No hay esperanza para el ser humano que no dependa de su deseo para obtener lo que ansía, ni tampoco existe mayor desgracia en esta vida que la incapacidad de controlar los designios del cruel y déspota sino marcado en nuestro sonámbulo tiempo en la tierra.
Ayer, presa del alcohol y el dolor por las heridas de mi última presa, mi sueño me llevó a un mundo que nunca fue. Mi habitación, que no es más que una buhardilla cubierta por telarañas y recuerdos ya abandonados, se convirtió en un hermoso cortijo en el campo. Miré asombrado al cielo estrellado y hermoso, despejado y claro como las aguas de un manantial virgen, pues no era el cielo poluto y enfermizo de las ciudades en las que me había refugiado. Los sonidos del viento moviendo con gracia el trigo se mezclaban con el griterío de la orquesta formada por los animales domésticos y el olor a orín y blasfemia se convirtió en pureza. Intenté limpiarme los ojos por miedo a ser presa de una ilusión y pude ver que mis manos habían desaparecido las manchas de sangre y las cicatrices de hojas y misfortunios al igual que el tono cenizo que las cubrían para mezclarme con el pueblo y ocultar mis más oscuros secretos. Y fue ahí donde comprendí que era un sueño, pues solo en sueños podía comprender la belleza de la vida, sin atavíos ni pesos de mis acciones pasadas.
Viajé por aquella tierra de sueño en busca de respuestas, internándome profundamente en los campos de trigo que afrontaban aquel cortijo de paredes blancas como la nieve. El tacto del grano acariciaba mi piel y me hacía cosquillas mientras el viento removía mis cabellos en un torbellino salvaje y revolucionario. Era una sensación extraña y agradable, una sensación que solo el sueño podía brindarme. En mi somnoliento periplo, me pregunté quién era realmente, pues en los sueños uno puede perder su propio ser para convertirse en otro, transformando una personalidad por completo y tornando una prístina esencia en otra como las artes arcanas que confunden la materia a su más bajo nivel hasta que cumple sus designios. Miedoso, me pregunté a mí mismo quién era y me forcé a recordar los acontecimientos que marcaron mi existencia. Mi consciencia trajo de nuevo los malos recuerdos de una vida ruin y sisífica: la humedad de mis mejillas mientras los cobradores nos echaron de nuestra casa, la cálida mano de mi madre mientras su fuerza se desvanecía con cada expiración, el olor de la sangre emanando de mi primera víctima y, como no, el frío que marcaba mi alma cuando empuñé por primera a Aitaita. Fue entonces cuando eché instintivamente la mano a mi cintura en busca de aquel enigmático acero arcano pero mis manos no lograron sentir el tacto del pomo de lobo y la empuñadura de cadena de acero. Y ahí volví a comprobar que estaba en un sueño, pues solo el sueño podría separarme de mi carga y a la vez de mi mayor regalo.
Proseguí mi camino bajo la radiante luz del sol y el amable tacto del viento hasta que una extraña voz, risueña e infantil, me llamó la atención. Me dirigí en su búsqueda y, tras andar por un tiempo que no creo que jamás sea capaz de contar, pude ver a una niña. Aquella muchacha de cabellos rizados rojos como el fuego no debía superar la docena de años. Sonreía con una cara pecuda que resaltaba con su piel morena por el sol y sus ojos, esmeralda como la piedra más pura de la tierra, me intranquilizó, pues eran aquellos ojos tiernos y faltos de maldad igual que los de mi madre. Mi mente volvió a viajar al pasado, a recordar tiempos mejores cuando era un niño y mi mundo era tan pequeño que no alcanzaba más allá que las cuatros paredes de mi casa. No fue una vida fácil, no con el padre que tuve la desgracia de tener, pero siempre encontraba cariño y ternura en aquellos ojos esmeralda. Y ahí supe que estaba en un sueño, pues en mi vida no volverían a existir jamás ojos como los que una vez me dieron esperanza.
Me acerqué a la muchacha e intenté hablar con ella, no con intención de dañarla o de afligirla, sino buscaba respuestas a un mundo onírico y místico que no era capaz de comprender. Le pregunté dónde estaba, quién era y por qué mi mente me había traído hasta aquí, pero como si las tinieblas me cubriesen, ella no hizo esfuerzo alguno por verme o escucharme. Continué con mi interrogatorio fútil en el que cada palabra me frustraba más y más mientras la niña seguía riendo y jugueteando entre el trigo ajena a mi presencia. Mi desesperación tornó en tristeza y, de la tristeza, se convirtió en ira. Noté el calor incómodo de mis sienes hinchándose por el enfado y mis dientes que chirriaban entre los labios abiertos. Mis ojos escocían por el rojez de la frustración y grité con todas mis fuerzas en un último intento por buscar una respuesta. Mis ojos se cerraron un instante y, cuando los abrí, había de ser yo mismo y pude verme desde más allá de mi cuerpo y mi consciencia.
Quien estaba frente a mí era mi cuerpo y, lo que mis ojos contemplaron con vacilación, hizo de mi propia alma se tambalease bajo los pilares que conformaban el mí. Quien estaba ahora delante mía era mi cuerpo pero no había marca alguna de acero o bronce en mi piel, ni cicatriz que marcase los años de bandolería y saqueos. Mis cabellos conformaban una larga melena, limpia y voluminosa, que llegaba hasta mis hombros en un reguero de belleza castaña en lugar de estar cortados y arrejuntados por la suciedad y el sudor. Mis ojos volvían a ser del mismo esmeralda que una vez fueron cuando fui niño y las bolsas de incontables noches en velo habían desaparecido. Mi cuerpo era de mayor envergadura y una capa de grasa protegía a los músculos que otrora habían sido visibles por una piel que pocas veces tomaba bocado. Mi maquillaje, mi puntura de guerra, la máxima expresión de mí mismo también había desparecido y tenía un tomo moreno de aquellos que pueden disfrutar de una vida cómoda y feliz bajo el sol. Quien estaba delante mía era yo, pero no el yo que conocía. Era una copia, una imitación, una versión de mí que jamás conoció las vicisitudes del destino. Era la respuesta al qué hubiera pasado y el ejemplo de lo nunca será o volverá a ser.
Y tú, mi querida víctima, que estás atado frente a mí con los labios tapados por la misma tela de tu difunta y que notas cómo el frío sudor recorre tu piel mientras el miedo toma el control y expulsa de tu cuerpo el poder de tu albedrío, ¿quieres saber qué sentí al ver aquella imagen? Pena. Aquel hombre no era yo, pues mi alma se ha forjado bajo los martillazos de infortunios. Aquel hombre jamás conoció la pena, jamás supo adaptarse a un mundo blasfemo que solo deseaba reducirle a la nada. Aquella imagen era un insulto a quien soy ahora. Y ahí supe que estaba en un sueño, pues jamás me hubiera visto en tal desdicha como para abandonar este presente que poseo, el de un futuro incierto para el que tengo las fuerzas de enfrentar.
Ahora siente cómo el cuchillo perfora tu pecho con lentitud, cómo la sangre emana de tu piel y se interna en los pulmones. Cómo tu respiración se hace cada vez más pesada. Cómo tus ojos caen y tu vista se vuelve oscura como la noche. Quizás, en tus últimos momentos, sueñes con un mundo hermoso y feliz en el que yo no exista, donde tuviste la oportunidad de huir, donde un hombre viejo y envidioso jamás me dio el oro para acabar con su propia hija y su marido. Quizás seas feliz en ese sueño, y ahí sabrás que es un sueño, pues solo en sueños el mundo puede librarse de mí.
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