sábado, 21 de agosto de 2021

La Batalla de los Heraldos (2/2)

Tiempos oscuros mancillaron Ban-Tenya, quien una vez fue llamada Ban-Akhor, cuando los ejércitos de luz y sombras se vieron enfrentados en la sombra de la montaña. Cambiantes, veldaken, gigantes y tritones, vestidos con armaduras de plata y acero templado, guiados por la luz de Anga Istyar se enfrentaron a los seres de niebla que se arrastraban por el suelo bajo la tenue brasa de las alas de Lilith y Caeb. La lucha duró días, el fuego y la peste lo cubrieron todo y ni el paso del sol ni el de las estrellas permitió a los guerreros que sus espadas cesasen de cortar la pútrida carne. Innumerables valientes cayeron muertos en el conflicto sin verse en él la posibilidad de victoria, pues por cada bestia que caía cinco de las huestes de Sarenrae lo hacían a su vez. Anga Istyar, furiosa, se enfrentó en combate singular a Caeb. La batalla cesó y ambos ejércitos se abrieron para dejar luchar a los líderes de las filas.

La lluvia comenzó a caer, fría como el hielo, bajo las lágrimas de la propia Selune. Los tambores brotaron en ritmo, la señal para iniciar el duelo. La espada flamígera fue desenvainada por el arcángel mientras que el demonio solo presentó sus colmillos y garras como alma. Golpe tras golpe fuego y trueno volaron por el campo de batalla, en una batalla igualada donde ningún rival cedió terreno, pero Anga Istyar era ducha en la guerra y había ya combatido el mal y aunque los dientes de Caeb alcanzaron sus alas e hicieron que la sangre fluyese del arcángel, Anga Istyar se mantuvo en pie y con su espada atravesó al heraldo de las sombras. De su boca no surgió brea por sangre y de sus ojos despojo en vez de lágrimas. Antes de abandonar este mundo, Caeb lanzó un ataque con sus garras que golpearon los ojos de Anga Istyar como la serpiente que muerde tras cortarle la cabeza, pero fue esquivado con rapidez. El cadáver de la bestia cayó al suelo convertido en niebla y las cuatro razas gritaron de júbilo al ver la victoria de su heraldo. Pero no duró mucho, pues Lilith rápidamente aprovechó el gozo de Anga Istyar para sorprenderla con sus zarpas de sombra que arrancaron los ojos del arcángel y la cegó, llenando los cielos con sus gritos de dolor, y con sus cadenas y ganchos perforó el cuerpo de la heraldo para que no pudiese moverse. Los ejércitos de Sarenrae callaron para que los de Lilith gritasen de fiereza por su líder mientras la lluvia, de agua cristalina, se tornó en sangre fruto de la rabia de Selune. Anga Istyar, incapaz de moverse ni de ver a su enemiga, chilló de dolor, que solo cesó cuando Lilith, aquella que el mundo ha olvidado, con sus manos atravesó el pecho del arcángel.

Los gigantes perdieron en aquel momento la fe pues en su corazón nació la desesperanza, mas no se rindieron pues el rey de todos ellos, el gran Hraesvelger, era sabio y había preparado junto a sus hechiceros su mayor plan. Los gigantes arrojaron sus armas y renunciaron a las enseñanzas de Sarenrae para sobrevivir y usaron para su favor los conocimientos que el propio Asmodeus les había enseñado en secreto de las grandes diosas. Los gigantes abandonaron la luz en sus corazones y de ese vacío surgió magias extrañas formadas por cadenas de sangre que atrayeron a las bestias de la dama oscuras a sus armas y las selló en su interior. En los garrotes de los gigantes de las colinas se guardaron los subalternos, en las hachas de los gigantes de escarcha a los oficiales, en las espadas largas y de joyas incrustadas los generales y en el mandoble del rey, el que una vez guardó el símbolo de Sarenrae, se guardó a Lilith. Las bestias abandonaron así el campo de batalla pero Lilith, viendo que iba a ser tomada y recluida, maldijo a las cuatro razas con una horrible enfermedad y de sus labios negros como la obsidiana una miasma rodeó a los ejércitos de luz y prometió que en su madurez todos y cada uno de ellos verían sus cuerpos cubiertos con pustulas y su vida, al igual que una flor que crece en tierra mancillada, jamás germinaría hasta su plenitud. 

Mas las cuatro razas no sintieron cambios en sí y volvieron a la lucha, ahora sin sus enemigos más poderosos. Ahora las bestias estaban solas, no podían defenderse y su liderazgo había desaparecido. Lo que otrora fue una batalla que parecía interminable se convirtió en una masacre y finalmente, tras años de persecución, las cuatro razas aplacaron el mal que asolaba la tierra de Ban-Tenya. Cuando la batalla cedió, las cuatro razas volvieron a sus antiguas vidas, seguros de que ahora podrían disfrutar del paraíso que habían recuperado, pero no tardó mucho en truncarse su felicidad, pues las palabras de Lilith no fueron en vano y pronto la maldición se tomó la vida de muchos de ellos.

Los cambiantes se ocultaron en el bosque para buscar una cura a su maldición, los veldakens fueron a los valles más profundos para resguardarse de futuras amenazas, el rey de los gigantes de la tormenta, el único superviviente de los grandes reyes de los gigantes, tomó en cuerpo de Anga Istyar, aún viva y en eterno sufrimiento, y lo llevó a Calleb Dhur, donde los gigantes formaron su nuevo hogar bajo un único lider, y los tritones, pese a haber sufrido, volvieron a las costas y a la tierra, con el efímero propósito de curar las cicatrices que ahora existían en el mundo. Las cuatro razas con el tiempo se fueron distanciando, aislándose lentamente hasta olvidarse de las demás mientras la maldición no solo carcomía sus cuerpos sino sus mentes. Muchos abandonaron las enseñanzas de la diosa y en lugar de esperanza solo vacío quedó. 

Cuando acabó la guerra, Selûne y Sarenrae lloraron al ver el estado de su creación y cedieron a los deseos del resto de dioses, Ban-Tenya ya no era un paraíso y permitieron al resto de razas acceder al mundo. Humanos, enanos, elfos y medianos crearon grandes barcos de madera blanca y viajaron a Ban-Tenya por designios de los dioses y tras años de viaje alcanzaron las arenas blancas de la tierra y la llamaron Ban-Oefrilien, la Tierra más allá del océano, y crearon reinos por todo el continente, dando lugar así a la primera edad del mundo como lo conocemos.

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