sábado, 15 de junio de 2019

Expedición

          Cerró la maleta después de repasar mentalmente que estaba todo lo que iba a necesitar para la próxima expedición. O lo imprescindible, al menos. Miró desanimada la montaña de libros que tenía pendientes y que solo hacía crecer y crecer, a medida que el profesor McCloud los mencionaba como lecturas obligatorias para cualquier interesado en la antropología. De hecho, en ese montón de libros estaba el que había escrito su padre durante aquel viaje en el que lo dieron por muerto.
          Quiso levantar la maleta, pero solamente podía arrastrarla por el suelo. Salió de su habitación, la dejó caer por las escaleras y esperó en el recibidor hasta que la fuesen a recoger. El coche fue puntual y en él esperaba su otra compañera, aquella bajita y rechoncha mujer que hablaba siempre tanto. Suspiró hastiada: no iba a poder dormir durante el viaje.
          Rachel se subía una y otra vez sus gafas. Resbalaban por su nariz sudorosa mientras ametrallaba con datos de la expedición a una cada vez más cansada Amy. Esta optó por ignorarla y pensar en el profesor McCloud, con quien se reunirían. Su ancha mandíbula y su poblado bigote le resultaban irresistibles. Estudiaron juntos en el instituto, pero él fue avanzando de cursos con rapidez y cuando entró en la universidad, Edward McCloud ya era su profesor. Y Rachel su ayudante.
          El coche se paró y el chófer les ayudó a bajar las maletas. La avioneta era más pequeña de lo que pensaba. Amy se sintió decepcionada. Quizás sus expectativas eran demasiado altas, siempre se dejaba camelar por su profesor favorito. Para él todo era emoción, aventura, ruinas extrañas, misterios por resolver y fama inconmensurable. En su primera expedición comieran grillos (¡grillos!), durmieron entre gallinas, casi se mueren de frío en la montaña y fueron perseguidos por un oso.
          Edward estaba allí, acabándose un puro. Sonrió de manera sincera y ayudó a las mujeres a cargar sus maletas. El piloto llegó poco después. No les acompañaría, sino que simplemente los iban a dejar a escasos kilómetros del poblado indígena donde pasarían la primera noche. En ese poblado estaría Joan, una mujer tan grande como un armario. La universidad siempre contaba con ella para que hiciera de guardaespaldas: era fiable, dispuesta a viajar a cualquier parte del mundo y su resistencia a los venenos era conocida.
          El viaje fue pesado y aburrido. Amy estaba agotada. La misma información que Rachel escupió en el coche fue repetida por el profesor, por lo que no pudo pegar ojo. Se quedó dormida cuando ya se avistaba la selva desde las ventanas de la aeronave y cuando por fin sus acompañantes se habían callado.
          Cuando despertó, ya era de día y estaba sobre una cama de hojas y solo con ropa interior. Avergonzada, buscó su ropa, pero en aquella cabaña no había nada más.
          Joan entró en la cabaña y ante la desesperación de Amy, solo sonreía. Le devolvió su ropa y reveló que fue ella quien la cargó y la desnudó. “Hace demasiado calor como para que lleves eso, niña” le espetó. También le entregó su maleta, que permanecería allí hasta el fin de la expedición, porque Joan le dejó claro que no podrían cargar con aquello. “Sólo lo imprescindible” le dijo su querido Edward. “Sólo lo imprescindible” imitaba burlona Amy mientras revisaba qué llevarse con ella en la jungla. Se colocó el machete a la cintura. Se llevó la yesca y el pedernal, la olla para hervir agua, la mochila ya remendada, la cuerda… en la maleta ya solo quedaba sus vestidos y el maquillaje. Joan dio el visto bueno a su elección de objetos y dejó que fuese a desayunar. El desayuno consistía en un extraño té y una extraña tortita hecho con algún cereal (aunque por su mente pasaban imágenes de grillos molidos y guarradas por el estilo).
          La selva es cálida y húmeda. Con lluvias intermitentes e intensas. Era imposible no sentirse como estar enrollado en una sábana mojada. La primera parte del recorrido estaba despejada, pero Joan, al corriente ya de la ruta, tuvo que empezar a abrirse paso a la fuerza entre los matorrales. Amy no soltó su machete: las lianas y las plantas se enredaban en sus piernas, cosa que la incomodaba.
          Al tercer día de viaje ya no tenían nada de qué hablar. Hasta Rachel había enmudecido. Con los ruidos de la jungla tan solo se escuchaba su avance. Así como sus respiraciones pesadas. Amy se llegó a preguntar si era posible que Joan se hubiese equivocado pero la seguridad con la que daba indicaciones, no parecía que sucediese eso.
          Edward les mandó parar. Echó la cabeza entre la vegetación y exclamó “¡Aquí es!”. Y aquí era: un templo hecho de piedra los esperaba, pero debían bajar al menos diez metros. Si avanzaran a ciegas se hubieran precipitado desde aquella altura. Nada bueno.
          Amy ofreció su cuerda y se aseguraron de que los árboles eran lo suficientemente fuertes como para soportar su peso. El nudo lo había hecho ella misma, su padre se los enseñara como pasatiempo, puesto que nadie se imaginaba que la dulce y educada Amy quisiera seguir los pasos del famoso y reputado Andrew Collins. A él le pillara tan de improvisto que su primera reacción fue impedirle que estudiase en la universidad. Se matriculara un año más tarde por esta “pataleta”. La pataleta duró cinco años entre libros de antropología y unas cuantas expediciones. Sabía que en el fondo su padre estaba orgulloso de ella.
          El templo era de una planta. Con un altar con sangre seca en el centro y poco más. No estaba cubierto y parece que jamás lo estuvo. Las plantas habían deteriorado seriamente aquella construcción, pero aun así era sólida.
          Se les hizo de noche en aquel sitio. Tomaron muchísimas notas y Edward habría aprovechado el momento para dar lecciones sobre ritos religiosos y funerarios de las culturas aborígenes. La información en realidad era una sucesión de supuestos y teorías, pero tenían mucho sentido. No para Joan, que estaba allí para asegurar la supervivencia del grupo no para oír “historias”.
          Amy no dudaba de las palabras de su maestro, pero esta construcción parecía más reciente que los templos y estructuras que describía. No parecía que el templo fuese hecho por gente como la que vivía en el pueblo que los recibió. No había tampoco restos de flechas, pinturas o nada más: solo paredes y el altar. Hecho sin la dedicación y esfuerzo que se esperaría de una instalación así.
          Los insectos subían por sus rostros y se metían por su ropa. Ya estaba acostumbrada pero no por ello le daba menos asco. Se sacudía molesta. Al aire libre sin árboles cubriendo el cielo, la luz de las estrellas y la luna no le dejaba pegar ojo. Vio una luz cerca del altar. Pensó que se debería a algún cristal o elemento reflectante que se pasaron por alto.
          Sus párpados se caían debido al sueño, pero ya no podía dormir. El destello se movía. Empezaron los susurros. Se obsesionó con ellos. Voces que se interrumpían y solapaban. Se levantó sobresaltada “¡Callaos ya!” gritó a Edward y al resto. Pero ellos estaban callados. No estaba segura si había llegado a gritar o solamente lo había imaginado. Las voces continuaban.
          Los reflejos hacían que la estancia fuese iluminada de una luz blanca. Entre aquellas paredes se veía con tanta claridad como si fuese de día. Amy miró al cielo: era de noche y sobre ella estaba la luna. Notó como unas manos agarraban sus brazos. Quiso apartarlos. Debían ser imaginaciones suyas.
          Amy contó hasta diez, se tranquilizó, regularizó su respiración y quiso buscar una explicación razonable. Debía ser un sueño. Una pesadilla más bien, porque solo podía sentir miedo y angustia. Se acercó al altar y al otro lado vio a un hombre. Una de las voces que oía era la suya. Repetía lo mismo una y otra vez. Se quiso centrar en esas palabras. Cada vez eran más nítidas y era capaz de separarlas de las demás. Eran palabras en portugués. Eso confirmaba que aquello no era obra de los nativos, sino de portugueses. A su espalda fue formándose más gente a partir de las luces. Las percibió finalmente como si fueran personas de verdad. Todos lusos. Sus oraciones incluían frases cristianas, frase del latín. Recordaba algunas de su niñez en el convento.
          Aquellos portugueses llegaran en expediciones posteriores a la de Colón. En algún momento aquella gente había inventado algún culto o adaptado alguno que vieran durante su estancia. Por fin entendió la relevancia de aquel templo y porqué estaban allí. Cerró los ojos y siguió tomando nota mentalmente, olvidando que hace escasos minutos para ella esto era un sueño.
          Al abrirlos era de día, sus compañeros no estaban y ella no era ella. Su piel era oscura, parda, como la de una nativa. Estaba desnuda y esos pechos descubiertos no eran suyos. Sus manos eran más pequeñas y sus pies anchos.
          El portugués del altar tiró de ella y apoyó su cabeza sobre aquella piedra. La sangre era reciente y no seca como la recordaba. Se sentía como una marioneta en las manos de aquellos hombres. Oía su propio latido en sus oídos. Le inundó la angustia y el terror. Gritó con todas sus fuerzas. Su cuello fue cortado y la sangre brotaba de su garganta.
          Edward se abalanzó sobre Joan, apartándola del altar. Amy se separó de allí agarrándose el cuello. El corte no era profundo, al ser su agresora inmovilizada. Joan parecía confundida, sus ojos se movían, como temblando. Estaba en shock. Lo que consiguió decir eran frases en un perfecto portugués. De los pocos sitios donde Joan jamás había estado era Portugal.
          Era todavía de noche y después del susto Rachel lloraba desconsoladamente, Amy intentaba cubrirse la herida, Edward estaba sentado sobre Joan y esta seguía disculpándose en un idioma que no podía conocer.
          Todos tenían claro que había que buscar una explicación a lo que había sucedido. Amy salió por un momento de la construcción. No podía pensar con el altar a escasos metros de ella.
          Edward soltó a Joan. Estaba ya menos tensa. Esta se sentó en el suelo, sin reaccionar. Miró a Rachel que se limpiaba los mocos con trapos de una muda que tenía guardada para emergencias. La emergencia estaba clara, el que se usase como pañuelo era otro asunto. ¿Amy? ¿Dónde estaba Amy? pensó el profesor alarmado. Gritó su nombre varias veces y dio un par de vueltas por la construcción. Sus gritos empezaron a ser lamentos. La desesperación era evidente. Entonces escuchó un gruñido. Un puma se dejó ver. Salió de entre la vegetación con un trozo de tela en la boca: la ropa de Amy.
          El profesor McCloud retrocedió sin darle la espalda y se metió de nuevo dentro del templo por un hueco entre las erosionadas piedras. Agarró a Rachel y a rastras la llevó al centro de la habitación. La sentó sobre el altar. Húmedo de la sangre de la desaparecida y posiblemente comida Amy. Joan se percató de que algo estaba pasando y empezó a cagar su arma. Un revolver. Edward no sabía si confiar en ella tras casi asesinar a Amy, pero tampoco tenían muchas opciones. Le explicó que era un puma. Dónde está Amy preguntó ella. Se hizo el silencio. 
          El puma era sigiloso, pero no lo era la maleza por la que pasaba. Rodeaba aquel templo con tranquilidad. Como si estuviese disfrutando de cada momento. Entonces los reflejos volvieron a la estancia. Las voces los afectaron de nuevo. Joan le entregó con urgencia su arma al profesor, asustada: no quería dañar a ninguno de los dos, así como no quiso atacar a Amy.
          Ahora que no estaban dormidos, Rachel y Edward intentaban oír algo coherente entre todo lo que le decían. “Abre paso al nuevo mundo” tradujo el profesor. “Las luces del firmamento nos guiarán”.
          Rachel chilló, histérica, al ver al puma. El puma también se asustó, pero no de ellos o del grito de la aterrorizada ayudante. Los reflejos tomaron forma. Eran unos diez hombres más el del altar. El grupo se asustó cuando se materializaron a su lado. Edward quiso dispararle al más cercano, pero le temblaba demasiado el pulso. “Dios nos ha entregado la inmortalidad”.
          Esta frase fue haciendo eco en su cabeza. “Dios nos ha entregado la inmortalidad” le dijo ese extraño ser creado desde la luz de la noche. El eco seguía y seguía. “Dios me ha entregado la inmortalidad” soltó finalmente él.
          Rachel se apartó, al oírlo. Algo no iba bien. Arrastrándose, se agarró con fuerza a una Joan perpleja que se sentía cada vez más pequeña y débil. Edward se tranquilizó. Aquello de repente lo sentía como algo normal, lógico y real. “Dios me ha entregado la inmoralidad” exclamó al cielo. Se llevó el revólver a la cabeza y disparó. Su cuerpo calló al suelo: Dios no le había entregado nada.
          La vista de Joan se nubló por sus propias lágrimas. Abrazó con fuerza a su compañera. Su única compañera. “Tenemos que irnos ya” pensó en alto. Levantó a Rachel con violencia, la empujó para que pasase por el lado del cuerpo del profesor y se llevó el arma. Aún tenía para cinco disparos y tenía consigo más munición. 
          Hizo subir a Rachel por la cuerda. Empujándola para que avanzara con rapidez. Sus nervios, la oscuridad de la noche y su estado físico no le dejaban hacerlo. Empujón tras empujón, llegaron hasta arriba. El templo seguía iluminado por la luna.
          Joan se apoyó contra un árbol, respiró profundamente y en su cabeza, como ejercicio para recuperarse de la locura del momento, empezó a recordar las palabras de sus instructores en el ejército. Rachel se acercó a ella y la abrazó. Confiaba plenamente en ella. Esto la trajo a la realidad y la reconfortó. Tras tomar el aire, volvieron por la ruta que los condujo a aquel lugar maldito. “Los portugueses llegaron a estas tierras y encontraron en los nativos la llave para acercarse a Dios. Hicieron suyos algunos ritos y erigieron su templo, quizás a escondidas de los demás” explicó Rachel. Joan admiró por un momento a su compañera; ella era incapaz de realizar un análisis bajo tanta presión. Aunque ese análisis no explicaba las luces ni cómo fue un títere de los fantasmagóricos lusos, estando a punto de matar a una mujer que en realidad era Amy.
          Quedaban tres días y medio de viaje. Estaban sin comida al haberla dejado en el templo por las prisas, por lo que se alargaría un poco más la travesía. No podían esforzarse como la primera vez. Las luces volvieron y con ellas sus nervios y su desesperación. Sus ojos empezaron a lagrimear del miedo. Las raíces que eran capaces de salvar ahora era un obstáculo contra lo que tropezar. Oían como los portugueses se daban órdenes, como si estuvieran buscando algo. Se repartían por la selva como en una batida. Joan se llevó la mano instintivamente a la funda de su revólver. No estaba. Tampoco la funda, su ropa y útiles. Se veía diferente. También veía diferente a Rachel. Eran ahora mujeres nativas, sin apenas ropa. Eran ahora mujeres nativas corriendo por la selva perseguidas por unos portugueses. “¡Ahí están!”. Corrieron y corrieron, desviándose de su ruta y se escondieron entre la vegetación como pudieron. Empezó a amanecer.
          Con la luz del sol, los portugueses desaparecieron y ellas volvieron a ser Joan y Rachel. Pero una Joan y Rachel agotadas y asustadas como nunca. Perdieron un día en encontrar la ruta por la que vinieron. Y si supieron que era por aquel sitio fue puro milagro: a Edward se le había caído una de sus cantimploras días atrás. Pudieron beber y siguieron. Les costó dormir las siguientes noches, pero los portugueses no volvieron.
          Sus piernas temblaban de la deshidratación y del hambre, pero llegaron al pueblo. Los habitantes las acogieron. El piloto llegó casi una semana después, el tiempo que estimaban emplear para tomar notas de ese templo. Como los pueblerinos, no entendió que Edward se suicidase y que Amy fuese comida por un puma sin dejar rastro. Siendo Joan quien aún mantenía el revólver, dudó de su versión apuntándola a ella como la asesina. El piloto quiso ser prudente y le pidió que vaciara las balas. Rachel corroboró su versión, pero fue ignorada por poder ser cómplice de aquello. 
          El piloto las llevaría a casa, pero informaría a las autoridades. Joan se sentó en la avioneta, llevando consigo la maleta de la desaparecida Amy y Rachel abrazaba con cariño la del profesor McCloud.
          La policía interrogó a ambas mujeres, sin creerse lo ocurrido. 
          Rachel reanudó la actividad en la universidad tras un mes de vacaciones que el rector le obligó a tomar. Nada más allí fue corriendo al despacho del profesor a recoger sus cosas para llevárselas personalmente a su familia. Mientras no encontraran un sustituto ella estaría al cargo de los trabajos de McCloud, a quien seguía amando a pesar de su muerte. Como el obraría, dedicaría el resto del año a conseguir fondos para realizar una nueva expedición al templo: el profesor habría querido saber la verdad.
          En cambio, Joan fue directa a prisión confesando, resignada y derrotada, el asesinato de Edward McCloud y el intento de asesinato de Amy Collins, suicidándose en el aniversario de la muerte de ambos. Día al que esperaría en silencio y entre sollozos, perdiendo peso e intentando mantener la suficiente cordura para no acabar en un sanatorio mental, donde jamás tendría la oportunidad y medios para colgarse, pudiendo aun siendo presa y despojada de libertad la dueña de su muerte.


Este relato escrito por Mariola Juncal se escribió con motivo del Primer Concurso de Relatos Cortos de la página Aventuras Bizarras.

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