Stuart era un hombre de rostro cansado. Como si la vida siempre lo hubiese tratado mal. A su aspecto se le unía su espalda ligeramente encorvada, que a ratos le hacía parecer un campanero o un matón.
Desde hace relativamente poco estaba saliendo con otra semi-elfa, de círculos completamente diferentes y bastante jovial. Así que los amigos de ella tenían demasiadas preguntas que hacerle. No obstante, creían en su buen criterio: Stuart tenía su atractivo y jamás dio signos de tratarla de manera inadecuada. Además, ella parecía bastante feliz y nunca le negó cierta distancia cuando ella necesitaba tiempo para sí misma.
Aún así, sus amigos la querían y todavía extrañados por la independencia que ella siempre había gozado y de la que ahora se desprendía, se acercaron a Stuart y lo hacían partícipe de sus reuniones sociales y familiares. Quería saber si era de fiar y de serlo, que no quedara desplazado o castigado por sospechas infundadas.
Él no era un libro abierto, pero entre cervezas, un ambiente tranquilo y la luz del atardecer, el hombre de ojos apagados contó su historia, una historia que compartía con otros semi-elfos en esa sociedad donde eran considerados parias.
Stuart, de edad indefinida y siempre joven por su herencia sanguínea, se crio en una época donde el odio a los suyos todavía estaba madurando. Era un joven muy trabajador y responsable. Lo suficiente como para haberse encaprichado de una privilegiada humana.
Con su pelo ondulado y su vestido apretado, con su cintura ajustada con corté, ella devoraba todos los días un libro. Sus ojos a veces lloraban por la tristeza que le infundían esas páginas y otras veces por la alegría que sentía y compartía con sus personajes favoritos.
Así que, envalentonado, Stuart subió por la celosía y asomó su cabeza para ver a esa hermosa mujer que, evidentemente, se asustó. Pero Stuart tenía buen aspecto. Es una persona aseada y pulcra, con una voz profunda y tranquilizadora. Ella le dejaría subir a su terraza. Ese y los siguientes días.
Ellos eran muy felices. Él se gastaba todo el dinero posible en comprarle dulces y pasteles que su familia no quería que comiese para que no ganase peso y perdiese su figura. Ella le leía y le hablaba de todos los apasionantes viajes que vivía a través de los libros. Eran una pareja perfecta.
Mientras, los semi-elfos en la ciudad eran señalados por crímenes que no cometían. Perdían sus trabajos y las leyendas urbanas de semi-elfos buscando problemas porque estaba escrito en sus perversos genes mestizos aumentaban.
Así que cuando una sirviente descubrió a Stuart en brazos de la joven Elisabeth, se desató el caos. Sus padres entraron en cólera, llamaron a las autoridades y él tuvo que huir. Pero no quiso renunciar a lo que sentía por su amada.
A los días, cuando pensaba que por fin era seguro subir de nuevo por la celosía, lo hizo. Stuart subió con energía, revitalizado por el deseo e ilusión de volver a ver a su amada. Pero los amarres de la celosía fueron cortados y en el tramo final, cuando sentía el calor y la cercanía de la mujer de cabellos ondulados, cayó de bruces contra el suelo de granito.
Quiso gritar de dolor y de impotencia, pero no pudo. El dolor le recorrió todo el cuerpo y la vista tornó blanca, como si sus ojos dejasen de ver por un instante. La espalda le ardía y dejó de sentir sus manos. Su cabeza le latía por la adrenalina y la sangre teñía sus cabellos.
Recuperó la razón y conciencia minutos después, quizás horas. Se arrastró por el suelo hasta salir de allí. El miedo le había dado las fuerzas necesarias para volver a casa. No pudo levantarse en días y cuando lo hizo, su espalda destrozada y mal curada le acompañaría el resto de su vida como una joroba, como si fuese la marca de un pecado que solo era tal a los ojos humanos.
Abandonaría la ciudad poco después, tras hostigamientos de la clase privilegiada y cuando encontrar trabajo en ella se hizo tarea imposible.
Se mudó a las montañas y construyó con sus propias manos la casa en la que viviría las siguientes décadas. La casa en la que esperaba vivir hasta el final de sus vidas con Raine.
Sus nuevos amigos callaron y guardaron silencio durante la historia. Se sentían identificados aún cuando muchos jamás habían vivido en sus venas el terror de ser perseguidos por falsos estereotipos.
Stuart sonrió. Para él no era una historia triste. Añadió que él siempre tuvo comida en su plato y que nunca le faltó un techo donde dormir. No obstante, no se sentía tampoco un hombre afortunado hasta que conoció a su nueva pareja, Raine, y hasta cuando pudo comprobar que compartía sus mismos ojos con su nieta.
Su Elisabeth solo era un fantasma que había desaparecido y había sido enterrado bajo una tumba de mármol. Con elogios escritos por su familia en forma de epitafio.
Stuart confesó que durante su exilio a las montañas, se escapaba de vez en cuando a la ciudad, para poder observar la vida de Elisabeth y desde la distancia, sentirse partícipe de su felicidad. Pudo ver crecer a la hija que compartían y después a su nieta.
Stuart terminó su relato girándose hacia sus acompañantes. El sol se había marchado y la noche dio comienzo. Ellos habían sido los primeros en oírle hablar con nostalgia, de la mochila que había sobre sus hombros. Dentro de ella, la muestra de que Stuart era el hombre más adecuado para Raine.
No volvieron a hablar del tema. No era necesario hacer hablar al hombre de rostro cansado, simplemente escuchar si él necesitaba compartir algo con ellos, cosa que haría muchas veces, cada vez de manera más natural.