Oigo pasos en los charcos de aguas estancadas que viajan con rapidez en la calle empedrada. Oigo pasos de miedo y preocupación, pasos que revelan el terror propio de la naturaleza humana cuando lo desconocido asoma su mirada. Oigo pasos de pies jóvenes en zapatos de terciopelo y laca, pasos cuya máximo trabajo ha sido el de buscar cómo gastar las tardes libres sin nada que hacer. Oigo pasos, pasos de mi próxima víctima.
Mis ojos no se han recuperado del todo, puedo sentir aún el picor del ataque con el que intentaron escapar de mí pero que resultó inútil. Siempre resultan inútil. Busco los pasos en la noche y ahí veo a su fuente: una hermosa figura de piel ámbar y melena de ébano rizada tan larga como los tapices de las casas nobles. Puedo ver su vestido de seda y turquesas cosidas por manos delicadas y precisas, sus labios teñidos de negro carbón a juego con sus ojos. Puedo ver su pecho que se desplaza por su respiración errática. Puedo ver su expresión de miedo mientras mira a su espalda y lucha por mantener su falda alta mientras corre. Es perfecta, sencillamente perfecta. Es justo lo que necesitaba. ¿Tú qué crees Aithaita, será suficiente?
Me arreglo mis ropas y salgo al camino tranquilo, sin miedo
o preocupación, sin ansia ni duda. Doy un par de pasos largos y ella choca
conmigo cayendo al suelo. Me agacho y extiendo la mano mientras mis cascabeles
suenan. Puedo ver su mirada mientras viaja en busca de lo que necesita: una
sonrisa, una mano amiga y una espada a mi cinto. No tarda en coger la mano y se
levanta con un pequeño gemido que precede a la lluvia de lágrimas.
Las gotas caen por sus mejillas mientras me explica la situación. No entiendo
muy bien lo que sucede, pero mi rostro cambia de una sonrisa ligera a una expresión
de preocupación. Mis labios cerrados denotan seriedad, mis cejas bajadas
preocupación y enfado. Siempre funciona, todas mis víctimas saben que esa
expresión en la de alguien que ayudará a quien lo necesite, todas saben que es
la expresión de un héroe.
La función comienza. Saco a Aithaita de su vaina y su acero gris verduzco
brilla bajo la luna llena y los reflejos de charcos y piedras brillantes. Puedo
ver un hombre al final de la calle, un gigante vestido sin clase y que empuña
su hacha bicéfala como si de un garrote se tratase. La joven se pone a mi
espalda y, con una orden imperiosa, le digo que se esconda en el callejón
antiguo mientras mi brazo guía mis palabras. La muchacha huye, el hombre grita.
Intenta hablar, pero solo puedo oír el sonido de mis cascabeles mientras me abalanzo
hacia él con una estocada baja. Ni siquiera reacciona y, antes de decir la
primera palabra, mi acero ya está en su interior.
He penetrado bajo las costillas, justo a la altura del
hígado. Pronto sus pulmones no pueden llenarse mientras me mira con ojos de
piedad y súplica. Sé lo que me están diciendo: “Sálvame, ayúdame, no merezco morir
aquí”. El gigante cae derrotado y la sangre llena la hoja. Qué decepción, ni
siquiera he visto un ascua. Aún necesito más, tengo que conseguir más.
Llevo ya dos años en busca de aquello que perdí, el atisbo de esperanza que me
diste en aquella calle de Rouchet cuando me vi acorralado con las espadas en la
garganta. ¿Acaso no te he servido ya bastante? ¿Cuándo me darás tu poder? Solo
recibo la misma respuesta una y otra vez proveniente de una voz gutural y aberrante,
una voz que hace que mi alma se encoja y sienta un frío y temor más allá de lo
que jamás podría haber comprendido si no la hubiese conocido: “Más”.
Otra víctima sin recompensa, pero quizás mi presa sea de
mayor valor. Ahora oigo mis propios pasos, seguros y rápidos. Pasos de alguien
que busca algo que espera encontrar a la vuelta de la esquina. Pasos de sed y
necesidad. Pasos que se mezclan con el sonido de mis cascabeles dorados y las
gotas de sangre que caen lentamente del acero. Pasos que preceden el fin de la
función.
La joven se ha escondido tras unos barriles y me coloco frente a ella. Sonríe
al verme, cree que soy su salvador. Todas sonríen la primera vez que me ven
después de salvarlas, pero siempre cambian de expresión. ¿Cuál fue mi primera
víctima? ¿Fue aquel noble de barbas azules o el clérigo al que salvé de sus
propias creaciones? Da igual quién fue el primero, ni quien será el último.
Todos abren los ojos mientras ven cómo alzo en alto el brazo y todos abren la
boca e intentan gritar de terror mientras mi acero se dirige hacia su cuello.
Ninguno ha conseguido regalarme unas últimas palabras, tampoco mi última
víctima, pero gracias a ellas tengo el regalo más hermoso que podría pedir en
sus expresiones de miedo y desaliento.
Su cabeza cae por las calles empedradas de charcos y miseria, iluminadas por la
luna llena que brilla junto a sus hermanas estrellas. Pero sus ojos no volverán
a ver el cielo y sus pasos no volverán a cruzar estas calles. Y con el apagado
de sus ojos, la oscuridad se cierne en su alma.
Y la función ha terminado.
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