viernes, 13 de septiembre de 2019

Los Errantes


El sol empezaba a esconderse tras las montañas cuando llegué a la tierra de Numb y las tinieblas cubrían lentamente todo lo que se presentaba frente a mis ojos. No había nadie en las calles, ni los mercados y puestos mostraban sus mercancías con gritos de orgullo y promesas de calidad. Aquella ciudad no se parecía en nada a la que me habían narrado en las posadas de Lugh, no era la ciudad donde los hombres bebían el zumo de moras durante las cálidas noches de verano ni fumaban el extraño Tumarub cuando las hojas volaban muertas en las corrientes de viento. ¿Dónde estaban las lámparas de faro que llenaban de brillo y color las calles principales? ¿Dónde estaban las trompetas de Yumar que alegraban los paseos por la costa y daban pasión a los nuevos romances? La única música que llenaba aquel sitio era el viento que corría fiero y salvaje entre los edificios de barro, y la única luz era la de las estrellas que acompañaban a su gran hermana, la Luna. Ella resplandecía llena y poderosa en el firmamento y estaba cubierta por un manto rojo que indicaba el fin del verano, pero que las leyendas de mi tribu atribuían al advenimiento de un mal extraño al mundo.
Anduve no sé durante cuanto tiempo por aquellas calles desérticas en busca de alguien que me diese una explicación de qué maleficio o ruina había caído sobre aquellas gentes para acabar de esa forma. Podía ver cómo se colaban luces por las ventanas cerradas de las casas y, cuando me acercaba a las puertas en silencio, podía escuchar respiraciones entrecortadas y a la vez silenciosas, iguales a las del hombre derrotado que se esconde de los vencedores, pues no hay otro destino para un derrotado que las cadenas en sus muñecas o la espada en su cuello. Intenté tocar a las puertas de las casas, pero solo recibía silencio y el sonido de aquella condenada respiración como respuesta. Finalmente, una puerta decidió abrirme, pero la mujer que se escondía tras la puerta no me ofreció su hospitalidad y su ayuda, sino que de su larga túnica de pétalos de amapolas sacó una bella daga de hoja negra y mango de oro cubierto de joyas y gemas preciosas y la movió en el aire con movimientos anchos y ondeantes para que me asustase con el silbante filo de aquella hoja tan trabajada. Su cuerpo temblaba bajo aquellas largas túnicas y sus ojos, brillantes y verdes como esmeraldas característicos de la gente de Numb, estaban abiertos e incapaces de pestañear. Yo alcé los brazos y, con mi corazón bombeando igual que unos tambores de guerra, pregunté por qué amenazaba con tanta fiereza a un extranjero que solo había tocado a su puerta, y ella respondió con unas simples palabras que helaron mi alma antes de que volviese a cerrar su puerta: “Los Errantes descansan hoy en nuestras colinas”.
Yo solo era un simple cuentacuentos que por primera vez había abandonado el remoto pueblo en el que nació, pero hasta la villa más recluida había oído las historias que acompañaban el nombre de los Errantes. Aquel pueblo era extraño y oscuro para todos los habitantes del Yab. Sus ojos eran amarillos como los de las serpientes, y había en ellos algo inquietante y escalofriante cuando uno los miraba con detalle, pues sus pupilas parecían estar en constante movimiento y fluían lenta y perezosamente como la sangre de los corderos cuando corre libre por la calle en las fiestas a Baal. Su piel era blanca como la nieve más pura y a la vez estaba reseca y encuartada, por lo que hasta un niño parecía un anciano y, cuando posaban la mirada en ti, era como si una ave de presa, orgullosa y mortal, te estuviese observando para decidir si ibas a ser su alimento. Sus ropas eran túnicas raídas y muy antiguas de colores oscuros y apagados en las cuales se podían observar extraños grabados e imágenes naturales tan sutiles y exactas que solo los mayores maestros del telar podían confeccionar algo así.
Se decía que viajaban por todo el mundo en caravanas que llegaban a ocupar kilómetros en las dunas del desierto, con carros empujados por camellos barbudos en los que guardaban joyas y especias. Nunca querían comerciar o comprar alimentos y siempre que hablaban con alguien antes hacían un extraño símbolo con su mano derecha y saludaban con un extraño rezo que hacía que los corazones parasen del terror. Nunca acampaban de noche salvo que hubiese un poblado o una ciudad cerca, y cuando bajaban a esta llenaban las calles con sus huestes y aullaban a la luna de júbilo antes de volver a sus hogueras comunales para iniciar unos extraños ritos que nadie había podido ver.
 Se decía que una vez el gran rey de Lugh hizo llamar al jefe de una de las muchas caravanas de los Errantes, pues el rey era curioso y deseaba conocer a aquellas gentes. Los guardias trajeron ante el rey a un hombre anciano cuyo rostro estaba lleno de tatuajes hechos con su propia sangre y que cubría sus brazos y piernas con ornamentos orfebres de intrínseca belleza. El rey le saludó y le preguntó por su tribu, pero el hombre no habló ni pestañeó pese a los constantes esfuerzos del rey. Poco a poco el monarca se enfureció debido a la pasividad del hombre y cuando les dijo a sus guardias que sacasen a aquel indecoroso ser de su corte, el jefe errante sacó de su turbante una serpiente cuyos colores vívidos y púrpura indicaban su letalidad y sin soltar un solo grito clavó los colmillos de la bestia en su brazo. Todos enmudecieron incluido el rey, ya que aunque podían ver cómo el veneno fluía por la piel de aquel hombre, su fuerza no había flaqueado en lo más mínimo, por lo que el rey le permitió abandonar su reino y le pagó con grandes cantidades de oro y plata para que jamás volvieran a pisar sus tierras.
Cuando supe de la llegada de aquellos seres oscuros, decidí huir por las calles en busca de refugio, pero todas las gentes me cerraban la puerta de sus casas llevados por el miedo y la paranoia. No encontré ningún lugar que me acogiese, pero, al llegar a la zona del mercado, vi un antiguo cuyas mercancías estaban tapadas con una tela ancha y decidí meterme allí abajo. La manta cubría todo mi cuerpo sin mostrar mi figura, por lo que recé a Baal y a Fu-Mogath en busca de ayuda y fortuna, mas los dioses solo escuchan las plegarias de los justos y nobles, y yo solo era un extranjero en tierras que jamás habían acogido un templo a ellos. Fui incapaz de dormir bajo aquellas telas pese a mucho que lo intentase, no era capaz de sobreponerme al miedo inducido por las historias y las leyendas. Finalmente cedí a mis instintos y preferí saciar mi curiosidad, pues nadie ha visto a un Errante en sus ritos nocturnos. Abrí una pequeña abertura y por ella vi una escena que horrorizó mi corazón.
Desde la montaña podía ver miles de lenguas de fuego verde que bajaban en lenta procesión acompañadas por el estruendoso sonido de tambores de piel de cabra cuyo dantesco sonido se mezclaba con el agudo sonido de cascabeles y los aullidos de las bestias salvajes. Lentamente las lenguas bajaron hasta nuestra ciudad, y cuando los tuve suficientemente cerca pude ver que no era lenguas, sino extrañas velas que los errantes portaban en bastones de ébano cubiertos por laboriosos grabados y en cuya parte posterior había talladas las cabezas de zorros y serpientes en eterna y estática batalla. Aquellos hombres llevaban el rostro tapado con largas y holgadas capuchas blancas con grabados de oro y en su cinto colgaban los sonoros cascabeles y diferentes telas y pieles que jamás había visto en otro lugar.
Me sentí impotente ante aquella imagen y volví a esconderme. Llevé una mano a mi rostro e intenté amortiguar el sonido de la respiración. Los errantes continuaron con la procesión hasta que llegaron al mercado y allí dejé de respirar para que no pudieran escucharme. No sé cuánto tiempo aguanté en aquel estado, pero de mí no salía sonido alguno salvo el de mi corazón latente. Cuando creí que estaba a salvo de su extraño rito, solté lentamente la mano de mi rostro, pero antes de que pudiese tomar la primera bocanada de aire una mano blanca y huesuda se coló por debajo de la tela y, con un fuerte movimiento, me sacó de mi escondrijo.
Los errantes me miraron con aquellos ojos malignos y oscuros. No sabía cuál sería mi destino, era la primera vez que tenía a que pueblo delante de mí. Los extraños penitentes que había en el mercado me rodearon, y noté el peso de sus miradas frías y oscuras. Entonces uno de ellos, sacó de sus ropajes una túnica igual que la suya y, posando sus ojos de sangre amarilla en los míos, me la dio. Me sentí acorralado, incapaz de actuar, pero decidí obedecerle, y fue entonces cuando los acompañe en su extraña penitencia.
Aquel dantesco pueblo se movía en grupo con pasos y respiración sincronizada. Pronto todas las calles se llenaron con la luz de las velas y el sonido de sus cascabeles mientras continuaban con su extraña procesión y solo se detenían frente las puertas de las casas en las cuales se podía oír la respiración aterrada de sus dueños. Si el hogar era pobre pero aun así estaba bien cuidada, los errantes sacaban una fina daga de plata en cuya hoja habían grabado el símbolo de Nel, el dios danzante que recorría el mundo con su gaita, y tallaban extrañas palabras en las puertas de madera, pero si las casas eran opulentas o habían sido abandonadas a su suerte, los errantes cortaban sus palmas de la mano y, con la sangre, dibujaban en las paredes la marca de Sagh, el demonio cantante que trae la muerte a todo aquello que escucha sus versos.
La procesión perduró hasta que todas las casas fueron revisadas, tras lo cual los errantes se formaron en círculo en cuyo centro se encontraba un hombre, anciano y decrépito, de barba plateada y tupida con bigotes encerados y retorcidos de forma obscena, con las mismas túnicas que los de su tribu, pero con una figura que se veía el orgullo y el respeto de aquellos que se lo han ganado. Aquel hombre que debía ser el jefe o el chamán de la tribu comenzó a cantar en una lengua que desconocía, de sonidos guturales y sílabas incomprensibles como si no surgiesen de gargantas humanas. Sus seguidores alzaron los brazos al cielo mientras escuchaban el rezo y entre todos cantaron y oraron a sus dioses y sus demonios, con una melodía chirriante que sugería más a los tambores de guerra de un ejército preparado para el asedio que a las canciones dirigidas al honor de un dios. Aquella orgía de ritmos y sonidos extraños me paralizó como si telas de seda rodeasen todo mi cuerpo y lentamente me apretasen hasta que fuera incapaz de respirar, pero del mismo modo me evocó sensaciones y experiencias que jamás había visto. Cerré los ojos movido por puro instinto y pude ver reinos que no existían en esta tierra, sino en aquella que plaga los sueños y las fantasías de poetas y filósofos: el desiertos nocturnos de Kal-Abbath, en cuyas arenas se adentran los jóvenes en busca de aventuras y gloria aunque les cueste la vida, las junglas de Bul, de gigantescos árboles y cuyas delicadas aguas fluyen por los arbustos en los que se esconden las bestias salvajes, y Ful-Yamghar, la tierra de los deseos, en cuyas murallas se albergan placeres y artes igual de desconocidas y placenteras, ya que todo aquel que ha deseado descubrirla jamás ha vuelto a su hogar. No sé cuánto tiempo estuve observando aquellos lugares en mi mente, pero uno de aquellos hombres con túnicas blancas me despertó de mi onírica visión y me dirigió una mirada extraña y aterrante antes de que me cogiese de la mano y, sin pronunciar palabra, la tribu volvió a tomar marcha. Cruzamos de nuevo la ciudad en silencio y escalé la montaña junto a aquellos hombres hasta que finalmente llegamos a su campamento.
El campamento era tan extenso como mi propio hogar, y me sorprendí con sus actos y sus magias. Había mujeres que amaestraban lobos no con palabras o gestos como se hace con los perros, sino que miraban fijamente a los ojos y besaban el pelaje de entre sus orejas antes de que la bestia se marchase, obediente y calmada, para cumplir el cometido de su ama. Otras se habían reunido alrededor de una gran hoguera y juntas tocaban una música hipnótica y esotérica con extraños sitares y cuernos, y pude ver maravillado que el fuego ascendía y se contoneaba junto a las notas, y la hoguera me pareció transformarse en una mujer hecha de llamas y tapada con una túnica que era el humo y unas joyas formadas por chispas, y ella bailaba sobre la quemada llama y evocaba pasos prohibidos y olvidados por los hombres, iguales que las flamínicas que habitan los bosques norteños y con las cuales llaman a los espíritus y esencias malignas que desea hacer suya la tierra, pues así podían combatirlas una vez la fiesta terminarla y así asustarlas para no volver jamás. Vi miles de maravillas más y de actos que la naturaleza consideraría prohibidos: a ancianos que recolectaban el veneno de serpientes dormidas, a niños que vestían sedas bellas y hermosas iguales que las del rey de un poderoso país, a toros que andaban solos por las calles y que, al encontrarse con uno de los errantes, hacía una profunda reverencia antes de continuar su marcha, y los errantes lo agarraban de sus cuernos y colgaban de estos los cascabeles que portaban en sus cintos… Vi todo esto y mucho más, tantas maravillas y actos innaturales que sería capaz de narrarlos desde el nacer del sol hasta su ocaso. Pero lo que más me sorprendió fue lo que me mostraron al final, ya que la procesión me llevó frente a una gran plataforma de ébano y cubierta por grabados de águilas y peces, y allí me indicaron con la mano que me sentara frente a ella.
El anciano chamán anduvo entre los espectadores y subió sobre la plataforma. Se quitó la túnica y mostró un cuerpo desnudo salvo por un taparrabos de seda y curtido, cubierto por tatuajes y runas que jamás había visto, e hizo una seña a dos mujeres, las cuales llevaron frente a él incensarios de humo negro y espeso que olían a lavanda y azafrán. El hombre dijo unas palabras en voz baja, y el humo se expandió con fuerza hasta que lo cubrió todo y fui incapaz de ver nada, pero entre las nieblas se hizo un claro impensable, y pude ver de nuevo al anciano nítido y claro como si fuera de día.
El anciano sonrió con dientes amarillos y podridos y empezó a entonar de la misma forma que los bardos narran historias épicas y de terror. Notaba el peso de cada palabra, y mis ojos volvieron a tener visiones que volverían loco a aquellos que no hubiesen visto las extrañezas que yo. Su imagen cambiaba con cada palabra en un caótico cúmulo de sombras y visiones. A veces era el anciano, pero otras era un hombre fuerte y fornido, protegido por una armadura de plata y armado con espada y escudo. Otras era una mujer de fina piel rodeada por serpientes y osos que cantaba y tocaba la flauta bajo la sombra de un árbol milenario y sabio y también vi a un sacerdote cubierto de oro y con las manos sangrantes que entonaba un extraño rezo mientras flagelaba una espalda llena de cortes. A veces era una anciana reina que condenaba las almas que habían errado en su ciudad, otras era un bandido que clavaba su enjoyada cimitarra en la barriga de nobles y pobres de igual forma para robar sus riquezas e incluso vi en él un reflejo de mí mismo cuando abandoné mi casa en busca de peregrinaje y mi madre llenaba el suelo de nuestra casa con sus lágrimas. Y luego lo vi. No era humano, pero tampoco era una bestia o un espíritu. Era una figura de piel humeante y cuerpo cambiante, su carn estaba llena de pústulas y se movía con movimientos erráticos. Tenía cientos de brazos y su cabeza era ancha e informe. Y en cada mano derecha portaba una ram dao, las hachas espada ceremoniales de los reinos del oeste decoradas con el ojo de la destructora, y en cada mano izquierda agarraba la cabeza de bueyes, panteras, osos y hienas. Aquello me sonrío con su sus bocas vomitivas y sus ojos amarillos y profundos iguales que los de los errantes, mas no tenía cejas, nariz o pestañas, y se abalanzó sobre mí. Intenté resistirme, pero no pude, y con sus espadas ceremoniales empezó a cortar mi cuerpo. Grité con toda mi alma por el dolor, pero el ser solo me respondió con un grito de guerra que parecía más una mofa antes de volver a su cruel matanza. Mi alma no abandonaba mi cuerpo pese a la tortura a la que estaba siendo sometido, e incluso cuando ya no tuve boca con la que gritar o mente con la que pensar, seguía sintiendo el dolor y veía el ente mientras proseguía su obra. Después soltó las hachas y empezó a comer de mi carne. Podía sentir los colmillos que me perforaban y su vientre en el que albergaba mi cuerpo despedazado, pero pronto dejé de sentir el dolor y mi corazón se llenó de júbilo y éxtasis, como si fuera uno con todo lo que me rodeaba y la creación se unía a mí en una marea de paz. Me sentí en paz y navegué por aquel vientre que se iba convirtiendo en el cielo estrellado, y pude volar sobre la tierra y sentir el viento frío de las montañas en mi rostro, e intenté volar hasta las estrellas del Sur, que son el hogar de los dioses de mi tierra, pero cuando estuve cerca de ella, Noul, el codicioso y avaro, lanzó sobre mí una nube de murciélagos tan oscuros como las profundidades de la tierra, y pronto dejé de volar para caer hasta el mundo que quise abandonar.
Desperté con un grito cuando choqué con el suelo, pero al despertar no estaba aquel ser ni el humo ni las extrañas visiones que hace unos instantes en embargaban, sino que ahora estaba en una gran tienda de telas moradas y rojas junto a los errantes, que reían con sus ojos amarillos y oscuros y cantaban tonadas que ahora eran suaves y amables como los pájaros. Frente a mí había una calabaza con un vino amarillo que olía a moras y toras frutas silvestres, y una mujer que se sentaba a mi lado me dio una larga pipa de la que salía un humo que olía a ignotas hierbas. Cuando me ofreció la pipa todos los errantes callaron y clavaron su mirada sobre mí. Entonces di una calada que llenó mis pulmones con un humo amargo y que me producía un deseo de vomitar, pero fui capaz de aguantar y solté el humo de forma delicada, y entonces los errantes dieron un grito de júbilo y comenzaron a beber mientras los niños y los lobos traían bandejas de frutas coloridas y carnes que chorreaban salsas dulces y extrañas. Aquella noche disfruté del banquete y de todo lo que los errantes me ofrecieron, y vi en ellos algo que nadie más había visto jamás. La noche se llenó con los cánticos y el sonido de cuernos y tambores, y nadie cesó de bailar y reír y gozar hasta que la última gota de vino fue bebida y la última pipa se quedó sin humo por gastar, y entonces todos dormimos bajo la misma tienda y disfrutamos del sueño frío que ofrecía la montaña
Los cálidos rayos del sol me despertaron a la mañana siguiente, solo en la fría montaña. Las caravanas habían desaparecido y no había rastro de los errantes salvo la botella de vino que había bebido la noche anterior y una túnica blanca y haraposa que había doblada frente a mí junto a una daga de plata y un gran cascabel de tonada agudo. Había llegado la hora de que abandonasen la tierra de Numb, y me habían dejado atrás pues no era uno de los suyos aunque lo hubieran deseado. Me levanté con un horrible dolor de cabeza y pude contemplar la ciudad amurallada en todo su esplendor, pero no bajé para visitarla ya que, ¿qué misterios podían ocultar sus piedras que fuesen tan grandes como los que me habían mostrado los errantes?
Y así es cómo abandoné la tierra de Numb para no volver, pues mi viaje era largo y había aún muchos países que visitar. Nunca más volví a cruzarme con los errantes, pero ellos me enseñaron algo que jamás hubiera aprendido en otro lugar y ahora, ciego y cansado, reposo sobre los cojines de mi hogar, incapaz de volver al camino y deseoso aún de conocer lugar que embelesen mi corazón.
Dedicado a Sandra Donaire, que es la más grande.
Fin

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