaba que a la mañana siguiente las comunicaciones con el pueblo se hubiesen perdido, y no fue hasta días después cuando el dominical mostró las fotos que arrancó el aire de los pulmones a sus lectores: donde antes había existido un modesto pueblo repleto de casas tradicionales y extensas fanegas de cultivo, ahora solo había un enorme cráter estéril de más de cien metros de profundidad y cuyo diámetro abarcaba todo el pueblo.
        Se la consideró zona neutra en cuanto la información llegó al gobierno, y la mayor prioridad para estos fue la búsqueda de supervivientes de aquel fenómeno esotérico, pero los esfuerzos llevados a cabo por los cuerpos competentes fueron inútiles hasta que, casi una semana después de los acontecimientos, apareció de una grieta un hombre de profundas arrugas, melena negra con mechones blancos y un alto número de quemaduras por mercurio, siendo la más grave la que cubría las cuencas donde antes debían haber estado sus ojos, las cuales describió el médico que lo examinó como un vacío de carne putrefacta y materia carbonizada.
         Intentaron someterle a interrogatorio con el fin de que explicara lo sucedido, pero ese hombre no soltó palabra alguna pese a no tener daños visibles en la lengua o la tráquea. La única información que se pudo obtener fue de los archivos civiles donde se comprobó que aquel hombre era el doctor Cerezo, arqueólogo graduado de la universidad de Santiago de Compostela y llevado junto a los demás en la última expedición, la cual ya parecía muy lejana en perspectiva. Durante los primeros días no creían que se tratase del mismo hombre quien, en su retrato civil, no tenía aquella melena blanca y negra, ni las profundas arrugas que surcaban el rostro, rasgos que se atribuyeron al trauma que debió sufrir y que también sirvió de explicación para su repentina mudez.
         Las autoridades, viendo que no podían obtener información de su persona ni serían capaces de curarlo, se rindieron en sus intentos de mantenerlo en el cuartel y lo mandaron a la misma institución en la que me encuentro, siguiéndole a esto un periodo de cinco años hasta su liberación cuando comprendieron que el hombre jamás hablaría con otra persona. Fue durante estos años cuando se produjeron los fenómenos conocidos como la captura de dementes, donde desaparecieron varios ingresados en circunstancias sospechosas de las diferentes instituciones, sin encontrar en ninguno de los casos los cuerpos de las víctimas.
      Poco a poco la población se recompuso de la tragedia y volvieron a la normalidad, sin preocuparse de donde fueron a parar los más de setenta militares que intentaban mantener a raya a la población civil, los más de cuarenta intelectuales que se alojaban en el hotel, el medio centenar de pueblerinos que se encontraban encerrados en los cuarteles de la guardia civil y toda la infraestructura y equipo pertenecientes al pueblo y a la investigación; pero, desgraciadamente, yo no pude volver a la normalidad. Aquella noticia me impactó en gran medida, y, a diferencia del resto de la sociedad, no podía pasarla por alto. Tenía algo especial, algo que me llamaba y me seducía. El macabrismo y misterio que rodeaban al pueblo fantasma me atraían como una polilla a las llamas que la consumen hasta su muerte y, por primera vez en mi vida, pude comprender lo que me decían los balbuceos que asolaban mi cabeza. Las palabras en lenguas muertas ahora sonaban claras y comprensibles dentro de la cabeza; me invitaban a que buscase las respuestas al enigma. Al principio pensaba que lo hacía por la búsqueda de fama, por ese último escrito que me convirtiese en una referente y me convirtiese en objeto de estudio al igual que los autores de la antigüedad. Qué importaban Bécquer, Calderón, Poe… todos serían simples pulgas en comparación a mi gran obra. Mi perversa mente se rindió a sus deseos, y durante los años venideros obtuve toda la información que quedaba del lugar. Ya no me importaba nada más en la vida, solo deseaba descubrir que había pasado en aquel pueblo desaparecido.
       Las revelaciones que hice no fueron demasiado fructíferas salvo por dos descubrimientos. El primero fue el registro cronológico que hice del pueblo, cuya primera referencia escrita era el descubrimiento de la zona por parte de una de las legiones encargadas de anexionar la península a Roma. El comandante de las tropas describía el lugar como un asentamiento lusitano cuyos habitantes se asemejaban más a perros que a hombres según sus palabras. Los describe como individuos zarrapastrosos, salvajes, deformes y de poco intelectos, capaces de lanzarse a la batalla con nada más que sus falcatas y de luchar con tal fiereza que la legión enviada no fue capaz de derrotarlos hasta que Roma enviase refuerzos. También había registro de extraños rituales que se realizaban cerca de las cuevas naturales, las cuales llenaban el lugar con gritos y alaridos durante las largas noches e instauró tal miedo entre los soldados que algunos de ellos tuvieron que ser ejecutados para evitar más deserciones. El resto del registro estaba en tan mal estado que no se me pudo ofrecer más información en el archivo histórico, pero eso no impedía que mi mente fantasease con las extrañas figuras del pasado y sus extravagantes actos que habían instaurado el miedo en el imperio más importante del mundo antiguo.
         El segundo descubrimiento fue un estudio intensivo de la localidad. Este me confirmó que el pueblo había sido escena de una extensa cantidad de crímenes y actos macabros que no cesaron hasta el siglo XVI, cuando la Inquisición se encargó de deshacerse de los individuos que practicaban el paganismo. Las piras santas acabaron con la mayoría de los herejes de la Iglesia salvo por uno, un líder local apodado “El loco”, quien consiguió escapar de los grilletes para desaparecer por siempre de la península. Estos ritos dejaron de practicarse durante un cierto tiempo hasta la aparición de un hombre vestido con una larga túnica negra, el cual aseguró ser el descendiente del líder del culto y, tras ciertos problemas con las autoridades, consiguió instalarse en un caserón cercano a las ruinas.
          Una vez obtuve estos registros, llegué a un callejón sin salida. No encontraba más información que pudiese ayudarme en mi trabajo, nada que me motivase a seguir. Todo borrador que hacía acababa a las pocas horas como pasto para la hoguera de mi estudio, y he de decir que esa fue uno de los punto más bajos de mi vida. No comía, no dormía, no cuidaba las relaciones sociales que mi madre se preocupó tanto por cuidar, solo podía pensar en mi sueño destrozado y en el precio que pagaría por una pieza más del rompecabezas que era aquel lugar, una pieza que me mostrase el camino a seguir. Y fue así cuando, al leer en el dominical de la semana que el único superviviente del suceso paranormal había sido puesto en libertad, sólo tuve un objetivo en mente: encontrarlo sin importar el precio a pagar.
          Me puse en contacto con los periódicos que se publicaron la noticia, y mediante el uso de mis influencias y promesas vacías conseguí un fichero que no me serviría de nada. Todo lo que obtuve referente al liberado superviviente era información de terceros o relatos de poca veracidad, puesto que los cuidadores y médicos que atendieron al arqueólogo se negaron rotundamente a dar ninguna entrevista y, según los periodistas a los que se les privó la información, mostraban en su rostro expresiones del miedo propio a los moribundos que no quieren aceptar que su muerte acecha. La información dada indicaba como culpable a un terremoto localizado y concentrado que pudo llevar al hundimiento sísmico de la zona pese a que las zonas extremeñas no se encuentran en contacto con placas y no se había detectado movimiento alguno en los sismógrafos. Otros decían, llevados por la superstición y el miedo, que habían sido los propios presos quienes habrían hecho un trato con el diablo por el cual sacrificaban sus vidas a cambio de enterrar por siempre jamás aquellas ruinas que eran la fuente de todos los males que asolaban la zona. Bobadas, todo eran bobadas, yo necesitaba el testimonio del doctor Cerezo, necesitaba saber la verdad.
         Pese a su reciente alta del manicomio, me fue casi imposible localizarlo, dilapidando mi fortuna en el proceso y reduciéndome hasta el punto de humillarme y escribir como negro para otras revistas con el fin de no romper nuestro contrato. Fue durante la madrugada de una noche de tormenta cuando todo ese esfuerzo dio sus frutos al escuchar el sonido de unos nudillos golpear mi puerta. No quedaba servicio que atendiese desde la muerte de mi madre hacía ya tres años, así que tapé mis vergüenzas y bajé con nada más que un batín de seda frente a la fría oscuridad de mi decrépita mansión para descubrir a uno de los investigadores que contraté para que me ayudase con el paradero del doctor Cerezo. Los truenos reducían cualquier otro sonido a susurros por lo que invité a aquel hombre a pasar dentro. Este, nervioso y cubierto por la lluvia y el barro de las calles, se negó a quedarse un momento más cerca de mi residencia tras entregarme un sobre marrón e implorarme que no volviese a contactar con él sobre este caso o cualquier otro que tuviese en el futuro, desapareciendo en la noche y dejándome sola en la fría oscuridad. Pensé que no había conseguido cumplir con las expectativas y, frustrado tras tanto tiempo, había decidido traerme lo que había conseguido en aquellos dos años y olvidarse de todo lo referente a la investigación. Sin embargo, mi sorpresa fue desmesurada cuando al abrir el sobre encontré aquello que llevaba buscando durante tanto tiempo. Había localizado al doctor Cerezo.
       Corrí a mi estudio y aparté de mi escritorio todo lo que estuviese relacionado con trabajos inferiores y me embarqué en el estudio del fichero que acababa de entregar aquel nervioso individuo. Según estaba recopilado, el doctor Joaquín Cerezo Ríos había nacido hace más de treinta años en la provincia de Lugo el 20 de agosto de 1890. Los testimonios que dieron los que antaño fueron vecinos suyos lo describían durante su niñez como alguien de carácter seco y salud física y mental débil, recordando los quejidos que sufría desde niño por las noches en los que pedía que las extrañas voces que habitaban su cabeza cesasen. Había pasado varias etapas de su vida en la casa de sus abuelos de A Coruña tras el fallecimiento de su padre a la tierna edad de cinco años, ejerciendo los estudios correspondientes a su estatus social y con veintidós años se había graduado con honores en su alma máter, la universidad de Santiago de Compostela, para ejercer su sueño adolescente de convertirse en un arqueólogo que explorara aquellos lugares que habían estado vetados a la humanidad desde hace cientos de años. Mientras ejercía en una de sus investigaciones correspondientes a unas ruinas celtas en la zona norte de Arrigorriaga, conoció a una joven de la localidad con la que se casó poco antes de cumplir los tres meses de noviazgo.
          Al principio tuvo una vida de ensueño según pude entrever en las líneas escritas, y hasta había testimonios de miembros del pueblo en el que vivían que describían un cambio a mejor en su personalidad, abandonando la amargura que había adornado su vida y tornándola en la felicidad que sufren los enamorados, pero una tarde del invierno de 1922 su joven esposa sufrió unas dolencias pulmonares que fueron degenerando hasta llevarla a la muerte. La causa nunca fue realmente concluyente, ya que el informe médico indicaba que la infección se estaba curando como se esperaba, y el funcionamiento del sistema respiratorio no llegaba a la disfuncionalidad necesaria para producir un fallo, pero el doctor Cerezo jamás quiso indagar más en ese doloroso enigma. Los pocos familiares que le quedaban tras la tragedia de Algarrobado mayor, un cuñado con el que no mantuvo la relación tras la muerte de su esposa y un primo de su pueblo natal con el que mantenía correspondencia semanal antes del incidente, le describen como un hombre destrozado, vagando en su propia casa, gritando en sueños el nombre de su amada mientras se quejaba de las voces que le habían acosado desde niño, y con tal vacío interno que había dejado de lado tanto los negocios familiares como su vocación en la carrera de la arqueología con el fin de pasar las tardes en su salón, tumbado boca arriba fijando la vista en el infinito, sin ser capaz de devolver el sentido a su vida que se asegura volvió cuando el gobierno central solicitó sus servicios en lo referente al pueblo extremeño. La misma tarde en la que el mensaje llegó hizo las maletas y sin despedirse de sus vecinos y amigos se marchó en un coche de caballos a la ciudad para coger el tren de la mañana hacia las tierras del sur, contestándole a su primo el porqué de su decisión con la última carta que enviaría, la cual tenía escritas las siguientes frases: “Es lo que necesito, querido primo. Debo irme de este lugar que me ha dado tan malos recuerdos, debo olvidar el dolor por la pérdida de mi esposa. Debo ir al sur, sé que allí encontraré lo que necesito para curarme. Ellas me lo han dicho”. Para todos sus conocidos fue una sorpresa que tomase una decisión tan importante de la noche a la mañana, pero, como bien sabemos usted y yo, la pérdida de un ser querido nos puede llevar a cometer locuras irrisorias.
         Me sorprendió la biografía de este hombre, su vida previa al cataclismo tenía elementos que podían compararse a la mía, con la única diferencia de la existencia de una pareja marital en la vida del buen arqueólogo la cual nunca consideré una necesidad prioritaria. ¿Podría haber acabado, si las circunstancias hubiesen sido diferentes en mi infancia, enterrada junto al resto de paganos en aquel pueblo maldito? ¿Era una broma del destino que este hombre tuviese las mismas dolencias mentales que me acompañaron toda mi vida?
         Aquellas preguntas me dejaron en un estado hipnótico durante la noche lluviosa hasta que un fuerte trueno que cayó cerca de mi residencia me despertó de mis propios pensamientos y me hicieron volver al empapado informe. Tras una pequeña biografía del arqueólogo, había una sucesión de datos que ya había conseguido yo por mis propias vías: las especulaciones sobre la calamidad de Algarrobado Mayor, los interrogatorios sin respuestas que le realizaron los militares y su ingreso en la institución mental durante largos cinco años. Según parece, mi detective consiguió hacerse con uno de los informes técnicos del lugar, probablemente mediante tácticas cuya ética no me importaron en ningún momento, en los que se especificaba que los únicos síntomas apreciables eran las extrañas migrañas que emergían cada cierto tiempo, que manifestaba llevándose las manos a la cabeza mientras gritaba desgarradoramente y negándose a hablar pese a la ausencia de daños en su sistema vocal/cuerdas vocales. Por lo demás, se le definía como un paciente apacible y sereno sin ningún signo que indicase incapacidad de entendimiento en las conversaciones evaluativas o locura grave. Por todo esto, y unido a la falta de seguridad de los internos debido a las extrañas desapariciones en aquellos años, se le facilitó el alta y se le permitió volver otra vez a un mundo que ya le había olvidado, un mundo cuyos habitantes ya habían superado la tragedia que sufrió y la cual todos querían olvidar. Todos salvo yo.

         La última información que se tuvo de él fue un recibo de una notaría del centro de Madrid, en el cual se daban instrucciones para informar a su primo que debía encargarse de vender todos los terrenos y casas propiedad del doctor Cerezo en zonas gallegas, para luego depositar los ingresos en una cuenta del Banco de España para ser transferidos a la sede almeriense del Banco Andaluz. Mi detective no fue capaz de encontrar más información del buen doctor durante algún tiempo, ya que cuando este viajó a Almería y preguntó al banco sobre dicha transferencia, el encargado de atención al público le informó de que el dueño de la cuenta había dado instrucciones explícitas mediante el uso de una larga y meticulosa carta de no revelar información alguna acerca de su persona o la cuenta, así como la disolución de esta una vez se retirasen todos los fondos.
         El informe en aquel punto explicaba como a partir de ahí solo fue capaz de encontrar cabos suelos que no llevaban a nada más. No había registro en el censo de ningún Francisco Cerezo, ni registro médico o registro en el control ferroviario referente a las fechas posteriores a la emisión de la carta enviada a su primo. La investigación había llevado a un callejón sin salida, y mi detective aclaró que estuvo a punto de dejar del caso cuando por dicha del destino alcanzó a escuchar una conversación en uno de los cafés donde iba a desayunar cerca de la Puerta de Puchena, en la que dos granjeros del pueblo de Beires mencionaron a un extraño individuo de melena negra con mechones blancos que era motivo de discusión por haber conseguido una cosecha muy provechosa en mucho menos tiempo que el resto de cultivos, todo ello sin dedicarle extensas horas a la agricultura ni utilizar herramientas punteras en las actividades agrarias. El investigador se levantó de la silla en ese mismo momento y pagó generosamente a los jornaleros a cambio de que le llevasen al pueblo una vez hubiesen acabado con los negocios que los habían llevado a la capital. Una extraña sensación de peligro me recorrió la espalda cuando llegué a aquella parte del archivo, pero seguía ciega por la avaricia de poseer aquella información y continué leyendo con la única luz que me proporcionaban mi lámpara de aceite, que poco a poco fue disminuyendo hasta que me solo había una pequeña flama que se negaba a morir.
         El detective llegó aproximadamente a la una de la madrugada al pueblo y pasó la noche en una de las casas que servían como hostal temporal durante las ferias, la cual era gestionada por los Román, antigua familia de agricultura dedicados en épocas mejores a la aceituna y la patata, pero que tuvieron que alcanzar un sueldo extra en otras actividades cuando las cosechas del pueblo sufrieron graves pérdidas debido a las represalias del ejército al no haber aceptado los turbulentos cambios políticos que se habían sucedido tiempo atrás. Utilizó la habitación que se le había asignado como una improvisada zona de operaciones, donde empezó a recopilar los testimonios obtenidos de vecinos y conocidos del sujeto objeto de su búsqueda. Las respuestas que obtuvo no solían variar, con un núcleo visible que definían el descontento general de la población contra ese sujeto. “El hombre de la colina”, mote dado por los locales, había llegado a principios de febrero de 1928 tras lo cual tomó residencia temporal en el viejo hostal del cual fue expulsado por su dueña, supersticiosa y de raciocinio clavado en la tradición, la cual afirmaba que aquel individuo era capaz de ver pese a las quemaduras en sus ojos.
         Nunca se le atestiguó fuera del hostal salvo en las ocasiones que tomaba el camino que llevaba a los cotos de caza con el fin de negociar con el señor Rodríguez la compra de su caserío, así como las tierras de cultivo circundantes a cambio de una suma muy elevada para el precio de la tierra de la zona. Según comentaba el señor Rodriguez en una de las entrevistas, los trámites con el hombre fueron difíciles, ya que cada vez que este se comunicaba no decía palabra alguna, sino que lo escribía en una pizarra que llevaba colgada del hombro, lo cual no dificultó la brevedad de los trámites por los que adquirió la propiedad antes de ser expulsado del hostal y evadiendo así tener que soportar una sola noche a la intemperie. 
         Desde aquel día se mantuvo encerrado en el caserío sin intención de salir salvo para negocios, descritos por los jornaleros de otras tierras como injustos y diabólicos, ya que los productos crecían a una velocidad anormal y eran vendidos a los mayoristas por precios irrisorios con los que no podían competir el resto de habitante. Algunos pueblerinos admitían el habérsele pasado por la cabeza la posibilidad de expulsar al hombre del pueblo o espantarlo, pero la extraño aura del caserío durante la noche, mezclada con los olores putrefactos a mercurio que rodeaban las tierras, les hicieron retractarse despavoridos de sus acciones. Decían que aquellos rasgos no pertenecían a lugares poblados por cristianos de alma libre, sino a perros paganos que vendían su alma al diablo por placeres hedonistas. Todas las pruebas confirmaban las descripciones dadas por los anteriores entrevistados, pero quería estar seguro de que era el hombre correcto antes de entregarme cualquier papel.
         El detective subió el camino indicado por los locales, que le respondían con expresiones de odio y miedo cuando oían el destino de su paseo, hasta que, pegado por un lateral a varios cultivos cercanos a su recolección, encontró un caserío oscuro y fúnebre, con fachadas rebosantes de hiedra y un aire sobrecargado por las esencia del mercurio que envolvía al ambiente. Describía una escena insoportable y espeluznante que evocaba a los miedos góticos y los pensamientos catastróficos que nublan la mente de los hombres cuando su instinto más básico presiente una amenaza inminente. Previo a tocar la puerta de aquel horrendo lugar, decidió inspeccionar los alrededores de la zona en busca de cualquier prueba que justificase sus sentimientos incómodos. El patio exterior estaba cubierto por altos hierbajos de elevado tamaño fruto del descuido, pero pero que extrañamente no mostraban señales de la presencia de roedores o alimañas, cosa común en zonas poco cuidadas. A la derecha de la casa se encontraba una especie de cobertizo que al abrirlo resultó estar lleno de herramientas agrícolas antiguas las cuales encajaban con las herramientas anacrónicas que los aldeanos describían como propiedad del hombre de melena bicolor. También encontró en las zonas cercanas a la casa un pequeño corral falto de reparaciones en el que se encontraban solamente unas pocas gallinas algo famélicas, unas perreras completamente vacías y otras instalaciones que debieron poseer mayor gloria durante la administración del señor Rodríguez. Cuando ya se dio por satisfecho en sus averiguaciones exteriores, el detective describió en las pocas hojas que faltaban para acabar el archivo que se fijó un extraño contenedor pegado al único pozo que había cerca de las instalaciones. Según explicaba era un contenedor metálico, de cuatro varas de largo por tres de ancho, sin tapa, pero cubierto por una lona de material barato. Explicó que estaba lleno de un material oculto que manchaba la lona, dejando sobre esta una mancha de colores rojizos y amarillentos que le instaba a averiguar qué misterio ocultaba esa simple tela, aunque tenía la sensación de que ya sabía la respuesta.
         Se acercó al contenedor y, al apoyar la mano sobre la tela, notó un extraño material blando, pero al intentar levantar el manto una mano agarró su brazo y le tiró al suelo con fuerza. Cuando levantó la vista para ver quien había sido capaz de derribar a un hombre con sus capacidades físicas, se encontró con un hombre delgado y menudo, cercano a los cuarenta años pero con el rostro cubierto de arrugas, que portaba una melena salvaje y negra en la que se apreciaban mechones de color blanco, una salvaje y frondosa barba plateada, y unas cuencas vacías, marcadas con las quemaduras características a la sobreexposición al mercurio, pero que no dificultaban al dantesco hombre a moverse con total libertad. Era él, el superviviente de Algarrobado Mayor, el viudo con mi misma aflicción mental, aquel que había sido mi ruina y mi obsesión durante más dos años. Estaba junto a mí pese a que su presencia se debía a mi imaginación y un informe mojado por la lluvia. El júbilo y la promesa de un futuro más sencillo me embriagaron tras las últimas frases, pero conseguí liberarme de aquellos pensamientos juveniles y volví a la lectura. El detective pidió disculpas al extraño hombre ciego y explicó cual era la naturaleza de su misión mientras el loco de la colina ignoraba las preguntas que le hacían, y sólo salió de aquel trance de aburrimiento cuando mencionó por casualidad mi nombre. El individuo de melena bicolor giró abruptamente la cabeza y se acercó al detective, quien le contó todo lo que sabía de mí por la poca información que le había dado: mis estudios de las artes arcanas, los frutos de mi trabajo en el arte de la literatura y la odisea vivida con el único fin de encontrarle y poder acabar mi Opus Magna. Cuando el investigador estaba a punto de preguntarle por una cita para realizar una entrevista que confirmara su identidad, el hombre barbudo le cortó con la mano, tras lo cual el detective describíó con letra temblorosa unos sucesos que helaron mi alma inmortal y me llevaron a correr hasta la cocina para beber de un trago una generosa copa de coñac.
         Cuando la bebida me había dado las fuerzas que necesitaba, volví a mi estudio para releer aquellas últimas palabras y comprobar que no eran el resultado de mi mente podrida tras tantos años de enfermedad. No me había equivocado. En el informe se explicaba cómo aquel hombre ciego pero que podía ver pronunció unas palabras con voz profunda y gutural, que mi informante fue incapaz de relacionar con sonidos humanos, cuyo significado se quedó en mi mente desde ese momento hasta día de hoy: “Yo soy el doctor Joaquín Cerezo Ríos, y llevo esperando noticias de su informante desde hace años. Dígale que venga, dígale que está invitada a mi casa, y que contestaré cualquier duda que tenga sobre mí”.
         Me quedé petrificada. ¿Cómo podía saber aquel hombre quien era yo o por qué le estaba buscando? ¿Por qué se había negado a hablar con nadie durante tanto tiempo si no tenía ninguna dificultad? ¿Era posible que todo esto fuera el producto de una elaborada estafa a manos de mi empleado con el fin de quedarse con el sueldo que le había prometido una vez acabase el trabajo? La paranoia se apoderó de mí; no sé cuánto tiempo pasé sumergida en mis propias dudas y cuestiones, pero para mí se sintieron como una eternidad de tortura. Mi caja de Pandora personal se había abierto, había desvelado todas las inseguridades y pesares que había acumulado tras una larga búsqueda de dos años. Pensé que ese era el fin de mi cordura y jamás sería capaz de recuperarme, hasta que las voces, unidas en un cántico unísono en lugar del orden caótico con el que solía escucharlas, volvieron a aparecer en mi mente y me ordenaron de forma imperiosa que cesase el espectáculo de mi deplorable comportamiento y volviese a mi labor. Me recompuse y limpié el sudor de mi frente con extraña sorpresa, la maldición que me había acompañado durante toda mi vida había sido capaz de salvarme de mí misma, me había ayudado por primera vez, y, aunque me hubiera gustado desenmascarar ese misterio, tuve que enterrarlo para centrarme en terminar la lectura del documento que incluía una dirección, supuestamente, perteneciente a la casa del doctor Cerezo.
         En la mañana del 15 de diciembre de 1928 llegué a la estación de trenes de Almería. Al poco de llegar, apareció un coche de caballos que ofreció sus servicios para llevarme hasta el destino que desease y, debido a que los modelos de automóviles en alquiler estaban en condiciones nefastas, acepté. Me subí a la cabina y el hombre me preguntó el destino. Le indiqué que deseaba ir a Beires, tras lo cual tomó el camino principal a Benhadux que estaba interconectado con otros caminos comerciales por los que transitaban carros y camiones llenos hasta los topes de verduras, ganado y mármol. Llegamos alrededor de las diez de la noche a la entrada de los terrenos del doctor Cerezo, pues el conductor al verme extranjera no deseaba que me perdiese, ya fuese llevado por el paternalismo de los hombres de clase baja con intenciones carnales repulsivas o que verdaderamente era uno de los pocos buenos samaritanos que quedaban en este mundo. Me despedí del conductor y crucé la puerta que conducía a un camino de piedras musgosas rodeado por pinos ancianos y retorcidos. Seguí un buen rato por aquel camino que parecía sacado de los cuentos anglicanos de pesadilla y terror, donde los únicos sonidos que escuchaba eran los de mis pisadas sobre la dura piedra. El aroma que impregnaba mi nariz era el de las tierras secas del sur mezclado con un leve toque a mercurio. Finalmente llegué al famoso caserío del señor Rodríguez que se mostraba ante mí como una estructura olvidada de su antigua gloria. La descripción que había dado el detective era exacta a la imagen que tenía frente a mis ojos. Me acerqué a la puerta; no sabía si tocar o esperar al día siguiente, pero como si el destino respondiese a mis pensamientos, un hombre delgado, barbudo, con la melena negra y blanca y unas cuencas vacías con las quemaduras típicas del mercurio, abrió la puerta chirriante con una mano mientras con la otra sostenía una vela casi derretida que funcionaba como linterna.
         El hombre, al que reconocí sin vacilaciones como el doctor Cerezo, me indicó con un gesto de cabeza que pasase. Todavía recuerdo con todo lujo de detalles la decoración del lugar, cuyas paredes estaban cubiertas por trofeos de caza y cuya esencia era la mezcla de los muebles de madera vieja y roída junto a ese repulsivo olor a mercurio que se había acentuado al entrar en la casa. La náusea me embargó y estuve a punto de devolver el poco almuerzo que había tomado durante el camino, pero fui capaz de mantener la compostura y seguir a duras penas al doctor Cerezo por un largo pasillo que desembocaba en una gran puerta de bronce esculpida. El hombre sacó una llave plateada de su bolsillo y la introdujo en la puerta que reveló un extraño túnel, probablemente de construcción reciente, que llevaba a un húmedo sótano al bajar unas escaleras talladas en la misma piedra. El lugar, más que un sótano, se asemejaba a una caverna artificial por su forma ovalada y sin ventanas, cuya única fuente de luz era la vela del arqueólogo y la cual temía que se apagase debido a la humedad del ambiente. Los únicos muebles que había en esa espeluznante celda eran dos sillas por cuya apariencia no parecían muy cómodas, colocadas encima de una alfombra rojiblanca con simbología celta, así como una tabla pegada a la pared de la cual colgaba un cuchillo ornamentado y de excelente fabricación. Me acerqué a inspeccionar el cuchillo, pero me interrumpió por la tos forzada de mi anfitrión, quien me señaló con su dedo una de las sillas para que me sentase en ella. Sin embargo, mi corto examen me permitió discernir el color y el patrón de la hoja, que recordaba al humo, y también las manchas que parecían sangre seca en el filo. Había sido utilizado recientemente.
         Me senté tal y como me habían pedido, saqué mi vieja pluma y cuaderno de notas mientras observaba como el objeto de mi obsesión se colocaba frente a mí. Su figura y pose, rodeadas por un ambiente tan surreal, le daba un aura similar al imaginario de los mejores escritores fantásticos y góticos, similar en mi mente a la imagen del dios de la muerte creado por mi barón irlandés favorito.  Tras un breve silencio, el hombre abrió la boca. Se presentó como Francisco Cerezo Ríos, licenciado por la universidad de Santiago de Compostela en arqueología y ex miembro del grupo especial enviado por el gobierno a Algarrobado Mayor. Su voz era profunda y gorjeaba, tal y como lo describía el detective, pero cara a cara producía tal horror que, involuntariamente, me aferré con fuerza al reposabrazos. Por instinto, ese vestigio de la bestia primigenia que todavía llevamos dentro, me preparé para enfrentarme a cualquier posible amenaza.
          Me tranquilicé gracias a los extraños mensajes que recitaban las voces en mi cabeza e intenté reducir la velocidad de mi respiración hasta calmarme. Le pedí que me relatase todo lo que recordase de la destrucción del pueblo pagano en aquella lúgubre noche del 15 de octubre de 1923. El profesor Cerezo se reclinó en su silla como si aquel tema fuese algo banal y sacó del bolsillo una pipa de marfil que cargó antes de encenderla. El aroma que salía de esta no era tabaco, sino una extraña medicina verde tomada en el esotérico oriente conocida por sus propiedades relajantes, y que había saltado a la fama en Europa tras rumorearse que la consumían en grandes cantidades los fieles de Rashid Al-Din Sinan, miembros de una secta islámica radical que durante las cruzadas había sido el terror de cristianos y musulmanes con el asesinato tanto de nobles como inocentes a sangre fría. Tomó una larga calada infinita, y dejó salir lentamente el humo blanquecino por entre sus labios hasta que, tras un leve suspiro, comenzó a hablar.

         Alrededor de las ocho de la tarde del fatídico día, el doctor Cerezo se había reunido con dos de sus colegas y un técnico en explosivos en su habitación para cumplir una de las más viejas tradiciones entre intelectuales: el consumo de altas cantidades de cualquier bebida alcohólica capaz de atontar el cerebro durante unas pocas horas para pasar una noche alegre y de juerga. El festejo se debía a que al día siguiente podrían comenzar con todas las investigaciones deseadas tras haber sido encarcelado el último de los paganos salvajes que les habían atacado semanas antes. El doctor Cerezo recordó haber estado sentado junto a la ventana, mirando con una sonrisa triste al resto de sus compañeros cuando el doctor Segura, catedrático por la universidad de Barcelona y miembro más joven del equipo de investigación, empezó a quejarse su incapacidad de aguantar las ganas de iniciar la exploración hasta el día siguiente. Aquel malcriado aristócrata no solo necesitaba explorar el lugar, tenía que ser el primero en hacerlo. Las quejas del joven doctor no cesaron y arruinaron en parte la celebración del resto de compañeros hasta que el señor Márquez, encargado de los cálculos referentes a la fabricación de nitroglicerina y otros productos explosivos, propuso a sus compañeros el hacerse con uno de los coches reservados al transporte de los investigadores y visitar aquel mismo día las ruinas a espaldas del resto de colegas. Parecía una idea descabellada y, aunque el doctor Cerezo jamás hubiera aceptado en condiciones normales aquella propuesta, el exceso de alcohol y unas extrañas voces que le habían acompañado desde niño para que abandonase su ética, no puso ninguna objeción e incluso fue de los primeros que apoyó la aventura. El último miembro del grupo, el doctor Soler, quien no fue difícil de convencer, fue el encargado de hacerse con las llaves de uno de los coches y conducir a la entrada de las ruinas. 
         Cuando llegaron a su destino, bajaron del coche y recorrieron los túneles cantando baladas obscenas mientras buscaban el valor necesario para inspeccionar un lugar tan lúgubre durante la noche. Nada más llegar a la zona se pusieron manos a la obra con toda la profesionalidad que podían ofrecer en el estado en el que estaban. Los geólogos habían hecho una buena aproximación de la datación de las vasijas encontradas, pero los ojos más profesionales de aquellos hombres fueron capaces de identificar las piezas como pertenecientes al gobierno de Filipo II en la península balcánica; gobierno que allanaría el camino a su hijo Alejandro en la conquista del segundo imperio más grande que los seres humanos hayan conocido. También había collares de gran antigüedad pertenecientes a las tribus anteriores a la aparición de Cartago, armas de calidad increíble pero que por su forma y diseño se asemejaban más a las descubiertas durante la edad de bronce, e incluso se encontró una estatua de oro de una criatura obscena que el más fantasioso de los investigadores se atrevió a asimilar con el reino fantástico de Valusia, antes de que un extranjero bárbaro tomase la corona para sí mismo y llevase su vida hasta la leyenda y la gloria.
      Mi pluma temblaba mientras el doctor Cerezo relataba el extraño inventario: peines pertenecientes al nacimiento de Roma, alfombras cuya fabricación se dató de las estirpes del Nilo Bajo durante el Imperio Antiguo, sedas de la caída de Babilonia, joyas de los imperios majayanapadanes... Me atreví en un arranque de descaro a preguntar por qué no dio aquella información a las autoridades pertinentes, aunque fuese de forma escrita, a lo que me respondió con una sonrisa frívola seguida de un comentario déspota, expresado con la misma voz gutural que repugnaba: “Si se atreve a escuchar la historia al completo, sabrá por qué”. 
         Una vez los arqueólogos finalizaron el catalogado de los artículos con mayor relevancia, comenzaron a examinar los murales que adornaban el salón de piedra. A primera vista les resultaba impensable que todas aquellas maravillas hubiesen existido en el pasado y no se hubiesen encontrado pruebas. Mientras que los otros tres integrantes del grupo observaban un dibujo en el cual un hombre sujetaba una piedra que capturaba unas extrañas neblinas sobre la población, el doctor Cerezo me confesó una grave jaqueca, esta vez con más fuerza que en ocasiones anteriores, acompañada por una voz profunda y cavernosa que repetía una orden constante e incomprensible por cualquier otra persona, pero que para él era tan simple como una orden en su lengua materna. “Ven a nosotros. Pulsa el mecanismo y ábrenos el camino”. El doctor Cerezo me reconoció que en ese momento se sintió anonadado, y el sudor frío perlaba su frente mientras me describía el conjunto de penumbrosas emociones que oscilaban por su mente aquel día. Finalmente no pudo más y, como un hombre ciego guiado por su fiel lazarillo, se dirigió a la pared contraria a la de sus compañeros y tocó unos relieves que representaban una extraña pirámide negra de cuya cima surgían extensas columnas de fuego. Una parte del mural cedió, sonó un clic seguido por un temblor de la sala. Las paredes parecían al borde del colapso y del techo no paraba de llover el polvo, pero el caótico movimiento cesó de forma abrupta y reveló una puerta secreta en la misma pared.
       El pasillo que se había abierto era estrecho y profundo, y descendía a las profundidades mediante unos escalones de piedra cubiertos por medio palmo de mercurio pestilente que fluía desde el techo y dificultaba la empresa de aquellos hombres. No supieron si serían capaces de continuar su empresa hasta que el Señor Márquez, quien sonrió de forma jactanciosa, sacó de su bolsa una máscara de gas para cada uno de los miembros de la compañía. Encendieron sus linternas, se armaron de valor y pegaron un último trago a la botella de güisqui que llevaban consigo, para calmar los nervios. Aquel sitio era demasiado estrecho y no podrían entrar todos a la vez, por lo que se tomaron turnos para formar en fila india. El doctor Cerezo recordaba con una sonrisa torcida como antes de embarcarse en los acontecimientos que marcaron su vida se discutían temas tan banales como el orden de acceso de los integrantes del grupo, y hasta llegó a soltar una carcajada triste cuando recordaba como el señor Martínez propuso elegir el orden mediante un juego infantil que recordaba de su pueblo. Tras toda la palabrería entró primero el doctor Cerezo seguido por el doctor Soler, cuya retaguardia sería cubierta por el experto en explosivos y dejando al joven arqueólogo como último eslabón. Al principio no encontraron nada que les llamase la atención en ese pasillo oscuro y pestilente, pero tras unos cuantos metros de profundidad encontraron diferentes dibujos que cubrían las paredes, divididos en escenas delimitadas por patrones triangulares, y que supieron al instante que debía servir para representar algún tipo de rito religioso. La mayoría de estos incluían a un extraño hombre azul que dirigía a un grupo de hombres en un rito pagano, reuniéndolos en lo que parecía un templo y llevándolos a un túnel muy similar al que estaban ocupando los aventureros. La siguiente escena produjo un escalofrío en los intelectuales, pues en esta dantesca pictografía dos ayudantes colocaban en el hombre de azul unas túnicas muy similares a las que había llevado el líder de la resistencia civil durante la batalla de los Aullidos.
        El valor que otorgaba el güisqui se iba disolviendo con la actividad física, y el señor Martínez, poco acostumbrado a las visiones góticas que eran la profesión de sus compañeros, empezaba a presentar síntomas de nerviosismo. Estos se denotaban, como describió el señor Cerezo, con un pequeño fulgor en sus ojos, similar al que demuestran las bestias salvajes cuando presienten una amenaza oculta pero inminente. Pensaron que podía ser un inconveniente para la investigación, pero el doctor Segura consiguió tranquilizarlo a duras penas. Le explicó que era normal en zonas paganas que se perdiese el significado de las costumbres, pero no el método de su ejecución, como por ejemplo el uso de herramientas y vestimentas cuya función en los ritos primigenios había sido olvidada. El técnico en explosivos aun mostraba el nerviosismo en su pálido rostro, pero se tranquilizó lo suficiente como para continuar la exploración de los túneles goteantes de mercurio.
           Las imágenes que le siguieron mostraban otra vez al hombre azul guiando al grupo por el túnel hasta unas gigantescas puertas de bronce. Se acercaron a mirar el panel siguiente, pero no fueron capaces de ver qué representaba, ya que este estaba en un pésimo estado debido a que por una grieta en la pared caía una cascada de mercurio que había corroído la piedra. El doctor Segura intentó tapar la grieta con un trapo, pero cuando acercó la mano a la grieta, sonó un espantoso sonido visceral, lo cual recordó al arqueólogo las expresiones de terror del grupo. El doctor Segura soltó una carcajada y explicó que ese sonido era de origen natural, producto de simples procesos químicos. Nadie negó su hipótesis, ya fuese porque aceptaban su planteamiento o porque ninguno tenía el valor de rebatir la única propuesta que no deformaría la cordura colectiva.
         La última colección de imágenes representaba diversos ciclos lunares que repetían los murales anteriores una y otra vez, los cuales se contaban por el número de lunas llenas y la posición de las estrellas en sucesiones de seis meses y que correspondían a los solsticios de invierno y verano, hasta el último tramo, en el que se podía ver como el hombre azul, tumbado en una cama, acercaba los labios a la oreja de un muchacho erguido junto a él. De su boca surgían líneas malformadas que desembocaban en el oído del muchacho, y tras varios paneles con imágenes similares, la piel del muchacho se iba tornando cada vez más azul, hasta que en el panel final se mostraba orgulloso junto al cadáver en la cama y junto a un grupo de seguidores que parecía aceptarle en su nuevo estatus. No volvieron a ver una pintura en el resto del túnel hasta que encontraron el final en la misma puerta de bronce que se había visto dibujada como frescos en el túnel. Según el doctor Cerezo estaban cubiertas por relieves de gran calidad, en las que imágenes que no se atrevió a describir marcaron un punto negro en su psique que le recordaría siempre la maldad innata del destino. Intrigada por sus declaraciones, y llevada a buscar el misterio que no se me quería contar, le pregunté cuál era el tema principal representado en los relieves. El hombre tuvo que dar varias caladas a la pipa hasta que pudo formular una respuesta clara: “Se representaban… las consecuencias de no llevar a cabo los ciclos. Representaban el castigo que podemos sufrir si no los cumplimos”.
          Tras un breve descanso solicitado por el doctor para rellenar el contenido de su pipa, prosiguió con su narración. El ciego que veía recordaba haber tocado las puertas de bronce y haber palpado los horrendos e indescriptibles relieves llevado por el oscuro impulso de las voces, y me contó como, al apoyar su mano, el grito visceral que le había asustado volvió con más fuerza, pero esta vez no le produjo ningún tipo de horror. El señor Martínez no aguantó más, y con la voz temblorosa y todo su cuerpo temblando, exigió al joven arqueólogo regresar a la superficie de una vez por todas. El doctor Segura intentó razonar con el técnico de explosivos otra vez, le explicó que era imposible cruzar al otro extremo con él detrás sin que uno de los dos tocase el nocivo metal. Comenzaron una discusión en aquella dantesca instalación; el señor Martínez gritaba y chillaba exigiendo salir, y el doctor Segura se negaba en rotundo hasta haber terminado su investigación. Los ánimos empezaron a calentarse hasta que el técnico se enzarzó con el doctor Segura. El doctor Soler fue incapaz de separarlos, y la lucha duró unos instantes, donde los golpes contundentes del técnico anulaban cualquier tipo de defensa que pudiera conjurar el doctor, un hombre de menor peso y fuerza física.
          Todo indicaba que el arqueólogo dormiría en el hospital y que el grupo debería explicar a los encargados en la mañana siguiente por qué habían decidido hacer aquella estúpida aventura en vez de esperar a los horarios acordados. Sin embargo, nunca se le podría recriminar su actuación al doctor Martínez, pues el doctor Segura, herido y sangrando, sacó un revólver de su chaqueta cuando vio que no podía defenderse honrosamente y disparó dos balas fulminantes contra el dinamitero.. Para cuando el cadáver cayó sobre el suelo cubierto de mercurio con un chapoteo, el rostro del joven arqueólogo había cambiado completamente. Comenzó a temblar presa de las circunstancias, y apuntó a sus otros dos compañeros. Su rostro ya no era el de un hombre cuerdo, sino el de alguien anonadado y horrorizado por el mundo que le rodea. Con el cañón apuntando al doctor Soler y un hilo de voz titubeante, les explicó que no podía permitirse que se descubriese lo que acababa de pasar: su carrera, sus éxitos, su familia… todo eso desaparecería si quedaba alguna prueba del crimen que acababa de cometer.
         El doctor Segura, llevado por la locura que le embargaba, informó a los otros dos arqueólogos de su plan improvisado. Tenía intención de matar a ambos hombres una vez abriese la puerta y dejaría los cadáveres en el interior de la sala para que el paso del tiempo pudiese hacer su obra; a la mañana siguiente volvería a las ruinas sin levantar sospecha para evitar que se descubriese el pasadizo secreto. Una vez pasados los años retornaría para coronarse como el descubridor del mayor hallazgo arqueológico de la década y utilizaría sus influencias a posteriori con el fin de catalogar lo que ya serían esqueletos como simples habitantes de la sociedad desaparecida. Una carcajada sombría salió de su boca, y la sentencia comenzó una vez el hombre armado les ordenó que abriese la puerta.

         El doctor Cerezo comenzó a temblar por el horror de su propia historia, pero se recompuso tras tomar varias caladas de la pipa humeante. Me preparé para descubrir el final de aquella historia. Mi cabeza especulaba con todo tipo de sorpresas y tramas, intercalando las relaciones y sucesos, construyendo la historia que siempre quise contar. Pero lo que me reveló no era ese final que tanto deseaba para mi epopeya, sino un oscuro secreto que se ha convertido en mi carga durante tantos años, y que dio comienzo al desenlace de lo que es hoy mi lúgubre vida, pues al abrir las puertas encontraron una depresión cuya profundidad debía ser de kilómetros. Los otros arqueólogos no veían nada más que oscuridad en aquel profundo abismo, pero el doctor Cerezo los vio, vio sin necesidad de luz como se arrastraban los habitantes de lo oculto. Eran la destrucción encarnada, la esencia de la carne pútrida, el horror más decadente del ser. Su malicia y nauseabunda naturaleza harían dudar al hombre más fiel de sus votos, y demostrarían por su mera existencia que las ideas platónicas de justicia y bien eran un burda mentira contada a infantes con el fin de esconderles la realidad del final de todo ser humano. A kilómetros de distancia, y rodeados por un aura repugnante, apareció una especie que debía existir desde que la tierra se forjó en los fuegos estelares, con formas que no pudieron describir ni los profetas más esotéricos de tiempos pasados. Los seres, que se asemejaban a gusanos cuya longitud excedía la decena de kilómetros, estaban formados por diferentes secciones anilladas, con un hemisferio en cada sección blando y pútrido y otro que recordaba a los caparazones de los crustáceos. De su piel emergían extraños apéndices alargados, y había esparcidas en todo su cuerpo aberturas de las que emanaba ríos de mercurio que usaban para desplazarse. Sus bocas se dividían en cuatro secciones triangulares forradas con diversas hileras de dientes deformados y gigantescos que continuaban hasta el fondo del esófago, capaces de arrancar de la tierra ciudades enteras con un simple mordisco. No poseían ojos ni aberturas similares a oídos, indicando el doctor Cerezo que, al igual que él, habían dominado artes antiguas y podían ver sin ojos al acceder a los que residen durmientes en el alma.
      Uno de los gusanos alzó su cuerpo decadente y horrible mientras salía de él el mismo ruido profundo y cavernoso que ahora sonaba como la unión de un coro de cuernos tribales. El doctor Soler cayó al suelo con surcos de lágrimas en sus mejillas, probablemente incapaz de imaginar una forma de huir del destino cruel que esperaba en un mundo habitado por aquellos engendros, y el doctor Segura, sin vacilar en sus movimientos lentos pero fluidos, alzó su pistola a la altura de su cabeza y apretó el gatillo sin musitar palabra alguna.
       El fofo ser continuó con su grito nauseabundo, pero el doctor Cerezo, como si de la divina providencia se tratase, comprendía un mensaje alto y claro entre los gemidos y chillidos de los seres. Aquel sonido le había acompañado durante toda su vida. Los gritos que surgían del ser eran iguales a las voces que le habían acompañado desde niño. Las voces indistinguibles que poco a poco habían comenzado a ser descifrables hablaban ahora con total claridad, y le ofrecían algo, un pacto, una oferta irrechazable: “El fin del ciclo se acerca, y esta civilización ha fallado en sus promesas al igual que nos fallaron sus antepasados. No merecen el favor de nuestra estirpe. Pero tú nos entiendes, tu sangre ha sido marcada para comprendernos. Te elegimos al igual que elegimos a aquel que formó parte de tu estirpe. Sírvenos, entréganos la carne de tus hermanos durante los rituales, y te ofreceremos nuestro eterno agradecimiento hasta que un nuevo heraldo ocupe tu lugar”.
         Quise marcharme en aquel instante, horrorizada por las extrañas conexiones entre su historia y mi propia vida, pero algo en mí me hizo continuar hasta el final. El doctor me relató cómo no pronunció palabra alguna; no hacía falta, el instinto de supervivencia al igual que un deseo oscuro recién formado dentro de sí fue más que suficiente para cerrar el trato, incluso si eso llevaba traicionar a su propia especie. El mismo gusano profirió extraños cánticos, y con su kilométrica boca se apoyó en el techo de la sala, produciendo terremotos que movieron hasta la misma realidad, y que sumieron al arqueólogo, viudo en duelo y heraldo de seres infernales en un letargo transcendental, en un letargo que duró mil vidas en un solo segundo. Observó la obra de aquellos seres a lo largo de la historia; desde su llegada a la tierra tras su nacimiento por el apóstol maldito Gul´Talzhahim hasta su destrucción en el lejano futuro, cuando el sacerdote oscuro y primigenio alce su reino de pesadilla desde las profundidades del océano y evapore la concepción de nuestro planeta, tornándolo de nuevo en una nube de polvo cósmico que vagará eternamente por el frío espacio, reminiscente de todo lo que fue y todo lo que será.
        El terror se apoderó de mi mente, y me sentí anclada a mi asiento roído, como sujeta por unas cadenas invisibles de las que no me podía deshacer. Me sentía sucia al escuchar esas palabras de tan horrenda naturaleza, no podía concebir que tal mal existiese en la tierra. No podía aceptarlo. Tomé por un loco al ciego e intenté salir corriendo del maldito salón en cuanto tuviese la oportunidad. Mi relato ya no tenía importancia para mí, tan solo quería escapar; y no hubo mejor oportunidad de intentarlo que cuando aquel hombre que ahora me producía una repugnancia indescriptible volvía a estar ocupado en rellenar su pipa con la plasta verde y apestosa. Mientras sus dedos apretaban el contenido de la cazoleta, me levanté con un impuso felino y corrí por mi vida hacia las escaleras, pero no pude alcanzarla. Mi cuerpo cayó paralizado mientras las voces de mi cabeza entonaban extraños sonetos en su lengua muerta y distintiva. El profesor debió entretenerse con mi invalidez, pues se acercó y me narró al oído lo que sucedió tras aquella noche en un tono burlón. Me contó cómo se había hecho pasar por loco para engañar a la policía, como había secuestrado a dementes para ofrecerlos en sacrificio a sus maléficos patrones cuando los seis meses se habían cumplido. Me contó los horrores que habitaban la tierra, el mar y el cielo. Me habló del ser esbelto y perfecto que reina en su ciudad abandonada más allá del firmamento, me describió a las razas menores que habían servido a los hijos de Gul´Talzhahim antes de la aparición del ser humano. Me recitó la localización de los templos olvidados, las canciones perdidas, los secretos prohibidos y los lugares donde se podía realizar el rito oscuro. Me confesó que la única razón por la que había venido a este pueblo era que, bajo la misma sala donde nos encontrábamos, había un pasadizo secreto que desembocaba en unas ruinas muy similares a las de su historia, donde unos colonos pertenecientes a la raza de sus señores aguardan pacientemente hasta que se cumplen los ciclos con el fin de devorar por toda la eternidad las almas de los sacrificados.
         Mis ojos se cubrieron de lágrimas al imaginar el sino de nuestra especie, simple e impío ganado de algo tan asqueroso, un sino que seguramente yo también tendría que sufrir. Mis llantos se deshicieron en súplicas al cielo, primero por la salvación de todos nosotros, pero al final se convirtieron en ruegos por mi propia vida. El doctor Cerezo soltó una risa burlona y con un dedo calloso me limpió las lágrimas de los ojos antes de acercar sus labios a mi oído y recitar unas palabras cuyo significado me fue vetado en aquel instante. “Eel mught ohr th´barht. Palackb Uul´Thugguht nilj tibn laur Gul´Talzhahim. Fial´tyonmbj palackb jorv sim´fhutarl”. Aquellas palabras me cambiaron y me transmitieron una fuerza cuya existencia desconocía. Era un poder extraño, un poder que me maravillaba y me hacía sentir capaz de conseguir lo que desease, daba igual ley, arma o ente que se presentase en mi camino; pero que cuya prístina esencia era deleznable para mi entendimiento. Los sentimientos de miedo y terror desaparecieron, y los extraños versos de las voces dejaron de hacerme efecto. Me levanté y observé el cadáver del doctor Cerezo junto a mí, quien había muerto con una expresión calmado por acabar con su pesada carga.
        Podía ver sin ojos, y la verdad del mundo se presentó ante mí, horrorizándome y marcándome por el resto de mi vida con el trauma de los saberes prohibidos. Todos los regalos que me ofrecían no podían tapar la pútrida realidad ni las voces que ahora, más claras que nunca, exigían su parte del trato, y el ciclo se cerraría pronto.
         Salí huyendo de aquella casa sin importar los misterios que faltaban por descubrir, pues al igual que el extraño contenedor metálico, sólo escondía los restos de actos profanos. Volví lo antes posible a mi mansión en Madrid, donde me encerré e intenté huir de la realidad sin éxito. Ahora las voces aparecían claras en mi mente al igual que para el doctor Cerezo, y su constante presencia no hacía más que degenerar mi mente. Días enteros pasaron sin que comiese o descansase en mi cama, pues estaba demasiado ocupada escuchando los relatos de aquellos nefastos seres. Me revelaron la verdad de mi antepasado y el del doctor Cerezo, el Hijo del Diablo, el cual tuvo un nombre muy distinto antes de llegar a Valencia para confundir a sus perseguidores y que así buscasen al hombre equivocado, me relataron las historias de aquellos que vinieron antes de mí y cómo su marca y su estirpe estaba preparada para tomar el manto de heraldo. Me confesaron el significado de las palabras que el buen doctor recitó mientras estaba inmóvil en el suelo: “Tu deseo es nuestro placer. Sirve a Uul´Thugguht y a los hijos malditos del profeta Gul´Talzhahim. Sírvelos y te daremos cuanto necesites para saciar tu alma”.
        No supe qué hacer hasta que las voces pasaron de seductores relatos que intentaban anexionarme a su causa a amenazas claras y perturbadoras, en las cuales me mostraban en pocos segundos cómo habían destruido todas aquellas culturas ancestrales y poderosas que se habían negado a cumplir el rito sacrílego. Ya no era yo misma, sino una esclava que debía obedecer a mis amos pese a la horrible repugnancia que sentía al pensar en cometer tales actos.
      Seguí sus mandatos y trabajé como su marioneta durante los años venideros. Vendí mi vieja mansión y me mudé a la zona sur, donde compré una casa cerca de unos terrenos montañosos que habían tomado mala fama por su nauseabundo olor a mercurio. Me enseñaron a realizar los rituales y la localización de los altares en los que debía realizarlos. Aprendí los santos versículos, tomé las herramientas para mi labor y cumplí las expectativas que tenían de mí como su heraldo. Cada vez que una noticia del aumento de nuestras ventas llegaba a mis oídos o nuevos y cada vez más extasiosos placeres llegaban a mis puertas, lo asimilaba como los favores que me concedían mis nuevos señores y sentía cómo se clavaba más profundamente en mí el puñal de la culpa por la traición a los míos, y no hizo más que aumentar durante los años venideros hasta que cedí a mi nueva naturaleza.
       Solo tuve tiempo a realizar un rito antes de que me encerrasen en este horrible lugar por su maldita culpa, pero no podía dejar de ejercer mis labores. Fueron mis poderosos patrones los que me llevaron a esta nueva residencia la cual está cubierta por el olor a mercurio que sintió mi predecesor. Me otorgaron la misma habitación que él y ocularon entre las baldosas las mismas herramientas con las que alimentaría el hambre por la desesperación de los vástagos de Gul´Talzhahim. Créame cuando le digo que podría salir de este infierno si lo desease, pero no serviría de nada, ya que ellos están bajo el suelo esperando a que cumpla mis oficios, y al menos aquí siento algo de descanso cuando la droga nubla mi mente.
       Espero que ahora comprenda el por qué escribí mi carta. ¿Qué sentido tendría alertar a la población de esa fúnebre amenaza? Ningún poder terrenal podrá hacerles frente, y en el peor de los casos acabarían con todos nosotros y buscarían a la próxima raza consciente para que actuase como sus sirvientes. Se lo diré una vez más: encárguele al señor Padilla cualquier otro trabajo, recoja toda la información referente al demoníaco suceso de Algarrobado Mayor y deshágase de todo, hasta que desaparezca la mínima prueba de su existencia. Hace mucho que siento ganas de acabar con la carga que porto sobre mis hombros al igual que hizo el doctor Cerezo, y tengo entendido por mis poderosos patrones que su hija más pequeña, la que tuvo con una mujer nacida cerca de la localidad maldita, sufre una dolencia similar a la mía y escucha extrañas voces que intentan comunicarse en una lengua extranjera. O quizás podría olvidarme de mis obligaciones para que mis patrones devoren la ciudad en la que vivimos. Sea complaciente ahora que solo poseen el peso de mis palabras, pues soy protegida por fuerzas indeseadas, y hace mucho que no le pido un favor a mis patrones.
Atte. Doña María Rosales Almíbares.

Lo que yace bajo las ruinas es un relato escrito por Fausto Losilla Rodríguez, Rosa Narváez Muñón y Ewi.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Los Errantes


El sol empezaba a esconderse tras las montañas cuando llegué a la tierra de Numb y las tinieblas cubrían lentamente todo lo que se presentaba frente a mis ojos. No había nadie en las calles, ni los mercados y puestos mostraban sus mercancías con gritos de orgullo y promesas de calidad. Aquella ciudad no se parecía en nada a la que me habían narrado en las posadas de Lugh, no era la ciudad donde los hombres bebían el zumo de moras durante las cálidas noches de verano ni fumaban el extraño Tumarub cuando las hojas volaban muertas en las corrientes de viento. ¿Dónde estaban las lámparas de faro que llenaban de brillo y color las calles principales? ¿Dónde estaban las trompetas de Yumar que alegraban los paseos por la costa y daban pasión a los nuevos romances? La única música que llenaba aquel sitio era el viento que corría fiero y salvaje entre los edificios de barro, y la única luz era la de las estrellas que acompañaban a su gran hermana, la Luna. Ella resplandecía llena y poderosa en el firmamento y estaba cubierta por un manto rojo que indicaba el fin del verano, pero que las leyendas de mi tribu atribuían al advenimiento de un mal extraño al mundo.
Anduve no sé durante cuanto tiempo por aquellas calles desérticas en busca de alguien que me diese una explicación de qué maleficio o ruina había caído sobre aquellas gentes para acabar de esa forma. Podía ver cómo se colaban luces por las ventanas cerradas de las casas y, cuando me acercaba a las puertas en silencio, podía escuchar respiraciones entrecortadas y a la vez silenciosas, iguales a las del hombre derrotado que se esconde de los vencedores, pues no hay otro destino para un derrotado que las cadenas en sus muñecas o la espada en su cuello. Intenté tocar a las puertas de las casas, pero solo recibía silencio y el sonido de aquella condenada respiración como respuesta. Finalmente, una puerta decidió abrirme, pero la mujer que se escondía tras la puerta no me ofreció su hospitalidad y su ayuda, sino que de su larga túnica de pétalos de amapolas sacó una bella daga de hoja negra y mango de oro cubierto de joyas y gemas preciosas y la movió en el aire con movimientos anchos y ondeantes para que me asustase con el silbante filo de aquella hoja tan trabajada. Su cuerpo temblaba bajo aquellas largas túnicas y sus ojos, brillantes y verdes como esmeraldas característicos de la gente de Numb, estaban abiertos e incapaces de pestañear. Yo alcé los brazos y, con mi corazón bombeando igual que unos tambores de guerra, pregunté por qué amenazaba con tanta fiereza a un extranjero que solo había tocado a su puerta, y ella respondió con unas simples palabras que helaron mi alma antes de que volviese a cerrar su puerta: “Los Errantes descansan hoy en nuestras colinas”.
Yo solo era un simple cuentacuentos que por primera vez había abandonado el remoto pueblo en el que nació, pero hasta la villa más recluida había oído las historias que acompañaban el nombre de los Errantes. Aquel pueblo era extraño y oscuro para todos los habitantes del Yab. Sus ojos eran amarillos como los de las serpientes, y había en ellos algo inquietante y escalofriante cuando uno los miraba con detalle, pues sus pupilas parecían estar en constante movimiento y fluían lenta y perezosamente como la sangre de los corderos cuando corre libre por la calle en las fiestas a Baal. Su piel era blanca como la nieve más pura y a la vez estaba reseca y encuartada, por lo que hasta un niño parecía un anciano y, cuando posaban la mirada en ti, era como si una ave de presa, orgullosa y mortal, te estuviese observando para decidir si ibas a ser su alimento. Sus ropas eran túnicas raídas y muy antiguas de colores oscuros y apagados en las cuales se podían observar extraños grabados e imágenes naturales tan sutiles y exactas que solo los mayores maestros del telar podían confeccionar algo así.
Se decía que viajaban por todo el mundo en caravanas que llegaban a ocupar kilómetros en las dunas del desierto, con carros empujados por camellos barbudos en los que guardaban joyas y especias. Nunca querían comerciar o comprar alimentos y siempre que hablaban con alguien antes hacían un extraño símbolo con su mano derecha y saludaban con un extraño rezo que hacía que los corazones parasen del terror. Nunca acampaban de noche salvo que hubiese un poblado o una ciudad cerca, y cuando bajaban a esta llenaban las calles con sus huestes y aullaban a la luna de júbilo antes de volver a sus hogueras comunales para iniciar unos extraños ritos que nadie había podido ver.
 Se decía que una vez el gran rey de Lugh hizo llamar al jefe de una de las muchas caravanas de los Errantes, pues el rey era curioso y deseaba conocer a aquellas gentes. Los guardias trajeron ante el rey a un hombre anciano cuyo rostro estaba lleno de tatuajes hechos con su propia sangre y que cubría sus brazos y piernas con ornamentos orfebres de intrínseca belleza. El rey le saludó y le preguntó por su tribu, pero el hombre no habló ni pestañeó pese a los constantes esfuerzos del rey. Poco a poco el monarca se enfureció debido a la pasividad del hombre y cuando les dijo a sus guardias que sacasen a aquel indecoroso ser de su corte, el jefe errante sacó de su turbante una serpiente cuyos colores vívidos y púrpura indicaban su letalidad y sin soltar un solo grito clavó los colmillos de la bestia en su brazo. Todos enmudecieron incluido el rey, ya que aunque podían ver cómo el veneno fluía por la piel de aquel hombre, su fuerza no había flaqueado en lo más mínimo, por lo que el rey le permitió abandonar su reino y le pagó con grandes cantidades de oro y plata para que jamás volvieran a pisar sus tierras.
Cuando supe de la llegada de aquellos seres oscuros, decidí huir por las calles en busca de refugio, pero todas las gentes me cerraban la puerta de sus casas llevados por el miedo y la paranoia. No encontré ningún lugar que me acogiese, pero, al llegar a la zona del mercado, vi un antiguo cuyas mercancías estaban tapadas con una tela ancha y decidí meterme allí abajo. La manta cubría todo mi cuerpo sin mostrar mi figura, por lo que recé a Baal y a Fu-Mogath en busca de ayuda y fortuna, mas los dioses solo escuchan las plegarias de los justos y nobles, y yo solo era un extranjero en tierras que jamás habían acogido un templo a ellos. Fui incapaz de dormir bajo aquellas telas pese a mucho que lo intentase, no era capaz de sobreponerme al miedo inducido por las historias y las leyendas. Finalmente cedí a mis instintos y preferí saciar mi curiosidad, pues nadie ha visto a un Errante en sus ritos nocturnos. Abrí una pequeña abertura y por ella vi una escena que horrorizó mi corazón.
Desde la montaña podía ver miles de lenguas de fuego verde que bajaban en lenta procesión acompañadas por el estruendoso sonido de tambores de piel de cabra cuyo dantesco sonido se mezclaba con el agudo sonido de cascabeles y los aullidos de las bestias salvajes. Lentamente las lenguas bajaron hasta nuestra ciudad, y cuando los tuve suficientemente cerca pude ver que no era lenguas, sino extrañas velas que los errantes portaban en bastones de ébano cubiertos por laboriosos grabados y en cuya parte posterior había talladas las cabezas de zorros y serpientes en eterna y estática batalla. Aquellos hombres llevaban el rostro tapado con largas y holgadas capuchas blancas con grabados de oro y en su cinto colgaban los sonoros cascabeles y diferentes telas y pieles que jamás había visto en otro lugar.
Me sentí impotente ante aquella imagen y volví a esconderme. Llevé una mano a mi rostro e intenté amortiguar el sonido de la respiración. Los errantes continuaron con la procesión hasta que llegaron al mercado y allí dejé de respirar para que no pudieran escucharme. No sé cuánto tiempo aguanté en aquel estado, pero de mí no salía sonido alguno salvo el de mi corazón latente. Cuando creí que estaba a salvo de su extraño rito, solté lentamente la mano de mi rostro, pero antes de que pudiese tomar la primera bocanada de aire una mano blanca y huesuda se coló por debajo de la tela y, con un fuerte movimiento, me sacó de mi escondrijo.
Los errantes me miraron con aquellos ojos malignos y oscuros. No sabía cuál sería mi destino, era la primera vez que tenía a que pueblo delante de mí. Los extraños penitentes que había en el mercado me rodearon, y noté el peso de sus miradas frías y oscuras. Entonces uno de ellos, sacó de sus ropajes una túnica igual que la suya y, posando sus ojos de sangre amarilla en los míos, me la dio. Me sentí acorralado, incapaz de actuar, pero decidí obedecerle, y fue entonces cuando los acompañe en su extraña penitencia.
Aquel dantesco pueblo se movía en grupo con pasos y respiración sincronizada. Pronto todas las calles se llenaron con la luz de las velas y el sonido de sus cascabeles mientras continuaban con su extraña procesión y solo se detenían frente las puertas de las casas en las cuales se podía oír la respiración aterrada de sus dueños. Si el hogar era pobre pero aun así estaba bien cuidada, los errantes sacaban una fina daga de plata en cuya hoja habían grabado el símbolo de Nel, el dios danzante que recorría el mundo con su gaita, y tallaban extrañas palabras en las puertas de madera, pero si las casas eran opulentas o habían sido abandonadas a su suerte, los errantes cortaban sus palmas de la mano y, con la sangre, dibujaban en las paredes la marca de Sagh, el demonio cantante que trae la muerte a todo aquello que escucha sus versos.
La procesión perduró hasta que todas las casas fueron revisadas, tras lo cual los errantes se formaron en círculo en cuyo centro se encontraba un hombre, anciano y decrépito, de barba plateada y tupida con bigotes encerados y retorcidos de forma obscena, con las mismas túnicas que los de su tribu, pero con una figura que se veía el orgullo y el respeto de aquellos que se lo han ganado. Aquel hombre que debía ser el jefe o el chamán de la tribu comenzó a cantar en una lengua que desconocía, de sonidos guturales y sílabas incomprensibles como si no surgiesen de gargantas humanas. Sus seguidores alzaron los brazos al cielo mientras escuchaban el rezo y entre todos cantaron y oraron a sus dioses y sus demonios, con una melodía chirriante que sugería más a los tambores de guerra de un ejército preparado para el asedio que a las canciones dirigidas al honor de un dios. Aquella orgía de ritmos y sonidos extraños me paralizó como si telas de seda rodeasen todo mi cuerpo y lentamente me apretasen hasta que fuera incapaz de respirar, pero del mismo modo me evocó sensaciones y experiencias que jamás había visto. Cerré los ojos movido por puro instinto y pude ver reinos que no existían en esta tierra, sino en aquella que plaga los sueños y las fantasías de poetas y filósofos: el desiertos nocturnos de Kal-Abbath, en cuyas arenas se adentran los jóvenes en busca de aventuras y gloria aunque les cueste la vida, las junglas de Bul, de gigantescos árboles y cuyas delicadas aguas fluyen por los arbustos en los que se esconden las bestias salvajes, y Ful-Yamghar, la tierra de los deseos, en cuyas murallas se albergan placeres y artes igual de desconocidas y placenteras, ya que todo aquel que ha deseado descubrirla jamás ha vuelto a su hogar. No sé cuánto tiempo estuve observando aquellos lugares en mi mente, pero uno de aquellos hombres con túnicas blancas me despertó de mi onírica visión y me dirigió una mirada extraña y aterrante antes de que me cogiese de la mano y, sin pronunciar palabra, la tribu volvió a tomar marcha. Cruzamos de nuevo la ciudad en silencio y escalé la montaña junto a aquellos hombres hasta que finalmente llegamos a su campamento.
El campamento era tan extenso como mi propio hogar, y me sorprendí con sus actos y sus magias. Había mujeres que amaestraban lobos no con palabras o gestos como se hace con los perros, sino que miraban fijamente a los ojos y besaban el pelaje de entre sus orejas antes de que la bestia se marchase, obediente y calmada, para cumplir el cometido de su ama. Otras se habían reunido alrededor de una gran hoguera y juntas tocaban una música hipnótica y esotérica con extraños sitares y cuernos, y pude ver maravillado que el fuego ascendía y se contoneaba junto a las notas, y la hoguera me pareció transformarse en una mujer hecha de llamas y tapada con una túnica que era el humo y unas joyas formadas por chispas, y ella bailaba sobre la quemada llama y evocaba pasos prohibidos y olvidados por los hombres, iguales que las flamínicas que habitan los bosques norteños y con las cuales llaman a los espíritus y esencias malignas que desea hacer suya la tierra, pues así podían combatirlas una vez la fiesta terminarla y así asustarlas para no volver jamás. Vi miles de maravillas más y de actos que la naturaleza consideraría prohibidos: a ancianos que recolectaban el veneno de serpientes dormidas, a niños que vestían sedas bellas y hermosas iguales que las del rey de un poderoso país, a toros que andaban solos por las calles y que, al encontrarse con uno de los errantes, hacía una profunda reverencia antes de continuar su marcha, y los errantes lo agarraban de sus cuernos y colgaban de estos los cascabeles que portaban en sus cintos… Vi todo esto y mucho más, tantas maravillas y actos innaturales que sería capaz de narrarlos desde el nacer del sol hasta su ocaso. Pero lo que más me sorprendió fue lo que me mostraron al final, ya que la procesión me llevó frente a una gran plataforma de ébano y cubierta por grabados de águilas y peces, y allí me indicaron con la mano que me sentara frente a ella.
El anciano chamán anduvo entre los espectadores y subió sobre la plataforma. Se quitó la túnica y mostró un cuerpo desnudo salvo por un taparrabos de seda y curtido, cubierto por tatuajes y runas que jamás había visto, e hizo una seña a dos mujeres, las cuales llevaron frente a él incensarios de humo negro y espeso que olían a lavanda y azafrán. El hombre dijo unas palabras en voz baja, y el humo se expandió con fuerza hasta que lo cubrió todo y fui incapaz de ver nada, pero entre las nieblas se hizo un claro impensable, y pude ver de nuevo al anciano nítido y claro como si fuera de día.
El anciano sonrió con dientes amarillos y podridos y empezó a entonar de la misma forma que los bardos narran historias épicas y de terror. Notaba el peso de cada palabra, y mis ojos volvieron a tener visiones que volverían loco a aquellos que no hubiesen visto las extrañezas que yo. Su imagen cambiaba con cada palabra en un caótico cúmulo de sombras y visiones. A veces era el anciano, pero otras era un hombre fuerte y fornido, protegido por una armadura de plata y armado con espada y escudo. Otras era una mujer de fina piel rodeada por serpientes y osos que cantaba y tocaba la flauta bajo la sombra de un árbol milenario y sabio y también vi a un sacerdote cubierto de oro y con las manos sangrantes que entonaba un extraño rezo mientras flagelaba una espalda llena de cortes. A veces era una anciana reina que condenaba las almas que habían errado en su ciudad, otras era un bandido que clavaba su enjoyada cimitarra en la barriga de nobles y pobres de igual forma para robar sus riquezas e incluso vi en él un reflejo de mí mismo cuando abandoné mi casa en busca de peregrinaje y mi madre llenaba el suelo de nuestra casa con sus lágrimas. Y luego lo vi. No era humano, pero tampoco era una bestia o un espíritu. Era una figura de piel humeante y cuerpo cambiante, su carn estaba llena de pústulas y se movía con movimientos erráticos. Tenía cientos de brazos y su cabeza era ancha e informe. Y en cada mano derecha portaba una ram dao, las hachas espada ceremoniales de los reinos del oeste decoradas con el ojo de la destructora, y en cada mano izquierda agarraba la cabeza de bueyes, panteras, osos y hienas. Aquello me sonrío con su sus bocas vomitivas y sus ojos amarillos y profundos iguales que los de los errantes, mas no tenía cejas, nariz o pestañas, y se abalanzó sobre mí. Intenté resistirme, pero no pude, y con sus espadas ceremoniales empezó a cortar mi cuerpo. Grité con toda mi alma por el dolor, pero el ser solo me respondió con un grito de guerra que parecía más una mofa antes de volver a su cruel matanza. Mi alma no abandonaba mi cuerpo pese a la tortura a la que estaba siendo sometido, e incluso cuando ya no tuve boca con la que gritar o mente con la que pensar, seguía sintiendo el dolor y veía el ente mientras proseguía su obra. Después soltó las hachas y empezó a comer de mi carne. Podía sentir los colmillos que me perforaban y su vientre en el que albergaba mi cuerpo despedazado, pero pronto dejé de sentir el dolor y mi corazón se llenó de júbilo y éxtasis, como si fuera uno con todo lo que me rodeaba y la creación se unía a mí en una marea de paz. Me sentí en paz y navegué por aquel vientre que se iba convirtiendo en el cielo estrellado, y pude volar sobre la tierra y sentir el viento frío de las montañas en mi rostro, e intenté volar hasta las estrellas del Sur, que son el hogar de los dioses de mi tierra, pero cuando estuve cerca de ella, Noul, el codicioso y avaro, lanzó sobre mí una nube de murciélagos tan oscuros como las profundidades de la tierra, y pronto dejé de volar para caer hasta el mundo que quise abandonar.
Desperté con un grito cuando choqué con el suelo, pero al despertar no estaba aquel ser ni el humo ni las extrañas visiones que hace unos instantes en embargaban, sino que ahora estaba en una gran tienda de telas moradas y rojas junto a los errantes, que reían con sus ojos amarillos y oscuros y cantaban tonadas que ahora eran suaves y amables como los pájaros. Frente a mí había una calabaza con un vino amarillo que olía a moras y toras frutas silvestres, y una mujer que se sentaba a mi lado me dio una larga pipa de la que salía un humo que olía a ignotas hierbas. Cuando me ofreció la pipa todos los errantes callaron y clavaron su mirada sobre mí. Entonces di una calada que llenó mis pulmones con un humo amargo y que me producía un deseo de vomitar, pero fui capaz de aguantar y solté el humo de forma delicada, y entonces los errantes dieron un grito de júbilo y comenzaron a beber mientras los niños y los lobos traían bandejas de frutas coloridas y carnes que chorreaban salsas dulces y extrañas. Aquella noche disfruté del banquete y de todo lo que los errantes me ofrecieron, y vi en ellos algo que nadie más había visto jamás. La noche se llenó con los cánticos y el sonido de cuernos y tambores, y nadie cesó de bailar y reír y gozar hasta que la última gota de vino fue bebida y la última pipa se quedó sin humo por gastar, y entonces todos dormimos bajo la misma tienda y disfrutamos del sueño frío que ofrecía la montaña
Los cálidos rayos del sol me despertaron a la mañana siguiente, solo en la fría montaña. Las caravanas habían desaparecido y no había rastro de los errantes salvo la botella de vino que había bebido la noche anterior y una túnica blanca y haraposa que había doblada frente a mí junto a una daga de plata y un gran cascabel de tonada agudo. Había llegado la hora de que abandonasen la tierra de Numb, y me habían dejado atrás pues no era uno de los suyos aunque lo hubieran deseado. Me levanté con un horrible dolor de cabeza y pude contemplar la ciudad amurallada en todo su esplendor, pero no bajé para visitarla ya que, ¿qué misterios podían ocultar sus piedras que fuesen tan grandes como los que me habían mostrado los errantes?
Y así es cómo abandoné la tierra de Numb para no volver, pues mi viaje era largo y había aún muchos países que visitar. Nunca más volví a cruzarme con los errantes, pero ellos me enseñaron algo que jamás hubiera aprendido en otro lugar y ahora, ciego y cansado, reposo sobre los cojines de mi hogar, incapaz de volver al camino y deseoso aún de conocer lugar que embelesen mi corazón.
Dedicado a Sandra Donaire, que es la más grande.
Fin