El sol empezaba a esconderse tras
las montañas cuando llegué a la tierra de Numb y las tinieblas cubrían
lentamente todo lo que se presentaba frente a mis ojos. No había nadie en las
calles, ni los mercados y puestos mostraban sus mercancías con gritos de
orgullo y promesas de calidad. Aquella ciudad no se parecía en nada a la que me
habían narrado en las posadas de Lugh, no era la ciudad donde los hombres
bebían el zumo de moras durante las cálidas noches de verano ni fumaban el
extraño Tumarub cuando las hojas volaban muertas en las corrientes de viento.
¿Dónde estaban las lámparas de faro que llenaban de brillo y color las calles
principales? ¿Dónde estaban las trompetas de Yumar que alegraban los paseos por
la costa y daban pasión a los nuevos romances? La única música que llenaba
aquel sitio era el viento que corría fiero y salvaje entre los edificios de
barro, y la única luz era la de las estrellas que acompañaban a su gran
hermana, la Luna. Ella resplandecía llena y poderosa en el firmamento y estaba
cubierta por un manto rojo que indicaba el fin del verano, pero que las
leyendas de mi tribu atribuían al advenimiento de un mal extraño al mundo.
Anduve no sé durante cuanto
tiempo por aquellas calles desérticas en busca de alguien que me diese una
explicación de qué maleficio o ruina había caído sobre aquellas gentes para
acabar de esa forma. Podía ver cómo se colaban luces por las ventanas cerradas
de las casas y, cuando me acercaba a las puertas en silencio, podía escuchar
respiraciones entrecortadas y a la vez silenciosas, iguales a las del hombre
derrotado que se esconde de los vencedores, pues no hay otro destino para un
derrotado que las cadenas en sus muñecas o la espada en su cuello. Intenté
tocar a las puertas de las casas, pero solo recibía silencio y el sonido de
aquella condenada respiración como respuesta. Finalmente, una puerta decidió
abrirme, pero la mujer que se escondía tras la puerta no me ofreció su
hospitalidad y su ayuda, sino que de su larga túnica de pétalos de amapolas
sacó una bella daga de hoja negra y mango de oro cubierto de joyas y gemas
preciosas y la movió en el aire con movimientos anchos y ondeantes para que me
asustase con el silbante filo de aquella hoja tan trabajada. Su cuerpo temblaba
bajo aquellas largas túnicas y sus ojos, brillantes y verdes como esmeraldas
característicos de la gente de Numb, estaban abiertos e incapaces de pestañear.
Yo alcé los brazos y, con mi corazón bombeando igual que unos tambores de
guerra, pregunté por qué amenazaba con tanta fiereza a un extranjero que solo
había tocado a su puerta, y ella respondió con unas simples palabras que
helaron mi alma antes de que volviese a cerrar su puerta: “Los Errantes
descansan hoy en nuestras colinas”.
Yo solo era un simple
cuentacuentos que por primera vez había abandonado el remoto pueblo en el que
nació, pero hasta la villa más recluida había oído las historias que
acompañaban el nombre de los Errantes. Aquel pueblo era extraño y oscuro para todos
los habitantes del Yab. Sus ojos eran amarillos como los de las serpientes, y
había en ellos algo inquietante y escalofriante cuando uno los miraba con
detalle, pues sus pupilas parecían estar en constante movimiento y fluían lenta
y perezosamente como la sangre de los corderos cuando corre libre por la calle
en las fiestas a Baal. Su piel era blanca como la nieve más pura y a la vez
estaba reseca y encuartada, por lo que hasta un niño parecía un anciano y,
cuando posaban la mirada en ti, era como si una ave de presa, orgullosa y
mortal, te estuviese observando para decidir si ibas a ser su alimento. Sus
ropas eran túnicas raídas y muy antiguas de colores oscuros y apagados en las
cuales se podían observar extraños grabados e imágenes naturales tan sutiles y
exactas que solo los mayores maestros del telar podían confeccionar algo así.
Se decía que viajaban por todo el
mundo en caravanas que llegaban a ocupar kilómetros en las dunas del desierto,
con carros empujados por camellos barbudos en los que guardaban joyas y
especias. Nunca querían comerciar o comprar alimentos y siempre que hablaban
con alguien antes hacían un extraño símbolo con su mano derecha y saludaban con
un extraño rezo que hacía que los corazones parasen del terror. Nunca acampaban
de noche salvo que hubiese un poblado o una ciudad cerca, y cuando bajaban a
esta llenaban las calles con sus huestes y aullaban a la luna de júbilo antes
de volver a sus hogueras comunales para iniciar unos extraños ritos que nadie
había podido ver.
Se decía que una vez el gran rey de Lugh hizo
llamar al jefe de una de las muchas caravanas de los Errantes, pues el rey era
curioso y deseaba conocer a aquellas gentes. Los guardias trajeron ante el rey
a un hombre anciano cuyo rostro estaba lleno de tatuajes hechos con su propia sangre
y que cubría sus brazos y piernas con ornamentos orfebres de intrínseca
belleza. El rey le saludó y le preguntó por su tribu, pero el hombre no habló
ni pestañeó pese a los constantes esfuerzos del rey. Poco a poco el monarca se
enfureció debido a la pasividad del hombre y cuando les dijo a sus guardias que
sacasen a aquel indecoroso ser de su corte, el jefe errante sacó de su turbante
una serpiente cuyos colores vívidos y púrpura indicaban su letalidad y sin
soltar un solo grito clavó los colmillos de la bestia en su brazo. Todos
enmudecieron incluido el rey, ya que aunque podían ver cómo el veneno fluía por
la piel de aquel hombre, su fuerza no había flaqueado en lo más mínimo, por lo
que el rey le permitió abandonar su reino y le pagó con grandes cantidades de
oro y plata para que jamás volvieran a pisar sus tierras.
Cuando supe de la llegada de
aquellos seres oscuros, decidí huir por las calles en busca de refugio, pero
todas las gentes me cerraban la puerta de sus casas llevados por el miedo y la
paranoia. No encontré ningún lugar que me acogiese, pero, al llegar a la zona
del mercado, vi un antiguo cuyas mercancías estaban tapadas con una tela ancha
y decidí meterme allí abajo. La manta cubría todo mi cuerpo sin mostrar mi
figura, por lo que recé a Baal y a Fu-Mogath en busca de ayuda y fortuna, mas
los dioses solo escuchan las plegarias de los justos y nobles, y yo solo era un
extranjero en tierras que jamás habían acogido un templo a ellos. Fui incapaz
de dormir bajo aquellas telas pese a mucho que lo intentase, no era capaz de
sobreponerme al miedo inducido por las historias y las leyendas. Finalmente
cedí a mis instintos y preferí saciar mi curiosidad, pues nadie ha visto a un
Errante en sus ritos nocturnos. Abrí una pequeña abertura y por ella vi una
escena que horrorizó mi corazón.
Desde la montaña podía ver miles
de lenguas de fuego verde que bajaban en lenta procesión acompañadas por el
estruendoso sonido de tambores de piel de cabra cuyo dantesco sonido se
mezclaba con el agudo sonido de cascabeles y los aullidos de las bestias
salvajes. Lentamente las lenguas bajaron hasta nuestra ciudad, y cuando los
tuve suficientemente cerca pude ver que no era lenguas, sino extrañas velas que
los errantes portaban en bastones de ébano cubiertos por laboriosos grabados y
en cuya parte posterior había talladas las cabezas de zorros y serpientes en
eterna y estática batalla. Aquellos hombres llevaban el rostro tapado con
largas y holgadas capuchas blancas con grabados de oro y en su cinto colgaban
los sonoros cascabeles y diferentes telas y pieles que jamás había visto en
otro lugar.
Me sentí impotente ante aquella
imagen y volví a esconderme. Llevé una mano a mi rostro e intenté amortiguar el
sonido de la respiración. Los errantes continuaron con la procesión hasta que
llegaron al mercado y allí dejé de respirar para que no pudieran escucharme. No
sé cuánto tiempo aguanté en aquel estado, pero de mí no salía sonido alguno
salvo el de mi corazón latente. Cuando creí que estaba a salvo de su extraño
rito, solté lentamente la mano de mi rostro, pero antes de que pudiese tomar la
primera bocanada de aire una mano blanca y huesuda se coló por debajo de la
tela y, con un fuerte movimiento, me sacó de mi escondrijo.
Los errantes me miraron con
aquellos ojos malignos y oscuros. No sabía cuál sería mi destino, era la
primera vez que tenía a que pueblo delante de mí. Los extraños penitentes que
había en el mercado me rodearon, y noté el peso de sus miradas frías y oscuras.
Entonces uno de ellos, sacó de sus ropajes una túnica igual que la suya y,
posando sus ojos de sangre amarilla en los míos, me la dio. Me sentí
acorralado, incapaz de actuar, pero decidí obedecerle, y fue entonces cuando
los acompañe en su extraña penitencia.
Aquel dantesco pueblo se movía en
grupo con pasos y respiración sincronizada. Pronto todas las calles se llenaron
con la luz de las velas y el sonido de sus cascabeles mientras continuaban con
su extraña procesión y solo se detenían frente las puertas de las casas en las
cuales se podía oír la respiración aterrada de sus dueños. Si el hogar era
pobre pero aun así estaba bien cuidada, los errantes sacaban una fina daga de
plata en cuya hoja habían grabado el símbolo de Nel, el dios danzante que
recorría el mundo con su gaita, y tallaban extrañas palabras en las puertas de
madera, pero si las casas eran opulentas o habían sido abandonadas a su suerte,
los errantes cortaban sus palmas de la mano y, con la sangre, dibujaban en las
paredes la marca de Sagh, el demonio cantante que trae la muerte a todo aquello
que escucha sus versos.
La procesión perduró hasta que
todas las casas fueron revisadas, tras lo cual los errantes se formaron en
círculo en cuyo centro se encontraba un hombre, anciano y decrépito, de barba
plateada y tupida con bigotes encerados y retorcidos de forma obscena, con las
mismas túnicas que los de su tribu, pero con una figura que se veía el orgullo
y el respeto de aquellos que se lo han ganado. Aquel hombre que debía ser el
jefe o el chamán de la tribu comenzó a cantar en una lengua que desconocía, de
sonidos guturales y sílabas incomprensibles como si no surgiesen de gargantas
humanas. Sus seguidores alzaron los brazos al cielo mientras escuchaban el rezo
y entre todos cantaron y oraron a sus dioses y sus demonios, con una melodía
chirriante que sugería más a los tambores de guerra de un ejército preparado
para el asedio que a las canciones dirigidas al honor de un dios. Aquella orgía
de ritmos y sonidos extraños me paralizó como si telas de seda rodeasen todo mi
cuerpo y lentamente me apretasen hasta que fuera incapaz de respirar, pero del
mismo modo me evocó sensaciones y experiencias que jamás había visto. Cerré los
ojos movido por puro instinto y pude ver reinos que no existían en esta tierra,
sino en aquella que plaga los sueños y las fantasías de poetas y filósofos: el desiertos
nocturnos de Kal-Abbath, en cuyas arenas se adentran los jóvenes en busca de
aventuras y gloria aunque les cueste la vida, las junglas de Bul, de
gigantescos árboles y cuyas delicadas aguas fluyen por los arbustos en los que
se esconden las bestias salvajes, y Ful-Yamghar, la tierra de los deseos, en
cuyas murallas se albergan placeres y artes igual de desconocidas y
placenteras, ya que todo aquel que ha deseado descubrirla jamás ha vuelto a su
hogar. No sé cuánto tiempo estuve observando aquellos lugares en mi mente, pero
uno de aquellos hombres con túnicas blancas me despertó de mi onírica visión y
me dirigió una mirada extraña y aterrante antes de que me cogiese de la mano y,
sin pronunciar palabra, la tribu volvió a tomar marcha. Cruzamos de nuevo la
ciudad en silencio y escalé la montaña junto a aquellos hombres hasta que
finalmente llegamos a su campamento.
El campamento era tan extenso
como mi propio hogar, y me sorprendí con sus actos y sus magias. Había mujeres
que amaestraban lobos no con palabras o gestos como se hace con los perros,
sino que miraban fijamente a los ojos y besaban el pelaje de entre sus orejas
antes de que la bestia se marchase, obediente y calmada, para cumplir el
cometido de su ama. Otras se habían reunido alrededor de una gran hoguera y
juntas tocaban una música hipnótica y esotérica con extraños sitares y cuernos,
y pude ver maravillado que el fuego ascendía y se contoneaba junto a las notas,
y la hoguera me pareció transformarse en una mujer hecha de llamas y tapada con
una túnica que era el humo y unas joyas formadas por chispas, y ella bailaba
sobre la quemada llama y evocaba pasos prohibidos y olvidados por los hombres,
iguales que las flamínicas que habitan los bosques norteños y con las cuales
llaman a los espíritus y esencias malignas que desea hacer suya la tierra, pues
así podían combatirlas una vez la fiesta terminarla y así asustarlas para no
volver jamás. Vi miles de maravillas más y de actos que la naturaleza
consideraría prohibidos: a ancianos que recolectaban el veneno de serpientes
dormidas, a niños que vestían sedas bellas y hermosas iguales que las del rey
de un poderoso país, a toros que andaban solos por las calles y que, al
encontrarse con uno de los errantes, hacía una profunda reverencia antes de continuar
su marcha, y los errantes lo agarraban de sus cuernos y colgaban de estos los
cascabeles que portaban en sus cintos… Vi todo esto y mucho más, tantas
maravillas y actos innaturales que sería capaz de narrarlos desde el nacer del
sol hasta su ocaso. Pero lo que más me sorprendió fue lo que me mostraron al
final, ya que la procesión me llevó frente a una gran plataforma de ébano y
cubierta por grabados de águilas y peces, y allí me indicaron con la mano que
me sentara frente a ella.
El anciano chamán anduvo entre
los espectadores y subió sobre la plataforma. Se quitó la túnica y mostró un
cuerpo desnudo salvo por un taparrabos de seda y curtido, cubierto por tatuajes
y runas que jamás había visto, e hizo una seña a dos mujeres, las cuales
llevaron frente a él incensarios de humo negro y espeso que olían a lavanda y
azafrán. El hombre dijo unas palabras en voz baja, y el humo se expandió con
fuerza hasta que lo cubrió todo y fui incapaz de ver nada, pero entre las
nieblas se hizo un claro impensable, y pude ver de nuevo al anciano nítido y
claro como si fuera de día.
El anciano sonrió con dientes
amarillos y podridos y empezó a entonar de la misma forma que los bardos narran
historias épicas y de terror. Notaba el peso de cada palabra, y mis ojos
volvieron a tener visiones que volverían loco a aquellos que no hubiesen visto
las extrañezas que yo. Su imagen cambiaba con cada palabra en un caótico cúmulo
de sombras y visiones. A veces era el anciano, pero otras era un hombre fuerte
y fornido, protegido por una armadura de plata y armado con espada y escudo.
Otras era una mujer de fina piel rodeada por serpientes y osos que cantaba y
tocaba la flauta bajo la sombra de un árbol milenario y sabio y también vi a un
sacerdote cubierto de oro y con las manos sangrantes que entonaba un extraño
rezo mientras flagelaba una espalda llena de cortes. A veces era una anciana
reina que condenaba las almas que habían errado en su ciudad, otras era un
bandido que clavaba su enjoyada cimitarra en la barriga de nobles y pobres de
igual forma para robar sus riquezas e incluso vi en él un reflejo de mí mismo
cuando abandoné mi casa en busca de peregrinaje y mi madre llenaba el suelo de
nuestra casa con sus lágrimas. Y luego lo vi. No era humano, pero tampoco era
una bestia o un espíritu. Era una figura de piel humeante y cuerpo cambiante,
su carn estaba llena de pústulas y se movía con movimientos erráticos. Tenía
cientos de brazos y su cabeza era ancha e informe. Y en cada mano derecha
portaba una ram dao, las hachas espada ceremoniales de los reinos del oeste
decoradas con el ojo de la destructora, y en cada mano izquierda agarraba la
cabeza de bueyes, panteras, osos y hienas. Aquello me sonrío con su sus bocas vomitivas
y sus ojos amarillos y profundos iguales que los de los errantes, mas no tenía
cejas, nariz o pestañas, y se abalanzó sobre mí. Intenté resistirme, pero no
pude, y con sus espadas ceremoniales empezó a cortar mi cuerpo. Grité con toda
mi alma por el dolor, pero el ser solo me respondió con un grito de guerra que
parecía más una mofa antes de volver a su cruel matanza. Mi alma no abandonaba
mi cuerpo pese a la tortura a la que estaba siendo sometido, e incluso cuando
ya no tuve boca con la que gritar o mente con la que pensar, seguía sintiendo
el dolor y veía el ente mientras proseguía su obra. Después soltó las hachas y
empezó a comer de mi carne. Podía sentir los colmillos que me perforaban y su
vientre en el que albergaba mi cuerpo despedazado, pero pronto dejé de sentir
el dolor y mi corazón se llenó de júbilo y éxtasis, como si fuera uno con todo
lo que me rodeaba y la creación se unía a mí en una marea de paz. Me sentí en
paz y navegué por aquel vientre que se iba convirtiendo en el cielo estrellado,
y pude volar sobre la tierra y sentir el viento frío de las montañas en mi
rostro, e intenté volar hasta las estrellas del Sur, que son el hogar de los
dioses de mi tierra, pero cuando estuve cerca de ella, Noul, el codicioso y
avaro, lanzó sobre mí una nube de murciélagos tan oscuros como las
profundidades de la tierra, y pronto dejé de volar para caer hasta el mundo que
quise abandonar.
Desperté con un grito cuando
choqué con el suelo, pero al despertar no estaba aquel ser ni el humo ni las
extrañas visiones que hace unos instantes en embargaban, sino que ahora estaba
en una gran tienda de telas moradas y rojas junto a los errantes, que reían con
sus ojos amarillos y oscuros y cantaban tonadas que ahora eran suaves y amables
como los pájaros. Frente a mí había una calabaza con un vino amarillo que olía
a moras y toras frutas silvestres, y una mujer que se sentaba a mi lado me dio
una larga pipa de la que salía un humo que olía a ignotas hierbas. Cuando me
ofreció la pipa todos los errantes callaron y clavaron su mirada sobre mí.
Entonces di una calada que llenó mis pulmones con un humo amargo y que me
producía un deseo de vomitar, pero fui capaz de aguantar y solté el humo de
forma delicada, y entonces los errantes dieron un grito de júbilo y comenzaron a
beber mientras los niños y los lobos traían bandejas de frutas coloridas y
carnes que chorreaban salsas dulces y extrañas. Aquella noche disfruté del
banquete y de todo lo que los errantes me ofrecieron, y vi en ellos algo que
nadie más había visto jamás. La noche se llenó con los cánticos y el sonido de
cuernos y tambores, y nadie cesó de bailar y reír y gozar hasta que la última
gota de vino fue bebida y la última pipa se quedó sin humo por gastar, y
entonces todos dormimos bajo la misma tienda y disfrutamos del sueño frío que
ofrecía la montaña
Los cálidos rayos del sol me
despertaron a la mañana siguiente, solo en la fría montaña. Las caravanas
habían desaparecido y no había rastro de los errantes salvo la botella de vino
que había bebido la noche anterior y una túnica blanca y haraposa que había
doblada frente a mí junto a una daga de plata y un gran cascabel de tonada
agudo. Había llegado la hora de que abandonasen la tierra de Numb, y me habían
dejado atrás pues no era uno de los suyos aunque lo hubieran deseado. Me
levanté con un horrible dolor de cabeza y pude contemplar la ciudad amurallada
en todo su esplendor, pero no bajé para visitarla ya que, ¿qué misterios podían
ocultar sus piedras que fuesen tan grandes como los que me habían mostrado los
errantes?
Y así es cómo abandoné la tierra
de Numb para no volver, pues mi viaje era largo y había aún muchos países que
visitar. Nunca más volví a cruzarme con los errantes, pero ellos me enseñaron
algo que jamás hubiera aprendido en otro lugar y ahora, ciego y cansado, reposo
sobre los cojines de mi hogar, incapaz de volver al camino y deseoso aún de
conocer lugar que embelesen mi corazón.
Dedicado a Sandra Donaire, que es
la más grande.
Fin
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